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Mad Men. Temporada 4

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En el Olimpo de las Series Dramáticas -que es un monte muy parecido al que hay en Grecia pero situado en California- viven tres diosas elegidas por una especie de consenso universal: “Los Soprano”, “The Wire” y “Breaking Bad”. Criticarlas es blasfemar y supone pasar seis temporadas en el infierno. Si alguien se mete con ellas o pretende rebajarlas de categoría, los sacerdotes del templo le echan a pedradas para que huya por la ladera. Y si alguien trata de introducir otra serie para convertir la Trinidad en Tetrarquía, los vigilantes se descojonan de su ocurrencia y luego lo despeñan por un barranco que hay en la cara sur de la montaña. Sea como sea, vivo o muerto, quedas excomulgado.

Es por eso que yo no me atrevo a proponer “Mad Men” como nueva diosa en el panteón. O bueno, sí, me atrevo, pero aprovechando este blog ignoto donde vienen a buscar las raspas los cuatro gatos del callejón y a veces ni eso. Acabo de terminar la cuarta temporada y sigo enganchado como una beata a su virgencita. “Mad Men” me parece una obra maestra y ya no tiene pinta de decaer. La primera vez que la vi me gustó pero le puse algunos reparos. Ahora ya no. 

La serie, por supuesto, es la misma de entonces, pero en los últimos diez años yo he vivido más experiencias que en los cuarenta anteriores, aunque al final todas hayan terminado en desastre o en tragicomedia. No he cambiado, porque nadie cambia, pero he acumulado honduras y argumentos. Si ya vivía convencido, ahora lo estoy más: la fachada importa, el dinero decide, el sexo nos impulsa... Entre un publicista de Madison Avenue y un mono de la selva sólo existe un sombrero y un maletín. Y un paquete de Lucky Strike.

Lo que no he conseguido, ay, pero que es que ni por asomo, ni por el forro de los cojones, es parecerme un poco a ese suertudo llamado Don Draper. El tipo es imbatible. Qué elegancia, qué presencia, qué dominio de las situaciones mujeriles... Qué hijo de la gran puta. Qué suerte. Qué genes. Qué poderío y qué magnetismo. Qué manera de fumar, de sacar el boli, de mirar de soslayo... Jopetines. Unos tanto y otros tan poco. ¿Para cuándo una revolución comunista de la sexualidad?




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Mad Men. Temporada 3

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Mira que hay cosas cojonudas en “Mad Men” -los guiones, los pibones, los estilazos, los cursos gratuitos de seducción que ofrece Don Draper a los desheredados- pero quizá lo más acojonante y provechoso sea ver a los ejecutivos de “Sterling & Cooper” despachando sus reuniones de trabajo. Es... otro mundo. La arcadia de la eficacia. Yo, desde luego, como funcionario de tropa, lo flipo en colores.

Los tipos trajeados se saludan, se ponen un copazo, van al grano de sus quejas o de sus exposiciones, se dicen que sí con una sonrisa o se dicen que no con un apretón de manos, y en quince minutos dejan resuelto un asunto trascendental que afectaba a la estructura de la empresa o la satisfacción de un cliente adinerado. No pierden ni un minuto de su tiempo valiosísimo. 

Tras alcanzar el acuerdo o el desacuerdo, Roger Sterling regresa a los campos de golf, Bertram Cooper a sus siestas, Don Draper a sus affaires extramatrimoniales y los demás -los más subalternos de la trama- a seguir trajinando whiskies mientras revoletean alrededor de las secretarias. Y lo enumero sin acritud: la vida es eso que sucede más allá del trabajo, por muy creativo o lucrativo que sea, y estos tipos hacen muy bien en defender sus relojes como soldados acorazados. 

Mañana mismo, sin ir más lejos, está convocado un claustro de profesoros y profesoras en el colegio, y yo me acordaré mucho de “Mad Men” cuando nuestro parloteo se convierta en el reverso improductivo y coñazo de sus reuniones ejecutivas. Los asuntos mínimos serán debatidos hasta la extenuación, y los importantes -por llamarlos de algún modo- quedarán irresolutos para siempre. Nada cambia jamás porque, además, entre otras cosas, se trata de que nada cambie. Fulanita contará no sé qué pirula personal y Menganito se irá por las ramas de su ombligo con pelusas. Nadie levantará la voz para decir “vamos al grano”. Se trata de estar allí, de calentar la silla, de cumplir con el horario. De figurar. De hacer que se hace. Y no es moco de pavo: dado nuestro absentismo laboral -que en “Sterling & Cooper” sería intolerable- el mero hecho de estar en la reunión ya es un mérito comparable al de satisfacer a los dueños de Lucky Strike con una campaña publicitaria. 




