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La Fortuna

🌟🌟🌟🌟


En La Fortuna sale mucho, casi la que más, una mujer pelirroja que me lleva de su lado como un perrete incondicional. Reconozco que babeo mucho en su presencia, y que me pongo retozón y algo pelmazo. Cuando ella no está, me importan una mierda los galeones y las banderas, y languidezco; cuando ella reaparece, todo recobra el sentido y yo regreso a la vida. Se parece mucho al... amor, y puede que sea amor en realidad.

Lucia, mi dueña, no es una mujer demasiado guapa, pero sí es sexy, deslenguada, procaz, moderna que te cagas. Me chifla.  En la vida real, deslumbrado por los pibones, podría pasarme desapercibida, y sería una pena, y un motivo de autocastigo, porque Lucía es un fragor de la naturaleza, un animal salvaje, un peligro continuo y una excitación permanente. Cada vez que Lucía habla en la serie reparte una hostia -si es un enemigo- o una piropostia -si es uno de los suyos. Por su boca sale lava de continuo, como en un volcán en erupción. Lava roja, claro, como su ideología, o como su cabello de fuego, que promete piel blanca y pecas por doquier, creando una expectación sexual que no se disuelve ni cuando su personaje se declara más bien ajeno a los hombres. Es más: puede que ese alejamiento acreciente mi deseo.

Hace poco, porque la realidad es así de caprichosa, leía en una novela de Kiko Amat que... “las pelirrojas enfadadas son como tigres desquiciados, son como ballestas mal ajustadas, como cañones poco engrasados. Cualquiera puede recibir, la culpa ni se considera. Se trata tan solo de cercanía y pólvora y presión. Física pura”. Pues eso: así es Lucía todo el rato, una pelirroja enfadada, incluso cuando se enamora o se deja llevar por la amistad. Igual que una mujer que yo conocí... Lucía es pelirroja, y punto, y en eso viene a ser la heredera de Maureen O´Hara, que era la reina iracunda de Innisfree, como Lucía es la reina chulesca de los mares. De los mares del sur, concretamente, donde La Fortuna fue cañoneada para originar dos conflictos diplomáticos: uno con la Pérfida Albión, que todavía escuece, y otro con el gobierno de Estados Unidos, que es como si Andorra les declarara la guerra en los tribunales.





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Los otros


🌟🌟🌟🌟

De pronto, viendo Los otros, un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. No por la película en sí, que es de final conocido, ni por la belleza de Nicole Kidman, que también produce escalofríos, pero de otro tipo, y en otro lugar de la anatomía, sino porque me ha dado por pensar que a lo peor yo también estoy muerto, como ella y sus retoños, y que de lo corto que soy aún no me he enterado, y en realidad estoy rascándome una barriga que ya no es acúmulo de grasa, sino ectoplasma desnatado.

    En seis semanas de encierro y teletrabajo no he ido más allá del supermercado, y lo cierto es que, como sucede en la película, tras el supermercado se extiende una niebla muy densa que no te deja continuar y te confunde los sentidos. Y te impide ver el país de los vivos, o el país de los muertos, a saber, que quizá es inaccesible y en él es obligatorio vivir en la república independiente de la casa encantada, o del piso de cochambre, que en el Más Allá seguro que siguen existiendo las clases sociales.


    No sé… Seguro que son tonterías mías. No hay intrusos vivos en mi casa que hagan ruidos extraños, amueblando las habitaciones que yo dejé libres a mi casero. Y Eddie, mi perrete, que es inmune al coronavirus, sigue ahí, dormitando en el sofá, sin extrañar mi nueva naturaleza de fantasma. No ha venido, tampoco, ningún ex inquilino a reclamar su lado de la cama, ni tampoco el mando a distancia de la tele, aunque es posible que sea un muerto tan antiguo que no sepa lo que es un mando a distancia, ni una tele.

    Eso sí: la panadera, el otro día, al bajarse de la furgoneta, me miró como sorprendida de verme otra vez en la carretera, pidiéndole una barra de pan rústico y una bolsa mediana de magdalenas. Fue sólo un segundo de… brillo en sus ojos: “¿Pero tú no estabas muerto?” Quién sabe: quizá ya está acostumbrada a que los fantasmas sigan bajando a comprar pan, inconscientes de su incongruencia, y ya ni se molesta en advertirnos. Y hasta puede que, para no perder el negocio de los muertos, nos esté vendiendo barras imaginarias que alimentan el espíritu.



