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Capote

🌟🌟🌟🌟

De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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Foxcatcher

🌟🌟🌟🌟

Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



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Moneyball

🌟🌟🌟🌟🌟

Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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