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Breaking Bad. Temporada 5

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“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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Breaking Bad. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟🌟


Sí, la temporada 4, sin haber repasado las tres anteriores, porque T. llegó a casa como un vendaval y me pidió que le chutase mis viejos DVD para seguir la trama donde ella la dejó, justo cuando Walter y Gustavo deciden matarse a la primera oportunidad.

T. -que venía muy agitada, un tanto demacrada desde la última vez que la vi- me dijo que no podía aguantar más, que desfallecía, que confesaba ser una adicta a la serie y vivir descoyuntada desde que salió conduciendo de su pueblo. Que las pocas horas que había pasado sin su dosis de metanfetamina  habían sido para ella como el sueño del mono loco, o como la última abstinencia de Renton en “Trainspotting”.

Mientras yo rebuscaba los DVD en la estantería del salón, T. me confesó que llevaba días sin apenas dormir, amorrada al logotipo de Netflix y a la cabecera del Bromo y del Bario. Que no atendía los recados, que apenas comía, que ya ni siquiera descolgaba el teléfono ni atendía a los wasaps. Que por eso había estado perdida, asociable, incomunicante... Que se había encerrado en casa a cal y canto, a pestillo puesto y a persiana bajada. Que la perdonara, pero que la culpa era mía, por haberle recomendado la serie semanas atrás, “¿Cómo es posible que nunca hayas visto “Breaking Bad”..?

Me dijo, nada más desplomarse en el sofá, que a la porra las películas que teníamos programadas, y las otras series, y la vida más o menos en general. Que ella consumía la droga televisiva más pura y ya no podía detenerse. La droga que fabrica Walter White en los desiertos de Nuevo México y que luego vende Vince Gilligan a 11 euros la suscripción. Me dijo– impaciente, nerviosa, casi atacada, porque el viejo aparato tarda en cargar los DVD y primero salen las advertencias de la autoridad- que las horas pasadas lejos de Albuquerque le habían parecido el decimoquinto círculo de los infiernos. Pero que no se engañaba, y que era plenamente consciente de su adicción, y que yo, que también había pasado por estos trances, tenía que entenderla y arroparla. Y ponerle los DVD de una puta vez... Y sentarme a su lado para hacer de pañuelo de lágrimas, y de alivio de tensiones, y de confidente de teorías.





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Breaking Bad. Temporada 1

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1. Hace mucho tiempo, en una galaxia personal muy diferente, daba comienzo en mi televisor la primera temporada de Breaking Bad. El mundo de los enterados iba ya por la segunda temporada, y desde su puesto avanzado en la expedición anunciaban que esta serie era distinta a todas las demás. Existía un consenso infrecuente sobre una ficción que decían singular, violenta, dramática, ingeniosa, cómica por momentos. Leías el periódico, comprabas la revista, escuchabas la radio, y todo era Breaking Bad por aquí y Breaking Bad por allá. Ya no recuerdo si primero descargué algunos episodios en internet y luego, ya convencido, compré los DVDs en las rebajas, o si me lancé directamente a por ellos en un acto de fe religiosa. Sólo sé que antes de enfrentar la primera tabla periódica con el Br-omo y el Ba-rio que sobresalían, salía un tío en calzoncillos en mitad del desierto, armado con un revólver, enfrentado al destino policial que venía aullando por la carretera. Aquella extravagancia podía ser el inicio de una gran decepción o de una gran aventura. El resto ya es historia.




2. Ninguna ficción permanece mucho tiempo en la superficie de mi memoria. No diré que me parezco al protagonista lamentable de Memento, pero casi. Incluso las series más amadas, o las películas más estimadas, se hunden sin remedio en mi fango neuronal, y sólo de vez en cuando, como burbujas de gas que pronto explotan, emergen escenas sueltas o diálogos aislados que se quedan temblando en el ambiente. Paso mucha vergüenza cuando me pillan en estos olvidos, que son mares, más que lagunas, pero esto de ir desmemoriado por la vida tiene una gran ventaja: puedo rescatar las series del barro y volverlas a ver como si fuera la primera vez. Es lo que estoy haciendo ahora con Breaking Bad. Todo me parece nuevo, sorprendente, vestido para el estreno. Sólo algún recuerdo vago y fastidioso ensombrece esta experiencia incomparable, tan cercana al nirvana de la tábula rasa.



3. El dinero no cambia a la gente: sólo la descubre, dice la sabiduría popular. Algo parecido ocurre cuando se padece una grave enfermedad. Su primer efecto es que rompe las máscaras, desanuda la lengua, libera el espíritu. Deshace los fingimientos, las tonterías, las filosofías impostadas.  En el caso de Breaking Bad, el cáncer de pulmón no cambia al personaje de Walter White. No lo "vuelve malo", haciendo una traducción chapucera del título. Sucede que el verdadero Walter White vivía sepultado, acobardado, sujeto por las convenciones. Llevaba muchos años creyéndose un fracasado, un pusilánime, un ciudadano como los demás. Pero era mentira. La enfermedad que va a matarlo en pocos meses caerá sobre él como un rayo que romperá los barrotes de su prisión. La inteligencia sumada a la desesperación creará ese gánster de leyenda que en Albuquerque y alrededores llaman Heisenberg.




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