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Green Room

🌟🌟

Hay películas como Green Room que parecen estar planificadas al revés: primero se escriben las muertes sangrientas que habrán de asquear al espectador (perros desgarrando cuellos, navajas afeitando gaznates, balas agujereando cráneos, cuchillas abriendo vientres...), y luego, cuando la panoplia de defunciones ya parece fecunda y convincente -el regocijo morboso para adolescentes del centro comercial-, el responsable del negocio, este Jeremy Saulnier que nos dejara más convencidos de su arte en Blue Ruin, monta un guión tramposo y absurdo en el que injertar las violencias, sin dejarse ninguna en el tintero. La trama al servicio de la violencia, y no la violencia al servicio de la trama, como mandan los cánones. O eso, o que yo me estoy haciendo viejo y criticón, y cascarrabias, y estas modernidades salvajes con interregnos para el humor chorra y el guiño musical se me escapan ya del radar, pertenecientes a otra generación y a otro gusto.


    Cuando al principio de la película el grupo de rockeros sube al escenario para cantar "Que os jodan, neonazis", a los neonazis que abarrotan el local, uno ya debería haber sospechado que con esta premisa inicial, que es la que enciende la chispa del pifostio, Green Room ya sólo podía ir de culo y cuesta abajo, hasta el desparrame final. Pero no hay fútbol en la tele, ni Juegos Olímpicos todavía, y cuando una ficción ya está en marcha cuesta horrores suspenderla para dar inicio a otra nueva, como si entraran en juego inercias inexplicables, y perezas injustificables. Porque hay que decir, además, que Green Room está muy bien hecha, y que el desinterés por su contenido no impide la admiración por su continente, que es oscuro y rítmico, a ratos molón, con esa pericia que tienen los americanos para darte gato por liebre, y vacío por película, y gusanito por nutriente. Green Room no alimenta, no aporta nada, no sirve para nada. Sólo para entretener la canícula, y dejarle a uno la sensación del tiempo perdido, como a Proust.



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Blue Ruin


🌟🌟🌟

El odio es la venganza del cobarde. Lo dijo George Bernard Shaw, a quien mi incultura, enciclopédica, sólo recordaba como autor de Pigmalión, la obra de teatro que con los años dio lugar a My Fair Lady. Famélica de saberes, mi ignorancia, supina, ha tenido que buscar a Bernard Shaw en la Wikipedia para ubicarlo en su siglo correspondiente, y para confirmar, de reojo, con una vergüenza que sólo a los íntimos me permito confesar, que George era ciertamente un escritor, y no una escritora, porque yo le estaba confundiendo con George Sand. Sí, sí...

          La frase de Bernard Shaw sobre la venganza la he encontrado por casualidad, mientras buscaba otra que soltaba Tywin Lannister en Juego de Tronos: una sentencia fría, brutal, muy propia de su talante, que no anoté a su debido tiempo en los cuadernos, y que ahora, justo cuando más la necesitaba, no logro recordar, ni recobrar entre las verborreas de los frikis de la serie. Me hubiera venido al pelo el cinismo de Tywin Lannister para hacer un comentario sobre la película de hoy, Blue Ruin, que es una historia de venganza morrocotuda, muy a la americana, muy de Puerto Urraco, con un pobre desgraciado que para hacer justicia empieza por blandir una navajita y termina enfrascado en tiroteos con armas automáticas y la de Dios es Cristo. Como Bruce Willis en Pulp Fiction, mismamente, que para liarse a hostias en el badulaque de los violadores primero le echaba el ojo a un martillo y terminaba esgrimiendo la espada del samurái.

       El odio es la venganza del cobarde... No habría películas como Blue Ruin con un tipo como yo, incapacitado para la acción. Pero, para nuestra suerte, Dwight es un hombre aguerrido y valiente -aunque algo fondón y con cara de lelo- que se lanza a cazar al asesino antes de que el asesino venga a por él, lo que da lugar a entretenidas balaceras y matanzas en el estado de Virginia. 


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