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Black Mirror: White Bear

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El sufrimiento ajeno fue durante siglos el gran espectáculo de las clases populares. Y de las otras también, claro. Hasta que los hermanos Lumière no filmaron sus películas, los británicos no inventaron el fútbol y los italianos no nos trajeron Tele 5, la gente se aburría mucho cuando llegaba el fin de semana. Para tenerlos contentos, y no darles tiempo a pensar en revoluciones, los garantes del orden social les ofrecían todo tipo de torturas y sacrificios. Los habitantes de Judea, por ejemplo, eran muy fieles al espectáculo de ladrones crucificados y mujeres lapidadas. En la antigua Roma, los circos explotaban de regocijo con los cristianos comidos por los leones, y los esclavos convertidos en gladiadores. Aquí mismo, en los reinos de Castilla, raro era el domingo o la fiesta de guardar en que los inquisidores no servían un auto de fe de primer plato, y un churrasco de pecador como acompañamiento con proteíanas. Eran tiempos de barbarie, si... Ahora la pena de muerte -cuando la hay- se ejecuta en la más estricta intimidad de los familiares, y la tortura ha pasado a ser una práctica de intramuros, muy poco edificante. Los sociópatas tienen que conformarse con verla en las películas, o hacer oposiciones para entrar en la policía o en el ejército, y esperar a escondidas su propia oportunidad.

    En Black Mirror: White Bear, Charlie Brooker ha imaginado otro mundo futurista en lo tecnológico, pero medieval en usos y costumbres. Si en lo económico estamos regresando al vasallaje y a los siervos de la gleba, no hay motivo para pensar que en otros aspectos vayamos a sufrir un retroceso similar. De todos modos, en el mundo distópico de White Bear algo hemos avanzado. Aquí la tortura física del delincuente sigue estando muy mal vista, pero la psicológica es otro cantar, y sirve para hacer negocio en programas de televisión de máxima audiencia, y en atracciones de circo que reúnen a toda la familia. No hay límites para la humillación, para la vergüenza, para el puteo, para la tortura neurológica, mientras el reo se conserve físicamente intacto. Todo un detalle, y todo un síntoma de urbanidad, como cantaba Serrat. Los padres filman con sus móviles, los niños aplauden divertidos, y el empresario se llena los bolsillos con neosestercios y neodoblones.





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