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Barry Lyndon

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Una voz interior -la más tocacojones y desalmada que poseo- me iba susurrando todo el rato que “Barry Lyndon” se ha quedado un poco vieja y parsimoniosa Me repetía, la muy víbora y analítica, que un 10% del ADN de Martin Scorsese hubiera venido de perlas -las perlas de la condesa de Lyndon, por ejemplo- para aligerar su excesivo minutaje y no ir perdiendo fuelle con el paso de las décadas. Pero yo, a esta voz interior, cuando se pone a rajar sobre según qué películas del santoral, prefiero no hacerle caso y enmudecerla con el soliloquio que habla de la belleza inmortal de los clásicos. Porque mira qué es bonita, “Barry Lyndon”, como una sucesión de cuadros expuestos para el paseante de su museo... Yo, por supuesto, también tengo mis niños mimados, y mis niñas consentidas, y aunque soy consciente de sus muchos defectos no permito que nadie se meta con ellos en mi presencia, aunque sea una voz propia que nace de mis viejos instintos de cinéfilo.

En cualquier caso, las tres horas de “Barry Lyndon” encajaban como un guante de seda en las tres horas largas de esta siesta casi veraniega. Hay poco que hacer en La Pedanía entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando más aprieta el sol y no corre un soplo de aire por las callejuelas. Esto, por supuesto, no es la Irlanda civilizada de Redmon Barry, donde el verano es apenas una molestia pasajera. Esto es el trópico trasplantado a un valle perdido del Noroeste Peninsular, rodeado de montañas que impiden la ventilación y multiplican la sensación de encierro en una prisión. 

Cuando Marisa Berenson apareció en mi televisor aletargada en su bañera, semidesnuda, esperando que la vida se pusiera en marcha más allá de los muros, me he sentido como reflejado en un espejo, yo que también yacía lánguido en mi sofá, desnudo de cintura para arriba, esperando que el sol dejara de filtrarse por las lamelas para anunciar que ya iniciaba su descenso a los infiernos, donde repostará el calor necesario para seguir molestando mañana por la mañana. 





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