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Brokeback Mountain

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Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Sentido y sensibilidad

 🌟🌟🌟🌟🌟


Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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La tormenta de hielo

🌟🌟🌟🌟

Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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