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Lawrence de Arabia

 🌟🌟🌟🌟


Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





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El loco del pelo rojo

🌟🌟🌟


A la salida del Museo Van Gogh, en Ámsterdam, pasan por una pantalla todas las recreaciones que el pintor ha tenido a lo largo de nuestra vida de espectadores. Sale un minion con la oreja vendada, y Martin Scorsese en su papel de “Los sueños”, y  la recreación por ordenador que hicieron de Van Gogh en “Loving Vincent”. Sale hasta Willie, el de “Los Simpson”, que no necesita ninguna caracterización porque ya se parece un huevo de por sí, con el pelo pajizo y la mirada de enajenado. Willie, a su modo, también crea arte segando la hierba del colegio, dibujando arabescos y abstracciones que solo Lisa Simpson sabe apreciar por las mañanas.

De todas las recreaciones de Van Gogh que allí se ven, la más famosa, sin duda, es la de Kirk Douglas en “El loco del pelo rojo”. O, al menos, es la más famosa entre los cincuentones como yo, que vimos la película en la tele de nuestra infancia y ya nos quedamos para siempre con la cara del personaje. Para mí Van Gogh es Kirk Douglas y punto pelota. Incluso cuando paseas por el museo y contemplas los autorretratos del pintor -todos parecidos, pero todos diferentes- hay una pequeña parte del cerebro que espera encontrarse en cualquier rincón con la cara de Kirk Douglas para hallar la paz de una pincelada definitiva.

T. y yo pasamos la mañana en el museo, la tarde en los canales, y luego, por la noche, en el hotel, nos pusimos a ver “El loco del pelo rojo” en una versión subtitulada que el wifi de los holandeses, tan europeo y tan moderno, descargó en un santiamén en mi ordenador. La película, la verdad, es una castaña. La sostienen Kirk Douglas y su parecido sorprendente. Lo otro es diálogo engolado y decorados de cartón piedra. Solo cuando aparece Anthony Quinn aquello toma un vigor y un resoplar, como de viento de la Martinica. T. y yo pensábamos profundizar en el personaje de Van Gogh después de la “museum experience” y nos quedamos más o menos como estábamos. Terminamos concluyendo que a Vincent le hubiera venido de perlas un tratamiento con litio. Quizá no hubiera pintado lo que pintó, pero hubiera llevado la vida que siempre soñó, recostado entre los trigales.





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La hora 25

 🌟🌟

El programa de radio Hora 25 se emitía originalmente de 00:00 a 01:00 de la madrugada, que era propiamente la hora 25 del día, y la primera del día siguiente. Lo de “hora 25” era como una metáfora del tiempo extendido. Una prórroga de la jornada. Ahora que ha terminado el día, vamos a diseccionarlo con tranquilidad, venía a ser el eslogan. Recuerdo la voz tan peculiar de Manuel Martín Ferrand, y también la de José María García, que tenía un pequeño espacio para los deportes. Poco después, García se separó de la célula madre y fundó su propia biología, porque necesitaba más tiempo para cantar y contar las verdades del barquero, y los desmanes de los chupópteros y los lametraserillos.

    Mi padre escuchaba Hora 25 cuando llegaba a casa del trabajo, en la mesa de la cocina, mientras cenaba un plato frío que mi madre le dejaba en aquellos tiempos sin microondas. Yo, no sé por qué, a veces estaba despierto a esas horas, zumbando por la casa, y me sentaba a su lado para preguntarle por la película que daban en el cine, y si estaba prohibida o no para menores de 14 años. Y luego, porque mi padre era de pocas palabras, nos quedábamos en silencio, y escuchábamos la radio. Ahí cogí este vicio nocturno que todavía me acompaña, y que luego hizo metástasis en lo diurno, y que me obliga a llevar un pinganillo casi a todas horas, mientras friego los platos, o camino con Eddie, o dejo que el sueño descienda sobre mi cabeza. Cualquier cosa, menos pensar...

