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Una cuestión de tiempo

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Viajar al pasado puede parecer un superpoder de la hostia, pero luego, metido en la harina de las paradojas temporales, te das cuenta de que acabarías loco perdido deshaciendo entuertos y cagadas. Ya lo dijo Ben, el tío de Peter Parker: “Cualquier gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Y yo, desde luego, no la querría. O solo para eso que proponen en la película: ligarte a Rachel McAdams citándote con ella mil veces sin que ella se cosque de la estrategia, hasta dar con la conversación exacta y el gesto preciso que la predisponga a enamorarse. Y una vez conquistada, a tomar viento el superpoder, como quien se desprende de un reloj de oro oxidado.

Tiemblo solo de pensarlo si esta facultad de corregir tu propia biografía hubiera estado en manos de los Rodríguez de León y no de los Lake de Inglaterra. Porque en mi vida han sido innumerables los momentos ridículos, las meteduras de pata, las tonterías cometidas, las cagadas en el camino... Las cosas que dije y que me hubiera gustado desdecir, o corregir, o matizar. Los hechos que hubiera preferido deshacer, o enterrar, o borrar de los universos alternativos. Con este superpoder en mis manos -porque al parecer hay que apretar los puños para emprender los viajes temporales- me pasaría el día remendando y no viviendo. Sería un puto agobio. Un sinvivir. Viviría más, eso sí, porque podría repetir los mismos días hasta la extenuación, viviendo diez vidas en una, o mil, las que me diera la gana hasta que todo fuera perfecto, pero sé que al final me dejaría ir y navegaría junto a los demás en la única línea temporal que todos conocemos. Y que saliese el sol por Antequera.

Ligarte a Rachel McAdams -o su equivalente provincial- y poder hablar por última vez con los seres queridos: este súperpoder no sirve para mucho más. Y yo, en mi caso, ya ni eso. Porque siguiendo las reglas marcadas en la película, regresar a 1996 para despedirme mejor de mi padre significaría, que mi hijo, nacido después, ya no sería él, sino otro diferente, y eso sí que quiero dejarlo como está. Menos mal que hay cosas que no son verdad y además son imposibles. 




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Still Crazy

🌟🌟

Soy un seguidor habitual del podcast “Tiempo de culto”. Lo escucho por el monte cuando paseo con Eddie entre los viñedos. Si no hay pájaros que canten, prefiero escuchar el programa antes que atender a mis propios pensamientos, ya repetitivos y muy poco fructíferos.

Ellos se llaman a sí mismos “el podcast de los Pollaviejas”, aunque sus responsables, Paco Fox y Ángel Codón, sean algo más jóvenes que yo. Si su polla es vieja, la mía debería ser vetusta, prácticamente inservible, y yo, la verdad, no la veo tan mal cuando llegan los entusiasmos. 

Da igual. Ese no es el tema. “Tiempo de culto” no es un podcast que trate sobre pollas -aunque a veces, porque esto es un corrillo entre hombres, la conversación derive hacia lo sexual o lo escatológico- sino un podcast sobre el cine de nuestras vidas. En Fox y Codón he encontrado el punto medio entre el cinéfilo cultivado y el cinéfilo provincial. Si hay que hablar de cine clásico, pues se habla; y si hay que hablar de majaderías contemporáneas, pues también. Lo mismo reina la inteligencia que el cachondeo. A veces tomo notas mentales y a veces me parto de la risa. Unas veces encienden la pipa del crítico petulante y otras se ponen a jalear la película como aquellos Gremlins que veían “Blancanieves”. Fox y Codón no esconden sus manías, sus contradicciones, sus gustos muy personales y a veces intransferibles. Me emociono cuando encuentro en ellos el respaldo a una pedrada muy personal; me frustro cuando recomiendan una película “de culto” y yo pico en el anzuelo y quedo herido de aburrimiento, con un desgarrón en la mandíbula.

No suele suceder, pero a veces pasa. Hoy, por ejemplo, sigo curándome  la herida con el Betadine y las gasas profilácticas. “Still Crazy” es cine de rockeros para rockeros. Y nada más. No tiene ni gracia ni chicha ni ná. Los Pollaviejas la ponderaban mucho en su programa, pero me da que hace tiempo que no la ven, o que con la banda sonora ya les vale para reivindicarla. Pues vale... Po fale... Esto del cine es United Colors of Benetton y aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.





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El jardinero fiel

🌟🌟🌟🌟

El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.

    Es por eso que su esposa, que es más lista que el hambre, y que anda husmeando en los asuntos turbios de la industria farmacéutica, prefiere no contarle lo que va descubriendo en sus viajes por la sabana: que los colegas de Quayle -tan civilizados, tan británicos que no perdonan un té a las cinco ni un partido de golf si el tiempo lo permite-, están probando un medicamento en cobayas humanas que resulta ser más perjudicial que la bacteria misma, y en lugar de rehacer la fórmula, y de retrasar los jugosos dividendos que las pastillas habrán de dar en bolsa, hacen como que en África no ha pasado nada y dan órdenes de triturar documentos, incinerar cadáveres y asesinar limpiamente a los tocapelotas subversivos que impiden el libre comercio y la ganancia lícita de beneficios.



