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Harry y Tonto

🌟🌟🌟🌟

Harry es un septuagenario al que las autoridades derriban su apartamento en Nueva York - sin ninguna Ada Colau que pueda defenderlo- y se queda con dos maletas en plena calle, obligado a recurrir a sus hijos para encontrar refugio y acomodo. 

    Tonto -llamado así en la versión original- es el gato romano que lo acompañará en su inesperado peregrinaje por las residencias de los vástagos. Porque el primer hijo, que vive en la misma Nueva York, es un tipo majete, predispuesto, cariñoso con su padre, pero apenas dispone de espacio libre para ubicarlo; y tiene, además, porque estas cosas suelen pasar, una esposa gruñona que no parece muy cómoda con el apaño habitacional para su suegro. Harry tendrá un gato llamado Tonto, pero no tiene ni un pelo de ídem, así que rápidamente comprende su situación de estorbo viejuno y decide cruzar Estados Unidos para encontrar otro hijo que le acoja. A él y a su gato, por supuesto, que viajan en pack indivisible, e innegociable.

    Pero los otros dos retoños, ay, viven donde los primeros exploradores de las Américas perdieron el mechero: la hija -que se lo quitará de encima con cuatro diálogos muy tiernos pero disuasorios- reside en Chicago, en el centro de las llanuras, y el hijo -que le recibirá con los bolsillos vueltos del revés porque no tiene ni donde caerse muerto- en Los Ángeles, en las orillas del otro océano jamás pensado por Harry. Ni por Tonto.

    Lo de los hijos, en realidad, sólo es el mcguffin, la excusa argumental de la película. Harry y Tonto no va de relaciones paternofiliales, o casi no. El meollo del asunto es el viaje en sí, from coast to coast, porque en realidad estamos en una road movie que le sirve al viejo Harry para ir charlando con sus coetáneos sobre las cuitas de la vejez, de la pitopausia, de los hijos desdeñosos. A veces, para no perder el foco de la realidad, Harry y Tonto se cruzan con jovenzuelos en la flor de la edad que le hablan del flower power, de las comunas, de la meditación transcendental. De esa otra América que se refugió de los problemas morrocotudos tras el humo de los canutos. 

Harry y Tonto, como dirían los pedantes, viene a ser un fresco de la América que vivía y se desvivía por los años en que yo nací. 





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El gato conoce al asesino

🌟🌟

"Cine noir mezclado con deliciosa comedia", leí hace unas semanas en la revista de cine a propósito de El gato conoce al asesino, jocoso-thriller de los años setenta. "Deliciosa", decía el crítico especializado...

    Hay que joderse. Vaya truño de experiencia. O algunas películas han cogido demasiado polvo, o yo he cogido demasiados prejuicios, demasiadas distancias con según qué cine. Será eso. El gato conoce al asesino es una película a ratos incomprensible, de tan enredosa que resulta, como si hubieran hecho un remake de El sueño eterno pero sin el carisma de Humphrey Bogart, ni la belleza de Lauren Bacall. Robert Benton, director y guionista del asunto, se debió de coscar de estas inconsistencias durante el rodaje, y a veces detiene la acción -vamos a llamarla así- para que sus personajes hagan resúmenes de la trama delictiva, y no perderse ellos mismos en sus farragosas deducciones:

    - Vamos a ver si me aclaro: Fulano mató a Mengana y luego robó a Zutano para encubrir a Perengano...



    Pero no es lo detectivesco lo peor de la película, porque al fin y al cabo, siempre que hay un investigador acechando y un criminal campando a sus anchas, uno tiene, desde los tiempos infantiles de Colombo o de Mike Hammer, el hábito reflejo de mirar y atender. Lo peor son los trazos de comedia, que son bobos, y estrafalarios, protagonizados por esa actriz tan adorada por los americanos y tan desconocida por estos lares llamada Lily Tomlin. Cuando te pones a contar chistes en mitad de un asesinato sangriento, hay que tener mucho cuidado de no caer en el abismo del ridículo. Y aquí, desde la primera gracia metida con calzador, la película se va despeñando en caída libre como la figura de Don Draper al inicio de Mad Men. No pega, no cuela, no casa, este intento pre-tarantiniano de buscar la descojonación en presencia de un cadáver destripado.

       Y así, muerto a muerto, parida a parida, el bostezo se fue adueñando de la medianoche dominguera. Regresaron los partidos de fútbol a la memoria, los de hoy, y los del sábado, en moviola continua de alegrías y frustraciones. Y mientras se me iba la pinza por los céspedes del balón, ellos, los detectives inverosímiles, seguían buscando al gato de marras, y al asesino que sólo él conocía. 




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