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Mad Men. Temporada 2

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Creo que recordar que “Mad Men” se diluía a partir de la tercera o cuarta temporada, justo cuando el capitán se iba a comer y los marineros tomaban el barco. Es decir, cuando Don Draper cedia protagonismo a las historias -historietas- de todo quisqui que pululaba por las oficinas de "Sterling & Cooper". 

“¿Cómo estiramos el chicle de la serie?”, se preguntaron entonces los guionistas. Pues una de dos: o le buscamos nuevas amantes a Don Draper -y ya no tendría horas del día para complacerlas a todas- o le damos voz a las secretarias y a los subalternos que hasta entonces, la verdad, nos importaban más bien poco. Eran interesantes cuando aportaban la pincelada, el detalle, la mirada diferente. El caleidoscopio, que se dice. Pero sus rollos personales nos desviaban la atención y nos colmaban la impaciencia. Solo cuando Don Draper reaparecía en escena y retomábamos el Cuaderno de Tácticas Seductoras para tomar nota de su modus operandi, parábamos el avance rápido del DVD y regresábamos a las viejas esencias de la serie. 

Sucedía, además, si la memoria no me falla, que January Jones (esa mujer que sólo un CGI inconcebible puede recrear, porque a mí que no me jodan, pero esta mujer es de mentira) quedaba descolgada por completo de la trama troncal y empezaba a engordar, y a desbarrar, y se volvía tan arpía como incoherente. La serie, por entonces, ya se dedicaba más al estilismo que a otra cosa -los vestidos, las joyas, la decoración de interiores- y aquellos diálogos cargados de primeras y segundas intenciones quedaban en segundo plano, casi como excusa para lucir el vestido de noche o la americana de ejecutivo.

Digo todo esto porque la segunda temporada de “Mad Men” todavía es una obra maestra de la tele. A la altura de cualquier serie mítica que se nos ocurra. En gran parte por lo que dicen los personajes, pero también por lo mucho que callan. Por ese acontecer sin prisas, sin acelerones, sin sorpresas de culebrón. Por ese estilazo en los machirulos y por esa contención en las mujeres. Por esa sofisticación tan sofisticada que ni siquiera la reconoces como tal. 




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Mad Men. Temporada 1

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Yo de mayor quiero ser como Don Draper. Ya tengo un tercio de camino recorrido: tengo las espaldas tan anchas como él y una estatura inusual que impresiona a las mujeres predispuestas. Como Draper, estoy por encima del estándar celtibérico, pero también por debajo del desgarbado nórdico que ya resulta excesivo en su gigantismo. Por ahí sumo unos cuantos puntos. Podría ponerme sus mismos trajes cortados a medida y pareceríamos casi hermanos; o, al menos, compañeros de trabajo en Sterling & Cooper. Pero yo, ay, soy un hombre muy dejado, poco dado a vestirme bien. Tengo la percha, pero carezco del perchero. Y además no quiero tenerlo. No me sale. Prefiero tapar mis vergüenzas con cualquier prenda del Carrefour e invertir lo sobrante en los vicios habituales: más libros inútiles, y más películas en Blu-ray, y más pedidos de pato a la naranja al restaurante chino de la esquina. Me gustaría ser como Don Draper pero no invierto los dineros necesarios.

Bien afeitado y bien perfumado, con el corte de pelo impoluto, trajeado de Armani o al menos de Emidio Tucci, aún tendría que pasar por el taller para que mi sonrisa fuera como la de Draper, de desarmar a las mujeres y de convencer a los clientes de que mi idea publicitaria es cojonuda. El mentón, bueno, podría trabajármelo, con ejercicios de tensión y tal, pero el hoyuelo se lo dejo a Don Draper porque eso ya depende de la genética y tampoco quiero pasar por un cirujano maxilofacial. 

Y aun con todo eso, invirtiendo mis fondos bancarios en ropajes y en remozados, me faltarían los andares, que se pueden imitar pero nunca quedarían genuinos. El andar va intrínsecamente unido a la personalidad, proviene de las fuentes muy profundas del ser, y si uno no es chulo y sin remedio, consciente del impacto sexual que causa entre las mujeres, no hay manera de pasear por las alfombras para que nadie vuelva a hacer una conquista sobre ellas: la pisada firme pero pausada, la espalda recta, el gesto altivo, la mirada de acero con los hombres y de mermelada un poco ácida con las mujeres. Eso es puro ADN. Se tiene o no se tiene. Inimeteibol. 




