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Monster's Ball

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Yo no soy un cerdo como los demás, que recuerdan los polvos pero no las tramas que sostenían las películas. Yo pongo los cinco sentidos cuando la película es medianamente interesante, y el sexto, que es la vara de zahorí, no acapara los recuerdos aunque sea un ente voraz e indomable. 

A los otros cerdícolas les preguntas, por ejemplo, de qué iba “La vida de Adèle” o “Huevos de oro” y no sabrían qué responderte. Solo recuerdan el lote que se pegaba la susodicha con Léa Seydoux, o el doble lote que se marcaba Javier Bardem con las dos mujeres de su vida. Yo, sin embargo, podría recitar aquellas tramas ante un tribunal inquisidor para justificar que mi erección también era fruto de la cinefilia, y no solamente un efecto volcánico de la escena. 

Quiero decir que yo, cuando me empalmo viendo una buena película, es más por amor al arte que por exigencias del guion.

Sin embargo, para rebaja de mi autoestima, y para alegría de Max, que es mi antropoide interior y que mantiene conmigo una dura pugna por el mando, tengo que reconocer que de “Monster’s Ball” solo recordaba el polvo entre Billy Bob y Halle Berry. Dos actores que en aquel lejano 2001 -no el de la odisea del espacio, sino el pedestre y ramplón que a todos nos defraudó- eran los perejiles de todas las salsas. No había película que no contara con alguno de estos dos pecadores de la pradera, y ahora ya ves, andan desaparecidos, o muy mayorones para según qué papeles. O enredados en la enésima serie de TV que producen las plataformas como ristras de chorizos. A saber...

Me molestó mucho no recordar nada más que aquel polvazo -que luego en realidad fueron dos- cuando descubrí “Monster`s Ball” en la parrilla de películas viejunas del Movistar +. Así que la grabé, y me puse a verla, y fui descubriendo para mi tristeza que no era capaz de anticipar ninguna escena al hilo de la anterior. El apagón de mi memoria era total y preocupante. ¿Él se quedaba finalmente con la chica...? Cuestión baladí cuando lo trágico era comprobar que yo también caigo en estas desmemorias de pornógrafo. Un cerdícola sin pedigrí.



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Crueldad intolerable

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A los curas y a los tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion, aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.

Eso por el lado espiritual. Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los de la novia, y viceversa, que a veces pasa.

A los abogados matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no conoce parangón en los pasillos de los juzgados.

El odio es una fuerza bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición, y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.





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El hombre que nunca estuvo allí

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Estaría bien, cuando escriba mi autobiografía, llamar a este largo período vivido en La Pedanía “El hombre que nunca estuvo allí”. Como Billy Bob Thornton en el pueblo de California, que tambièn fue vecino del pueblo sin estar nunca en realidad, fumando sus cigarrillos mientras veía la vida pasar, y a las gentes parlotear. 

    Yo no fumo, ni llevo sombrero de los años 50 -aunque me gustaría. Pero cuando me miro al espejo soy un poco como Billy Bob, como el barbero Crane, y me sale una jeta entre aburrida y resignada, la mitad debida a la genética y la otra mitad debida a la desadaptación, a la extrañeza nunca superada de vivir aquí, veinte años de exilio y otros tantos que me esperan, siempre provisional, siempre de paso, siempre decidido a irme en “cualquier momento” y al final siempre echando raíces, por esto o por aquello, enredado yo mismo en una excusa permanente que no me deja abandonar el valle. El maestro que nunca estuvo allí, o el vecino que nunca estuvo allí…

    Al barbero Ed Crane, como a mí,  le molesta mucho que la gente hable sin parar, porque la gente que habla mucho interrumpe los propios pensamientos, y no deja escuchar el canto de los pájaros. Qué tienen que conta que es tan interesante, tan inaplazable… Seguramente nada. Pero es así en todos los sitios, en La Pedanía, y en California, y en mi tierra natal allende las montañas. Ningún ecosistema humano se libra tampoco de los emprendedores de pacotilla, ni de los amigotes fanfarrones, ni de los matrimonios fracasados. Una fealdad casi insoportable de personas sin gracia, sin talento, sin duende, lo anega todo, fotocopias de nosotros mismos que se limitan a sobrevivir, a ensuciar, a dejar prole, a irse al centro comercial los sábados por la mañana. Qué difícil es encontrar a alguien diferente, en La Pedanía, o en California, alguien con quien uno pueda relajarse, sonreír, dejarse llevar por la belleza. Por la gran belleza que buscaba Ed Crane en California, y Jep Gambardella, en Roma:

   “Todo está sedimentado bajo la cháchara y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los escuálidos, inconstantes, destellos de belleza. Todo sepultado bajo el manto de la molestia de estar en el mundo, bla, bla, bla.”




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Fargo. Temporada 1

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El personaje central de la primera temporada de Fargo es Lester Nygaard, el hombre de la casa modesta y el matrimonio arruinado. Y el trabajo aburrido. La gran vidorra pasó de largo camino de paraísos más australes que Minnesota, y a Lester, atrapado en esa vida corriente que parece el Día de la Marmota, con la nieve perpetua y los personajes archisabidos, sólo le queda esperar un golpe de suerte antes de que la enfermedad y la muerte llamen a su puerta.

    Y de pronto, la fortuna, inesperada y burlona, aburrida de tanto prodigarse con otros hombres, le pone en contacto con un genio que concede deseos inconfesables. Lorne Malvo no es un genio que haya salido de la lámpara maravillosa, ni de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Es más bien un matarife a sueldo, un psicópata con perilla. Un ángel caído que lo mismo tira de espada flamígera que de gatillo fácil para cumplir con sus objetivos. A veces cobra por ellos, y a veces, como en el caso que nos ocupa, sólo mata para pasar un buen rato. 

    Nygaard, en la sala de espera del hospital, con la nariz rota y el espíritu humillado, le hablará de un tal Sam Hess que es el chulo del pueblo, el exmatón del instituto, el tiparraco deleznable que a sus cuarenta años todavía sigue partiéndole la jeta en plena calle. Nygaard no sospecha que el tipo a quien le está contando su frustración, y su afán vengativo, es un asesino sin escrúpulos que no le teme al rayo divino ni al roer de la conciencia. Horas después, en el puticlub del pueblo, Sam Hess será asesinado con una puñalada en el cuello mientras disfrutaba de su adulterio habitual. Con su muerte se abrirá la caja de los truenos, y dará comienzo, propiamente, la trama criminal de la serie. Los nueve episodios restantes sólo son la consecuencia disparatada, desbordada, sanguinolenta, de ese encuentro que una mala tarde de invierno puso en contacto al hombre gris con el demonio negro. 



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La cosecha de hielo

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Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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