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La impaciencia del corazón

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En lugar de enseñar tantas tonterías en el colegio -el análisis sintáctico de las oraciones, o los afluentes por la derecha del río Tajo- habría que introducir una asignatura que se llamara “Aprender a decir no”. Porque eso sí que es útil para la vida. También lo sería una asignatura que enseñara a los chavales los rudimentos de la economía, pero no una como quieren los empresarios y los emprendedores, que trataría básicamente de cómo ganar dinero engañando a los demás, sino justamente la contraria: una sabiduría básica que desvelara las trampas perversas del capitalismo, sus mecanismos y su germanía.

En esa otra asignatura que yo proponía –y que podríamos llamar, más académicamente, “Asertividad”- la muchachada aprendería a tener opiniones resueltas y a no dejarse mangonear por sentimientos inducidos. La RAE define asertividad como la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona. O sea: un sí es sí, o un no es no, según la circunstancia. Y aunque es cierto que la asertividad depende en gran parte del carácter, y que a quien Dios se la dio San Pedro se la bendice, no estaría de más, para los tímidos sin remedio, para los que hemos jodido nuestra vida a base de callar lo que pensábamos y luego soltarlo en una erupción verbal, no estaría de más, digo, aprender algunos trucos que también enseñan en las clases de retórica: el control del plexo solar, la mirada fijada en un punto, el uso de muletillas verbales que nos guíen por el recto sendero de nuestra verdad.

Al teniente Anton, en la pelicula, también le hubiera venido de puta madre ser asertivo en sus relaciones con Edith, la hija del barón. Decirle que bueno, que sí, que es una mujer muy guapa, pero que su parálisis en las piernas la convierte en un partido improcedente para alguien que tiene que presumir de hombría ante los soldados de su tropa. Pero claro: si se lo hubiera dicho en la primera escenanos habríamos quedado sin melodrama. Y sin los minutos de metraje de Clara Rosager, que si el teniente Anton no la quería, pues mira, pa’ mí. 




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Corazón silencioso

🌟🌟🌟

Hace un par de semanas que ya tenemos el asunto solucionado. Es el progreso -por lo menos el social- que tarda mucho en llegar, a veces de cojones, pero al final llega. Luego, dentro de veinte años, esos indeseables dirán que esto de la eutanasia -como el aborto, como el divorcio, como el matrimonio homosexual, como la pensión de su puta madre- está bien que así sea, y que responde a las demandas justas de la sociedad. Que ellos, en realidad, nunca se opusieron a nada. Son vomitivos. 

Menos mal, que ya se aprobó la ley, porque todavía se me revolvía la bilis recordando al presidente Zapatero en el estreno de Mar Adentro, en plena efervescencia del "no nos falles" y del "dales caña", diciendo a los reporteros que él estaba allí para apoyar al cine español, pero sonriendo con picardía a los fotógrafos, porque todos sabíamos que había ido a airear el debate, a crear ambientillo, a ir preparando la ley que por fin permitiría morir en paz a los sufrientes. Pero luego se cagó, reculó, dijo que se llamaba andana porque un asesor le susurró al oído que el centro católico estaba perdido si daba un paso más en esa dirección. Así que era mejor disimular, y ponerse a silbar, y decir que eso, que él había estado allí sólo por el cine español, y nada más, porque Mar adentro, ademásera una película cojonuda.

Recuerdo todo esto porque yo pensaba, antes de ver Corazón silencioso, que en la Dinamarca tantas veces alabada estaban más avanzados en estos trances del buen morirse. Pero se ve que no, y menuda sorpresa, porque esta familia camina clandestina por la casa de campo, urdiendo coartadas para la ambulancia que descubra el cadáver, y para la policía que venga luego a hacer las pesquisas. La abuela Esther está a un solo paso de la parálisis, de la respiración asistida, del dolor insoportable, y antes de convertirse en un guiñapo ha decidido que sus hijas y sus yernos, su marido y su amiga del alma, la acompañen en las últimas horas. Algunos se arrepienten del apoyo prometido, otros se mantienen firmes en la decisión, y aprovechando que hay bronca y discusión, todos sacan a relucir los reproches que suelen guardar las en el termo del café. Lo habitual, vamos, cuando la misma sangre comparte comedor todo un fin de semana. Y más todavía si es Navidad. Por muy daneses que sean. 





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Pelle el conquistador

🌟🌟🌟🌟🌟

Allá por el siglo XIX, aunque ahora nos parezca mentira, los suecos salían de su país para ganarse el pan y las habichuelas, y no para tumbarse a la bartola en las cálidas playas del Mediterráneo. Sí, amigos míos, y queridas mías: aunque ahora nos cueste imaginarlo, Suecia también fue un país pobre, como ahora lo somos nosotros. Eficientes y serios, los suecos de entonces inauguraron un período de paz duradero con sus vecinos, y aplicaron las ventajas de la ciencia moderna para acabar con la viruela que aniquilaba a las gentes, y con las enfermedades que arrasaban con la patata. Víctimas de su propio éxito, el país sufrió un crecimiento demográfico que hubo que aliviar con la emigración masiva. La mayoría viajó a Estados Unidos, donde nació una próspera colonia que todavía hoy nos regala esas actrices bellísimas que nos parten el corazón y nos curan el hipo. Benditos sean por siempre sus antepasados, intrépidos cruzadores del Atlántico. 

Otros, los menos pudientes, cruzaron el estrecho para buscar trabajo en la vecina Dinamarca, por entonces más rica y menos poblada. Pelle el conquistador cuenta la historia de un padre y un hijo que sobreviven trabajando como esclavos en una granja de vacas. Es una historia bellísima que lleva un cuarto de siglo formando parte de mis películas favoritas. Recuerdo que en 1989, Pelle compitió con Mujeres al borde de un ataque de nervios por el Oscar a la Mejor Película Extranjera, y que aquí en España, antes de estrenarse, los críticos y los periodistas ya se reían mucho de ella, porque decían que era un dramón muy aburrido, una cosa lacrimógena que no podía compararse con la comedia disparatada de Pedro Almodóvar. Recuerdo que Pelle el conquistador se llevó el premio entre abucheos y sollozos del personal, a las tantas de la madrugada. Al día siguiente los telediarios abrieron con la nefasta noticia. ¡Injusticia!, clamaban los periódicos de izquierdas, simpatizantes de la movida madrileña y de sus discípulos más aventajados. ¡Pierde España!, pero pierde el maricón, titulaban los periódicos de derechas, con el corazón dividido entre el patrioterismo y la homofobia. Mucha gente, en acto de venganza, no fue a ver Pelle a los cines. Los que fueron, salieron a la calle disimulando las lágrimas y la emoción, para que no les tacharan de quintacolumnistas daneses camuflados en la retaguardia.




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