    Los hombres como Justin Quayle suelen pasar por la vida sin enterarse de nada, tan felices en su mundo que nadie se atreve a perturbarles la paz que emana de sus cabezas, como aureolas de los santos. Sólo una desgracia mayúscula, una hostia del destino como aquellos tortazos que repartía Bud Spencer en las películas, será capaz de resintonizar las estructuras neuronales del jardinero fiel, como hacíamos de pequeños con los televisores. Después de la gran hostia, Justin Quayle comprenderá que se ha equivocado de patria y de vocación, cosa que el espectador de la película ya sabía mucho antes que él. Porque cuando conoces a una mujer como la Rachel Weisz de la película, ya no puede haber más geografía que su cuerpo, ni más ideología que su sonrisa.


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Diario de un escándalo


🌟🌟🌟

“Con el paso de los años la percepción de la propia edad se desconecta de la edad verdadera. La edad verdadera sigue avanzando pero la percepción se detiene, no en la plena juventud, sino más tarde, en torno a los cuarenta años”.

    Esto lo escribió una vez Antonio Muñoz Molina -no Marujita Díaz, que en paz descanse, ni Sara Montiel, que lo mismo digo- y cuando lo leí, pasados con creces mis cuarenta años, me reconocí al instante en sus palabras. Y aún más: porque yo, en mi fuero interno, vivo instalado en una hoja muy anterior del calendario, en un martes o miércoles de Copa de Europa de hace quince o dieciséis años. El Real Madrid las pasaba canutas en el Westfalenstadion de Dortmund, a punto de ser eliminado con deshonra en la fase de grupos, y yo, que por entonces ya era padre, y marido y funcionario sin tacha, comprendí, mientras me mordía las uñas y me revolvía nervioso en el sofá, en un momento de lucidez único que sólo volveré a tener en las cercanías de la muerte, que nunca saldría de esa tontuna, de ese apego a la nadería. Que la vida pasaría, pero que yo sería más o menos el mismo de siempre hasta el cese de las constantes vitales: Álvaro Rodríguez, nacido en León, exiliado en el Bierzo, con sus gracias y sus desgracias, sus bondades y sus defectos, y que la madurez era una aspiración imposible que no iban a prestarme ni las canas ni las arrugas, espejismos en el espejo.



    Al personaje de Judi Dench, en Diario de un escándalo, le pasa algo parecido con la percepción de su propia edad. Pero ella, a diferencia de Antonio Muñoz Molina, y de yo mismo, y de otros muchos y muchas que padecemos el mismo fenómeno disociativo, parece vivir en la inopia de tal incongruencia. Ella no va por la vida consciente de su desfase horario, de su impostura con la edad. No se reconoce en el espejo, no le echa ironía al asunto, y una mañana tontorrona, a principios de curso, viene a enamorarse de la compañera más joven y más guapa del claustro de profesores. De la mujer más improbable e inalcanzable. Nada grave, en realidad: un secreto, un amor imposible, un alivio solitario entre las sábanas si no fuera porque la mujer amada comete un error inverosímil, un desatino de manual, y queda a merced de quien la ama desde el rencor y el deseo, la admiración y la maldad…



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La librería

🌟🌟

Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.  

El primer día se asomarían por curiosidad, sin poner los pies dentro del local, como si el suelo fuera a darles una descarga eléctrica. Como haría yo, sin ir más lejos, si alguien montara un sex-shop junto a la panadería de la señora Tomasa. Mi vecinos, por la librería, asomarían la boina, o la punta de la cachava, y me saludarían cortésmente antes de salir pitando a sus asuntos del regadío, o de la poda de los árboles. Quién coño iba a comprar un libro en un pueblo en el que nadie lee. En el que además no es necesario leer porque aquí triunfa la sabiduría ancestral del huerto cultivado, del árbol frutal, de las viñas que producen su uva con la regularidad de los siglos. Y buenos chalets que se gastan, y unos todoterrenos de la hostia, y unas motos del copón para los hijos, estos supuestos iletrados. Y buenos pisos para las hijas en la capital, y buenos ahorros para irse de mariscada quince días a Galicia cada verano. El dinero cae de los árboles por estos pagos y todo el mundo se siente satisfecho con la vida. No hace falta leer ningún libro para sentirse realizado. Para qué demonios los perifollos de los poetas, o los circunloquios de los filósofos.  El último libro expuesto al público que se vio por estos lares fue la guía telefónica, de gran utilidad en aquellos tiempos de teléfonos sin agenda y sin internet.




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