    En la película que he visto estos días -a cachos, a saltos, porque había fútbol y la verdad es que es aburrida de narices- la hora 25 es la metáfora de la última hora de vida. La que se concede a los infortunados de la guerra antes de caer en combate, o de ser fusilados en el campo de concentración. La metáfora está bien y tal, y es más antigua que el programa de la radio. Pero la película es un porro: la historia de un bobalicón al que le pasan mil desgracias y siempre sonríe como si le hubiera tocado la lotería. Un pre-Forrest Gump descabalado que sólo se sostiene porque Anthony Quinn llena la pantalla como nadie. Qué grande era, en todos los sentidos.




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La Strada

🌟🌟🌟🌟🌟

Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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El secreto de vivir

🌟🌟🌟

En la última escena de Las sandalias del pescador, Anthony Quinn anunciaba desde el balcón engalanado del Vaticano que la Iglesia empeñaría todos sus bienes para ayudar a los millones de chinos que sufrían una hambruna sin igual, e impedir, así, una escalada de tensión internacional que desembocara en la III Guerra Mundial. La película acababa con el papa sollozando, las masas vitoreando su iniciativa, y los líderes comunistas del mundo -que seguían el anuncio por televisión- esbozando una sonrisa de gratitud como si en verdad acabaran de conocer a Jesucristo que regresaba a la Tierra tras su triunfal gira interestelar.

    No tengo constancia de que Morris West escribiera unas nuevas andanzas de tan hidalgo pontífice, así que nos quedamos sin una novela -y sin una película- que por fuerza tenía que ser altamente interesante: ¿cómo se las arreglarían los cardenales, la CIA y el Fondo Monetario Internacional para cargarse a este fulano? ¿Utilizarían a la consabida monjita que sirve el café envenenado con una sonrisa? ¿Contratarían a un asesino para que se lo cargara de un disparo certero desde la azotea? ¿O simplemente lanzarían una campaña de difamación que lo tildara machaconamente de comunista, de bolivariano, de filo-terrorista etarra, para que su mandato divino fuera terrenalmente revocado?


    En El secreto de vivir, Gary Cooper es un pueblerino lejanamente emparentado con un ricachón de Nueva York que acaba de morir. La suma que heredará será de veinte millones de dólares, que si ahora es dinero, lo era mucho más en el año 1936, y en plena Gran Depresión además. Cooper es un simplón que vivía tan feliz tocando la tuba y regando hortensias. Haciendo el bien entre los demás. Pero ahora la lluvia de millones lo atosiga, lo llena de responsabilidades, y varias veces en la película siente la tentación de renunciar a su fortuna y regresar a la aldeana frugalidad. Pero en su corazón ha brotado el amor -y el amor por Jean Arthur, además, nos ha jodido- así que permanecerá en Nueva York y aprovechará sus muchos caudales para cortejar a tan bella y seductora damisela.




    Alejado de su aldea, Cooper conocerá la realidad hambrienta, desesperada, de gran parte del proletariado americano, y en un arranque papal de generosidad decidirá gastar su fortuna en comprar tierras, dividirlas en parcelas y entregárselas a los trabajadores más necesitados. Su anuncio, como el del papa en la otra película, provocará un estallido de júbilo entre las masas, pero las fuerzas vivas del capital rápidamente maniobrarán para amordazarlo. 

    Como esto, después de todo, es una película de Frank Capra, y los malos siempre son un poco de opereta y un poco merluzos, en vez de cargárselo con un atropello, o con el disparo de un gángster, decidirán, simplemente, denunciar ante los tribunales que Cooper está loco, loco de remate, por ser tan desprendido y tan poco responsable con el dinero. Una estratagema bastante tontaina que sin embargo pondrá al millonario contra las cuerdas, y nos regalará ese juicio del final que no tiene ni pies ni cabeza, inverosímil, infantil, pero que sin embargo logra arrancarnos la sonrisa tonta, la lágrima bonachona.




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