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El puente

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"El puente", al principio, parece otra españolada de Alfredo Landa buscando suecas en bikini. O mejor sin bikini. ¡Pero no es posible! -nos decimos- porque esto es una película de Juan Antonio Bardem, y el tío de don Javier hacía cine social y reivindicativo, comunista incluso, aunque a veces tuviera que disimular ante la censura. 

Alfredo Landa es un mecánico que al llegar el puente de Ferragosto coge la moto y se dirige a Torremolinos para darse unas alegrías epicúreas: tomar el sol, zamparse una paella como Dios manda y luego, aprovechando la canícula, cuando las suecas yacen más aletargadas en la playa, presentarse como un latín lover capaz de dejarlas satisfechas en la cama. Lo tiene crudo -pensamos con malicia los feos del siglo XXI-  pero también es verdad que las tías se pirran por cualquier tolai que vaya vestido de motero: será la chupa, y la chulería, y la chepa que se les queda. La triple "ch" terrorífica. Mientras veo “El puente” lamento mucho no haberme comprado una moto en  mi juventud: me hubiera roto muchas costillas, sí , y puede que alguna crisma también, pero jo, resultado garantizado, como un conjuro de hechicero.  

En "El puente", Alfredo Landa tiene algo de “easy rider” que se alimenta no con porros, sino con bocatas de calamares. También tiene algo de don Quijote cuando cruza las estepas en busca de su sueño de mujer: Dulcinea de Estocolmo, o Ingrid del Toboso. No monta a Rocinante, pero sí a la “Poderosa”; y yo, que tengo mucha memoria para las cosas bolcheviques, confirmaré en internet que la “Poderosa” era la moto con la que Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado cruzaron el Cono Sur para tomar conciencia de la desigualdad y la pobreza. 

Tate, me digo: aquí está el señor Bardem preparando algo gordo. ¿Será finalmente Alfredo Landa el Che Guevara de la Mancha, él que solo iba a meterla en adobo y presumir luego ante las amistades? Sí, era eso. Pero no conviene ponerse muy estupendos: solo cuando Landa comprenda que las suecas quedan muy lejos de sus aspiraciones, sublimará sus instintos apuntándose a la lucha revolucionaria. De nuevo la terrible idea de que los tíos felices jamás se sumarán a las barricadas. 





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La ciudad no es para mí

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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La vaquilla

🌟🌟🌟🌟🌟


La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



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El crack

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Un amigo de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó ver El crack a pesar de que sabe, positivamente, porque yo no tengo secretos para él, que Garci es un apellido que tengo prohibido por el psiquiatra, porque me provoca ansiedad, y por el internista, porque me desata la gastritis. Pero el amigo insistía, e insistía, como poseído por un rapto, y además me decía que en la película salía Ponferrada, que es la capital de este subreino -por debajo del de León, que es el principal, y del de España, que es el inevitable.

- ¿Ponferrada?- le pregunté-. ¿Estás seguro? ¿En una película de Garci?

-  Que sí, hostia, que sí, que la he visto y sale, o la mencionan, ya no me acuerdo..

Esto fue hace meses, y no le hice ni puto caso, pero hoy, en la depresión estéril tras la derrota del Madrid, he encontrado el hueco y el humor. ¿Sale Ponferrada? Pues sí, la verdad, una vez, pero sólo verbalizada... Ningún equipo de filmación se presentó en El Bierzo para rodar aunque sólo fueran unos exteriores de pega. Al principio de la película, en el despacho del detective Areta, se presenta un señor que dice provenir de allí -o sea, de aquí- con el diario ABC bajo el brazo. Cuenta que está buscando a su hija desaparecida en Madrid, seducida a buen seguro por algún hippy de la movida, un drogota de esos que votan a los socialistas. Anuncia que se va a quedar unos días en la capital, arreglando unos negocios, y que espera noticias prontas de la hija pelandusca. Y hasta ahí, en esa sucinta línea de guion, llega la histórica aparición, el “guest starring”, de este villorrio del Noroeste. Ni un flashback explicativo, ni un recuerdo feliz de este pobre hombre en el parque del Plantío, compartiendo el solecito con su hija todavía no descarriada.

Nada se vuelve a saber en la película de estas verdes tierras, de esta comarca tan apartada como brumosa. Los espectadores de El crack nunca saldrán de Madrid, fotografiado hasta la extenuación en planos “homenajeados” de Manhattan. Es en este paisaje urbano donde el detective Areta tendrá que vérselas con los malosos de las finanzas. Con la chica de Ponferrada ya no me acuerdo ni qué sucedió...