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Abre los ojos

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La última vez que se vio la Gran Vía de Madrid completamente despejada de tráfico y de gente, como si todo el mundo estuviera en la playa de Benidorm, o un virus mortal venido de China hubiera barrido las calles, fue en la pesadilla de Eduardo Noriega al principio de Abre los ojos. La imagen -aunque yo no viva en Madrid- me llevaba persiguiendo desde que comenzó esta dislocación, y además, quería comprobar si era cierto que una persona estaba asomada al balcón mientras Amenábar seguía con su cámara el estupor de Eduardo Noriega, jodiendo así el encanto de la ciudad deshabitada. Y en efecto: en mitad de la escena se ve a un vecino asomado, en la acera derecha, con aire de despistado, quizá recién levantado de la cama, o quizá sonámbulo perdido, soñando en 1997 con salir a aplaudir a los sanitarios que 23 años después iban a estar todo el día trajinando con el virus del futuro.



    Luego, viendo la película -que sigue siendo perturbadora y me hace revolverme inquieto en el sofá, jodía Najwa Nimri...-  me he puesto a pensar que quizá yo también estoy viviendo una realidad fingida desde hace cuatro semanas. Que estoy criogenizado en algún depósito de Life Extension junto al follarín este de Eduardo Noriega, y que mientras aguardo que la ciencia del futuro arregle lo mío -aunque no creo que lo mío tenga mucho arreglo, la verdad- sus programadores me están haciendo vivir el sueño de estar encerrado en casa para ir desacostumbrándome poco a poco a la realidad que dejé cuando enfermé gravemente, firmé los papeles de la congelación, pagué una pasta gansa que me dejó la cuenta bancaria temblando, y luego me puse diez programas seguidos de Sálvame Deluxe para morir de un soponcio impepinable.

    En este sueño inducido por los informáticos de Life Extension para entretener mi espera, el presidente del Gobierno ha salido ya tres veces en rueda de prensa para anunciar y prorrogar el estado de alarma, y mientras ahí fuera, en la calle, la gente se lo pasa de puta madre cerveceando y quedando para follar el fin de semana -porque en realidad el coronavirus nunca salió de Wuhan gracias al esfuerzo ímprobo y algo dictatorial del gobierno chino-, yo, en el sótano apenas iluminado de esta empresa que me sacó los cuartos, estoy esperando, junto a otros cuatro panolis que también confían en la ciencia del futuro,  a ser despertado en el año 3000 de nuestra era para conocer a Fry y a Bender, mis amigos de Futurama.




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Mientras dure la guerra


🌟🌟🌟

Lo primero que pienso cuando veo una película sobre la Guerra Civil -y más si, como la de Amenábar, cuenta los primeros días del alzamiento militar- es que yo no hubiera sobrevivido demasiado tiempo al 18 de Julio, seguramente balaceado en una cuneta, o fusilado en una tapia. En 1936, enardecido por el triunfo electoral del Frente Popular, yo hubiera pronunciado izquierdismos de todo tipo en los bares de la época, en las gradas del fútbol, en las tarimas del colegio donde sería sin duda un maestro al servicio de la República. Un maestro rojillo, o rojeras, de los que sólo pisaría las iglesias por despiste, o por interés artístico, y que hubiera sido denunciado al instante a las autoridades militares que venían haciendo la limpia.



    Es por eso que, como ustedes comprenderán, yo me sublevo contra los fascistas mientras ellos se sublevan en las películas, y todos las retóricas del hermanamiento de las dos Españas, y la reconciliación de los dos bandos, y aquí todos hicieron de las suyas y demás majaderías del centro político, me las paso por el forro de los cojones, que tengo uno pintado de rojo y el otro de morado, para dejar lo del medio bien destacado en amarillo.

    La película de Amenábar no es gran cosa,  la verdad, correcta y rutinaria, carne de olvido dentro de unos pocos meses. Pero tiene un hallazgo monumental que es de mucho aplaudir. Porque yo, aunque a veces me dejo llevar por la retórica bolchevique, y presumo de extremismos que en realidad se me pasan a los diez segundos de pensarlos, he comprendido que la Guerra Civil es una historia muy mal contada por unos y por otros. Porque fueron tres bandos, y no dos, los que se dejaron la piel y la sangre en el enredo. A un lado los fascistas y los curas; al otro, los anarquistas y los revolucionarios a la rusa; y en el medio, atrapada, minoritaria como siempre en este país de mentecatos, la España progresista, republicana de verdad, la de Azaña y la de Negrín, que soñaba con una democracia avanzada que trajera el Estado del Bienestar y amordazara al Estado del Vaticano. Esa España, en la película, está representada por el personaje de Miguel de Unamuno, que duda entre unos y otros, y no entiende las utopías que se consiguen a fuerza de pegar hostias y tiros. Don Miguel, en Mientras dure la guerra, no despierta precisamente mis simpatías, tan céntrico y equidistante que da un poco de grima, pero al menos sirve de ejemplo para hablar de esa España que quedó abrasada en medio del sándwich, o exiliada en todos los Méxicos y Colliures que la rescataron.




