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El hoyo

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El otro día, en el bar, un hostelero simpatizante de VOX me explicaba la teoría neoliberal del precio de los cafés. Decía que si los rojos queríamos a los camareros bien pagados y bien asegurados -porque ésa era la discusión, la explotación horaria y monetaria- tendríamos que pagar el cafelito a 1’70, o a 1’80 euros, para que luego el empresario, con esos céntimos de más, siempre pensando en el bienestar de sus empleados -prohombre, antes que hombre, humanitario, antes que humano, creador de empleo, antes que ávido de beneficios- pudiera subirles el salario y no tenerlos sirviendo copas de sol a sol, o de luna a luna, si ya no hablamos de cafés, sino de gin tonics y de whiskazos, en los locales donde la purria, antes del coronavirus, buscábamos el amor y el consuelo y siempre salíamos igual de solos pero más pobres. De cartera y de espíritu.

Yo le dije que de acuerdo, que dónde había firmar, si él me aseguraba que mis 30 céntimos de más irían directamente al bolsillo del estudiante, del inmigrante de la mujer que se desloma  yendo y viniendo entre las mesas. Al bolsillo de mi hijo, sin ir más lejos, que es lo que al pobre le va a tocar hacer en la vida. Lo que pasa es que todos sabemos que esto no funciona así. Se me ocurren cien argumentos. Lo sé yo, que soy un bolchevique trasnochado, pero también lo sabe mi conocido, que de tonto no tiene un pelo, aunque él defienda la utopía neoliberal porque de algún modo extraño la asimila con el franquismo sociológico, y con que los catalanes son todos unos  hijos de puta. Esa extraña mezcolanza...

La teoría de la copa que rebosa champán en la cúspide y alimenta la pirámide de copas que viven debajo es una falacia. Una metáfora fallida. Porque las copas de arriba, cuando hablamos de seres humanos que buscan el beneficio, no tienen bordes, como aseguraba el señor Smith, y por lo tanto tampoco tienen desbordes. Como los extremos del Madrid. Sólo a golpe de huelga, de revolución, de meter un poco el miedo en el cuerpo, los rojos, hemos seguido abrir agujeros en el cristal, por el que mana el precario bienestar que nos mantiene. Pero siempre así: a regañadientes, a brazo partido, perdiendo más batallas de las que ganamos.




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Hierro

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Yo también vivo en una isla, pero no rodeada de agua, sino de montañas. Un circo geológico que a veces también es un circo político, según quien gobierne, o un circo al que le crecen los enanos, cuando hablamos de economía popular. Es por eso, quizá, que viendo la serie Hierro he creído entender la idiosincrasia de la isla canaria-su estrechez geográfica, su aislamiento orgulloso- y también su madeja social, porque allí, como en mi isla peninsular, todo el mundo es pariente de alguien o amigo de alguien, o las dos cosas a la vez, y es imposible hablar mal de una persona a sus espaldas sin que se entere a la media hora por un cotilleo. Me pasó a mí, en los primeros tiempos en esta depresión paisajística, que alguien te ofendía, y se lo contabas en confianza a las amistades recién hechas, y no sabías que tu oyente era precisamente un agente secreto, un topo del aludido, que tomaba buena nota del asunto mientras sonreía y te daba la razón como a los tontos, qué barbaridad, ay que ver, cómo es la gente por aquí, ya te irás acostumbrando y tal…. Uno, como la jueza Candela de la serie, siempre era el último en enterarse de que habías quedado como un gilipollas.


     Sucede, además, que este valle donde yo vivo también es un lugar muy hermoso, de altas montañas y paisajes de vértigo, y tiene decenas de rincones que cuando yo llegué decoraban las postales de los estancos, para los turistas que todavía no tenían cuenta abierta en Instragram. Aquí también se podría rodar una serie de Movistar + donde se diera un contraste muy dramático entre la belleza del paisaje y la negrura del alma humana, porque siempre habrá alguien deseando a la mujer del prójimo, o los bienes ajenos, o ganar mucha pasta por caminos poco legales. Una tradición seriéfila que empezó seguramente con Twin Peaks, que transcurría en un bosque casi encantado, como de los elfos americanos, y que bien podría continuar aquí, en este Noroeste que no es ni Galicia ni León, en la isla del Carbón, más que del Hierro, donde no hay plataneros sino castaños, pero donde todo el mundo tiene las mismas debilidades que los herreños, y los madrileños, y los indígenas del Paraná…





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Todo sobre mi madre

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Hoy que he vuelto a verla, he constatado que apenas recordaba cuatro pinceladas de Todo sobre mi madre, la película de Pedro Almodóvar que hace unos años fue el tema de conversación nacional: la gracia de Antonia San Juan, la belleza de Cecilia Roth, la mamarrachada del Toni Cantó prepolítico y precentrista. Maldita memoria... ¿Será la edad, que me traiciona? ¿Será la película, que se diluye? ¿Será Almodóvar, que se me queda desfasado? No lo sé. Ni soy un hombre provecto, ni la película, inclasificable, se merece este desatino mío de las neuronas. Ya estoy cansado, además, de filosofar sobre estas cosas, como un griego de hace dos mil años rascándose la cabeza frente el mar Egeo. ¿Son las canas, que me ofuscan? ¿Son las comedias, que no resisten el paso del tiempo? Paparruchas... Es la segunda ley de la termodinámica, tan concisa como fatídica, que todo lo jode y todo lo arruina, la vida y los recuerdos, las buenas películas de Almodóvar y los truños "personales" que a veces nos endilga.
        


 



            De todos modos, no soy el único que va confundiendo en la filmografía de Almodóvar a los travestís y a los travelos, a los transexuales y a los julandrones. A las locazas y a las drag queens. A los homosexuales declarados y a los maricones encriptados. Es un universo que Almodóvar ha convertido en familiar gracias a sus películas, pero que en realidad ni domino ni me interesa. Que cada uno encuentre su madriguera, y que todo el mundo sea feliz, eso sí. Hay una idea central que aflora en casi todos los guiones de Almodóvar, una filosofía esencial que nunca he comprobado ni compartido: ésa de que todos los heterosexuales, hombres y mujeres, somos en realidad bisexuales reprimidos, pero que nunca hemos encontrado la ocasión o el acicate. Por muy pesado que se ponga don Pedro, a mí no me ponen las pollas. Si acaso la mía, pero porque es mía, y la quiero mucho, y juntos hemos sufrido muchas hambrunas y desventuras. 
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