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Los santos inocentes

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Me encuentro incómodo cuando veo una película fuera de mi cueva. Entre que el culo no encuentra su acomodo, que los ruidos son diferentes, que la tele no tiene las mismas dimensiones, me entra como una pequeña desazón hasta que la trama me atrapa o me da por bostezar, y ya noto la relajación en los músculos de la espalda. Son manías que ya no conocerán el remedio de la edad...

    Pero es raro, esta vez, porque la cueva donde he visto Los santos inocentes es la cueva de mi madre, que también fue la mía siendo yo un osezno, y luego lo otro, lo que viene antes de ser un oso completo, con los pelos y las uñacas. Hemos visto Los santos inocentes porque es una película que nos gusta mucho a los dos, y da para comentar cosas, y soltar exclamaciones, y soltar cuatro hijos de puta a algunos personajes que se lo tienen muy bien merecido. En mi casa siempre se creyó mucho en la lucha de clases, porque las clases existen, vaya que si existen, y Los santos inocentes es como la división de clases elevada al cuadrado, o al cubo. En su trama no sólo hay ricos y pobres,  limpios y sucios, sino seres humanos que casi parecen especies distintas, la una altanera y holgazana, la otra afanosa y arrastrada por los suelos.

    Al terminar la película, cuando ya encendíamos las luces del salón, mi madre ha exclamado lo que exclama casi siempre con estas cosas: “¡Qué poco hemos cambiado!”, y yo le he dicho que hombre, mujer, no jodas, que estas humillaciones ya no se ven ni en las dehesas de Extremadura. Porque analfabetos ya casi no quedan, y a los Azarías de la vida ya los envían a colegios como el mío. Lo que sí es cierto -le dije a mi madre- es que la estirpe del señorito Iván no se ha extinguido, ni va a extinguirse en los próximas centurias, me temo. Los de su ralea siguen por ahí, con la misma chulería, con la misma hijaputez, solo que ahora disimulan mejor. Ahora, los findes, se les ve mucho por la tele, porque se  manifiestan en Núñez de Balboa cuando el gobierno social-comunista no les deja ir a sus fincas a pegar perdigonazos, y a matar a las milanas.




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Sinatra

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Cuenta la leyenda que una vez Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charles Chaplin y quedó tercero. Lo mismo dicen de Julio Iglesias, en la versión latina: que se presentó a un concurso similar y hubo otro Julio al que le salió mejor lo del “¡Hey!”, y lo de la mano temblando en el costado.

    Sinatra, la película, cuenta la historia de un imitador de Frank Sinatra que no sabemos si vencería a Frankie en un duelo de micrófonos. Sinatra Landa se gana la vida en los espectáculos del Paralelo, en Barcelona, cantando, suponemos, el My Way, o el New York, New York, pero la verdad es que nunca vemos a don Alfredo subido al escenario, intentando dejar patidifusas a las mujeres. De su personaje sólo conocemos las desdichas en la vida civil, que son básicamente las amorosas, porque las pecuniarias, más apremiantes, las resuelve nada más empezar la película, quedándose a trabajar de portero de noche en una pensión de mala muerte.



    Sinatra Landa tiene el corazón roto porque acaba de abandonarle una mujer estupenda, guapísima, veinte centímetros más alta que él, casi como si fuera la mujer del Sinatra original. (Quizá, en un concurso de imitadoras de esposas de Frank Sinatra, Mercedes Sampietro tendría cosas que decir, codeándose con lo mejor del repertorio americano). Sinatra Landa, para olvidarla, y sacar el clavo con otro clavo, se ofrece en el mercado del amor. Pero como estamos en 1988 y todavía no existen ni Meetic ni Tinder, recorta cupones en las revistas, los rellena con sus datos personales y sus gustos más presentables, y tras adjuntar una foto favorecedora y una oración a la Virgen, lo mete todo en un sobre que depositará con un beso en un buzón de correos.

    Así se hacía, al parecer, en los viejos tiempos, cuando internet era una entelequia que todavía manejaban con trajes espaciales, y mucho cuidadín, los ingenieros americanos. Pero funcionaba. Vaya, que si funcionaba... Sinatra Landa arrasa con su belleza interior y terminará por trajinarse a la Verdú y a la Obregón, que no eran moco de pavo. Hoy en día, en la red, esas tías le bloquearían al primer saludo.