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Una joven prometedora

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Dice mi amigo que si él fuera mujer saldría a la calle con una pistola en el bolso. Una de pega, pero que acojone de verdad. Una réplica exacta del Colt 45 traída de Taiwán.

Mi amigo se mueve por la vida nocturna y sabe lo que se cuece. No hay mujer que salga sola, o que se quede sola en la barra del pub, que no reciba una invitación para abandonar esa soledad. Mi amigo me asegura que enseñaría la pistola a cualquiera que se acercara; que le daría igual el baboso que el educado, el que se retira a la primera que el que insiste en molestar. El buenazo que el crápula; el borracho que el cortés; el malhablado que el bienhablado. Todos iguales, dice él. Me asegura que al primer “Hola, ¿estás sola?”, al primer “¿Estudias o trabajas?”, al primer “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”, enseñaría la pistola entre la abertura del bolso, con disimulo, haciendo como que va a coger el pañuelo o el teléfono móvil. Siendo un hombre al que ningún hombre se le insinuó jamás, lo tiene todo muy coreografiado, y muy argumentado.

Yo creo que mi amigo se pasa tres veranos, pero tampoco le quito del todo la razón. Los hombres somos inasequibles al desaliento. Unos pelmazos. Unos cerdos, diría él. Yo no digo tanto. Cerdos los hay, desde luego, pero no todos los rabos están rizados en las huestes de la noche. También hay hombres decentes que simplemente ligan a la antigua, sin app, face to face, rompiendo el hielo con una pregunta de cortesía. Yo nunca fui de esos por pura timidez. Ni de los otros, de los cerdos, por pura constitución.

Y luego están, para cerrar la taxonomía de los hombres, los abusadores. Los violadores. Los peligrosos de verdad. Los que no distinguen el sí del no; la predisposición del corte de mangas. Los que se follarían a la mujer dormida, a la mujer borracha, a la mujer enferma. A la mujer que grita... Los tipos que persigue Cassie en la madrugada. Los que arruinaron su vida. La vergüenza de nuestro género. Los que necesitarían un Colt en la frente, pero uno de verdad, para remeterse la minga en el pantalón, y no volver a sacarla sin permiso de la autoridad competente.





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The disaster artist

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Hace años yo formaba parte del jurado de un premio literario, aquí en la provincia. Era un certamen modesto, poco internacional, que buscaba nuevos valores en este páramo de las letras. A veces se presentaba gente original, competente, mucho mejor que uno mismo cuando escribía. Pero la mayoría de los que concursaban eran unos disaster artists de las letras: gente que apenas sabía redactar, que contaba unos rollos insufribles. Que cometía unas faltas de ortografía tan tremendas que era imposible concentrarse en las andanzas de los personajes. Leías nueve o diez páginas de aquellos empeños imposibles y rápidamente pasabas al siguiente relato que esperaba turno en el montón. Aquella gente se lanzaba a la escritura a tumba abierta, sin sospechar que carecía del menor talento para juntar letras e ideas, igual que otros nos lanzamos al bloguerismo pensando que tenemos algo deslumbrante y bien trabado que contar.

    Me he acordado de aquellos escritores tan voluntariosos como escasos de aptitudes mientras veía "The disaster artist". Ahora que ha pasado el tiempo, Tommy Wiseau -el disaster artist por antonomasia de las artes cinematográficas, desaparecido ya para siempre Ed Wood en el outer space- se ríe abiertamente de sí mismo y de su obra, y promociona su infrapelícula The Room como una divertida broma que le costó seis millones de dólares rascados de su propio bolsillo. El capricho de quien una vez quiso jugar a cineasta y tuvo el dinero necesario para pagarse los equipamientos. Pero Tommy Wiseau, al principio de la aventura, se tomaba muy en serio su película –o lo que sea eso-, y quizá pensó que con The Room estaba rodando la nueva Ciudadano Kane que dejaría epatados a los críticos. 

    Wiseau, como muchos de aquellos no-escritores que yo descartaba en la primera criba del certamen, ni siquiera conocía los rudimentos de su arte. Tenía una historia que contar, sí, como todos nosotros, porque quién no ha vivido amores y desamores, amistades y traiciones, sueños rotos y sueños cumplidos... El problema es que él no tenía ni puta idea de contarla. The Room es la película de alguien que no aprovechó las enseñanzas de Sócrates y nunca se conoció a sí mismo, o lo hizo demasiado tarde. James Franco, por el contrario, parece tener la cosas muy claras. Que el oráculo de Delfos le sigua guiando por el buen camino.



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