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Million Dollar Baby

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Hace 15 años -¡dioses míos, hace ya 15 años…!- coincidieron en las carteleras ibéricas dos películas que defendían el derecho civil a la eutanasia. Una, Million Dollar Baby, estaba ambientada en la América Profunda del boxeo femenino y la white trush de la obesidad, mientras que la otra, Mar adentro, muy lejos de aquellos parajes, transcurría en la Galicia Profunda de los pastos para el ganado y los acantilados que descienden hacia el mar como abismos.



    Los curas se pusieron muy nerviosos con esta coincidencia que atentaba contra la doctrina divina del Catecismo, y mientras unos denunciaban en sus homilías que tal contubernio era sin duda obra del Maligno, que volaba libremente de una orilla a otra del Atlántico, otros se atrevían a denunciar que Clint Eastwood y Alejandro Amenábar pertenecían a una logia masónica que enviaba un mensaje de perdición a todo el planeta, urbi et orbi también, pero no precisamente desde el balcón del Vaticano... Creo recordar que el mismísimo presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, asistió al estreno de Mar adentro y pronunció algo así como la intención de aprobar una ley que se pareciera mucho a la que ya disfrutaban los pueblos civilizados de Flandes y la Helvecia. Antes de que José Luis plegara velas y se cagara en los pantalones, temblaron, por un momento, los cimientos del nacionalcatolicismo, que había resistido imperturbable las demás tormentas de la Transición: la legalización del comunismo, el orgullo de los maricones y la película porno de los viernes en Canal +.  A los curas, en realidad, les importan un carajo todas estas desviaciones de la sociedad, porque ellos también se benefician de lo mismo que critican. La hipocresía es el octavo pecado capital que los Padres de la Iglesia se olvidaron, muy cucamente, de poner en la lista… A los curas -aparte de que algún día empiecen a cobrarles el IBI por sus iglesias y latifundios- lo que más les jode es que la gente entre y salga del mundo cuando le venga en gana, sin pedirles permiso, como si la vida fuera un bar público, y no el club privado que ellos desearían regentar con gorilas en la puerta.



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Regresión


🌟🌟

Minnesota, en los últimos tiempos, desde que los hermanos Coen ambientaran allí Fargo –y eso que Fargo está en Dakota del Norte-, se ha convertido en el chiste recurrente de Norteamérica.  Cada vez que alguien quiere rodar una ficción de paletos con pocas luces, o de rústicos sin ninguna prisa, allá que van con las cámaras y los focos, como aquí íbamos a los secarrales castellanos en tiempos del cine franquista, a descojonarnos del labrador con boina, y de su mujer con dislalia. Ya incluso en las retransmisiones de la NBA, cuando juegan los Minnesota Timberwolves y algún jugador de la franquicia anda despistado en ataque, o merluzo en defensa, se escuchan algunas bromitas sobre el asunto: “Este tío parece sacado de Fargo, o nació en el centro mismo de Minnesota…”

      Esta semana, por esos designios de los hados, he visitado Minnesota dos veces. El primer viaje me ha llevado a Luverne, donde los personajes de Fargo 2 siguen haciendo de las suyas, bobos geniales los unos e inteligentes limitados los otros. Nada ha cambiado por esas tierras desde que los hermanos Coen establecieran el estereotipo. Y bien que lo agradecemos, la verdad, porque los espectadores nos seguimos descojonando con ese humor negro que ya es una Denominación de Origen. Ya dijo Cipolla que la estupidez era universal, pero allí, al parecer, en la rectilínea frontera con Dakota, existe un pico estadístico que es un filón para los guionistas.

         El segundo viaje astral a Minnesota lo he hecho con Regresión, la última película de Amenábar. Aquí los lugareños parecen algo más espabilados que en el universo de los Coen, quizá porque hay menos nieve y los andares son más rápidos, o porque hace menos frío y las cabezas parecen menos abotagadas. Los palurdos de Amenábar no cometen crímenes estúpidos que luego hay que ocultar durante diez episodios. No: a estos lugareños, cuando les pega el siroco, les da por celebrar ritos satánicos en un granero abandonado, sacrificando bebés y entonando salmos al revés. Luego, durante el día, cuando el ojo de Dios les pregunta, dicen no acordarse de nada, o recordarlo vagamente de una pesadilla. 

    Así las cosas, para resolver los crímenes, el pobre Ethan Hawke buscará ayuda en el hipnotizador de la comisaría (sic), un tipo que saca verdades del subconsciente con un metrónomo de cruz invertida (sic también). Y aquí me detengo, para no hacer sangre. Podría poner veinte sics igual de absurdos para subrayar las veinte demencias de este guión tan ridículo. No hay suspense en Regresión: sólo susticos, golpes de efecto, actores que nunca se creen las chorradas que van soltando por los páramos.



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