    Por cierto: la Obregón ahora nos da un poco la risa, pero jodó, con la Obregón…



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El bosque animado

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Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

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Vente a Alemania, Pepe

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En el remake imaginario de estos tiempos la película se titularía Vente a Alemania, Jairo, o Vente a Alemania, Vanesa, y los currantes ya no irían con la boina calada por las strasses, ni dejarían caer la quijada cuando se cruzaran con una rubiaza. En eso, la verdad, hemos avanzado bastante. Ahora somos más altos, chapurreamos cualquier idioma y estamos más cerca de casa porque podemos ver la liga de fútbol gracias a los satélites geoestacionarios. Pero, por lo demás, seguimos casi en las mismas. Medio siglo después de que Alfredo Landa aterrizara en el aeropuerto de Frankfurt hablando en cristiano, muchos españolitos y españolitas siguen buscándose las habichuelas en Alemania y en sus países limítrofes: esa Europa civilizada que escribe sus idiomas con muchas consonantes y siempre personal para manejar las máquinas y cuidar de los retoños.

    Aquí, en los años de la economía loca, cuando todos jugábamos al Monopoly de los pisos en la ciudad y de los apartamentos en la costa, llegamos a pensar que ya nunca necesitaríamos a los alemanes para que nos proporcionaran el sustento. Sólo los que venían a nuestras playas a beber la sangría y a comer la paella. O a comprar por trocitos la isla entera de Mallorca. Lo de Alfredo Landa limpiando cristales en Münich parecía una paletada tardofranquista que nunca iba a repetirse. Los españoles de la post-Transición jugábamos al pádel y hacíamos pinitos como inversores en la Bolsa; y de pronto, allá por los albores del siglo XXI, una familia de Nebraska dejó de pagar su hipoteca subprime y el efecto económico de ese aleteo mariposil provocó que aquí, en España, todo el tenderete se lo llevara el grito hipohuracanado de Pepe Pótamo.

En medio de ese derrumbe, apareció en la tele una ministra medio imbécil que lo confiaba todo a la Virgen del Rocío, y que declaro, reinaugurada, como en los tiempos del landismo, y del tartamudismo de José Sacristán, la "movilidad exterior".




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Las verdes praderas

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La crisis de los cuarenta es una neurosis que pertenece al mundo moderno y desarrollado. Antes de que Alexander Fleming se topara con el Penicillium notatum en su laboratorio, la gente, por lo común, se moría antes de llegar a los cuarenta, y los pocos que trascendían tenían cosas más importantes en qué pensar. Si los antepasados pudieran ver nuestras depresiones por un agujero espacio-temporal, nos tomarían por unos pusilánimes indignos de llevar los mismos genes, y los mismos apellidos. Sólo cuando uno tiene la barriga llena y la salud controlada se pone a lamentar las calvicies y las pitopausias. El tiempo perdido, y los sueños rotos. 



    Inmerso en mi propia cuarentanidad, voy topando por doquier con este subgénero cinematográfico de los hombres en caída libre. A veces lo hago a sabiendas, porque conozco al personaje, o lo intuyo, y sé que voy a extraer una sabiduría de sus andanzas. Otras veces, sin embargo, es el subconsciente quien me susurra un título sin advertirme que allí mora otro cuarentón en crisis, otro ejemplo de superación, o de hundimiento, que de todo hay en la viña del Señor.

    Esta noche, por ejemplo, ha aparecido en los canales de pago una película de José Luis Garci que yo nunca había visto, Las verdes praderas. Y como ahora ando reconciliado con él, y la película pertenece a su época pre-ridícula y pre-pepera, me he arrellanado en el sofá para consumir la última atención del día. Yo esperaba la típica película de españolitos en la Transición, con la movida política, la apertura de las costumbres, el despechamen de los escotes. Pero si hacemos caso omiso del Seat 131 Supermirafiori que conduce Alfredo Landa, y de algunas efemérides madridistas como la retirada de Pirri o los cabezazos de Santillana, Las verdes praderas podía ser una película rodada hoy en día, con su cuarentón deprimido, su trabajo aburrido, sus hijos mediocres, su esposa decepcionada. Porque la crisis de los cuarenta -esa depresión maldita que le debemos a la puta penicilina- es un mal que no distingue década ni lugar. Una bomba de relojería que se pone en marcha cuando se acortan los telómeros, y se van recortando al mismo tiempo las energías, y las alegrías.


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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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