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Muerte entre las flores

🌟🌟🌟🌟🌟


El otro día, en el podcast de Javier Aznar, un filósofo decía que la inteligencia era el bien mejor repartido de la Creación, mucho más que la riqueza o que la belleza. Porque la pobreza, o la fealdad, son desgracias que se pueden confesar con la guardia baja, cuando hay un espejo delante o un amigo que conversa. Pero la inteligencia... Ay, la inteligencia... Nadie se considera a sí mismo un estúpido, como nadie se confiesa a sí mismo un loco, o un votante del fascismo.

Escuchando al filósofo me acordé de pronto de “Muerte entre las flores”, quizá porque mi paseo transcurría por un bosque de La Pedanía, con las hojas caídas, y la neblina entre los troncos, y Eddie que correteaba persiguiendo a los gamusinos. Un recodo del bosque era tal cual el Miller’s Crossing donde Gabriel Byrne fue a matar a John Turturro y luego se arrepintió. “¡Mira dentro de tu corazón...!”, le suplicaba Turturro en la escena inmortal. La de veces que se lo dije yo a la mujer que me dejaba como deporte: “¡Mira dentro de tu corazón...!” También arrodillado y tal. A Turturro le funcionó una vez; a mí dos. Pero a ninguno nos bastó.

Yo creo, en mi humildad intelectual, pues padezco del sesgo contrario, que el filósofo, se estaba olvidando de la ética. Porque la ética es otra medalla de oro que se compra muy barata en los chinos para luego lucirla en el cuello. Ética es la palabra que sobrevuela todo el metraje de “Muerte entre las flores”. Los personajes son gánsteres, psicópatas, estafadores, corruptos... Parece el Congreso Nacional de un partido político que yo me sé. Y sin embargo, todo quisqui se aferra a la ética para justificar sus crímenes o sus traiciones. También como en el partido ese, mira tú por dónde.

El imperativo categórico de Immanuel Kant ha arraigado en cada personaje para crear una moral muy conveniente y personal. Como en la vida misma, vamos. Y como todos los personajes de “Muerte entre las flores” se creen buenos, al final resulta que no hay buenos ni malos. Sólo negocios, y amores que tiemblan.

Y cosiendo unas cosas con otras, una obra maestra del cine.






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Shoot the moon

🌟🌟🌟🌟


Mi inconsciente -al que he bautizado Freud Jr. en homenaje al abuelo Sigmund- ha vuelto a hacerme de las suyas con la descarga de una película. Ante Shoot the moon yo ya tenía el estómago lleno, la luz apagada, las piernas estiradas, los cascos ajustados, el teléfono en silencio... Una naranja amarilla y muy ácida puesta al alcance de la mano por si me entraba la gusa a media película. Y Eddie ya dormitando en su esquinita, también cagado y meado, antes del toque de queda. Ni una gana tenía yo de levantarme en las dos horas que iba a durar Shoot the moon, esta película olvidada de Alan Parker que citaban el otro día en la revista de cine con mucha reverencia, y que yo ni pajolera idea, la verdad.

    Pero empieza la película -que tenía en un USB enchufado al televisor- y descubro, para mi fastidio, y casi para mi berrinche, que el subtítulo que Freud Jr. ha bajado para seguir estos desamores no está en castellano, sino en el mismo inglés que hablan los personajes, como si esto fuera una película de Speak Up para gente que de verdad domina el idioma, y no como yo, que soy un fulano de “nivel medio” que casi no se entera de nada. ¿Aplazar la película para otro día? Ni de coña. ¿Levantarme para buscar otra cosa en la estantería? Ni hablar. No quiero mover ni un músculo en el sofá. Además, tengo el capricho obtuso de ver esta película hoy mismo, sin tardanza, más bien para quitármela de encima, porque presiento que su historia me va a hacer daño, y que va a rozar una pequeña llaga que todavía escuece en la tripa. En el “diodenar”, que diría Chiquito de la Calzada.

    Deduzco que Freud Jr. ha bajado este subtítulo  para disuadirme del empeño, maniobrando a mis espaldas para cuidarme como un ángel laborioso y metepatas. Pero una vez descubierto su truco, decido no hacerle caso, y me lanzo al subtítulo en inglés como un suicida, como un tipo de “nivel alto”, confiado en que lo que no entienda por vía oral lo entenderé por vía escrita, y si no, lo adivinaré en los gestos de estos dos intérpretes prodigiosos, Albert Finney y Diane Keaton, que bordan el drama desgarrador de dos personas que ya no se quieren y sin embargo no pueden dejar de quererse.





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Bajo el volcán

🌟🌟🌟🌟

Hacía una semana que no veía una película. Creo que he batido mi propio récord. Ni siquiera cuando estuve hospitalizado pasé tanto tiempo en ayunas, porque allí, pasado el susto, y a la espera de pruebas, me llevaron el portátil para seguir dándole a mi mayor vicio, que es la huida de la realidad a través de una pantalla. Tendría que remontarme a los tiempos del pueblo, de la familia política, de cuando yo no tenía ni portátil, sólo un teléfono móvil sin internet.



    No es una crisis de mi cinefilia. Porque una crisis de mi cinefilia sería como una crisis de mi sangre, o de mi respiración: la muerte segura. Las películas me son tan necesarias como el oxígeno, o como la glucosa, pero de momento sobrevivo porque tengo reservas para llenar dos jorobas, y las que hagan falta. Sucede, ahora, que estoy dedicado a otros escritos, en culo y alma, los que habrán de darme la fama y el dinero, y necesito tiempo para desarrollarlos, perfilarlos, darles un sentido y una estructura antes de que llegue septiembre y el tiempo libre se divida por dos, o por tres, según venga la jugada. Y en mi caso -como ya saben los cuatro gatos de este callejón- ver una película no es sólo verla: es escribirla después, y publicar lo escrito, y eso consume horas a porrillo, gratificantes en el asueto, pero fastidiosas en la urgencia.

    Pero el blog se quejaba, como un polluelo hambriento, y yo le oía piar a pesar de tener su pestaña cerrada. Así que me he apiadado de él, he tomado un respiro, y para darle de comer he elegido ver Bajo el volcán, que es de John Huston, y sale Albert Finney, y va de un tipo de mi edad que prefiere huir de la realidad deprimente no a través de una pantalla,  sino dándole todo el día a la botella, en Cuernavaca, a los pies del Popocatépetl. El título me llamaba, me seducía, porque yo también he vivido los últimos meses bajo un volcán, uno metafórico, pero que también escupe fuego y vapores tóxicos. Todos vivimos, en realidad, bajo un volcán, a la espera de la erupción que lo pondrá todo patas arriba. En esto no hay volcanes extintos. Sólo dormidos.



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Antes que el diablo sepa que has muerto

🌟🌟🌟🌟

Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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La versión Browning

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un profesor muy parecido al Crooker-Harris de La versión Browning. No enseñaba griego, ni literatura clásica, sino matemáticas del bachillerato. Todo aquel galimatías alfanumérico que la mayoría hemos olvidado por completo, pero que tal vez nos ayudó a estructurar el pensamiento, a asfaltar carreteras en el cerebro. Los alumnos de Crooker-Harris, en la película, sospechan que la gramática griega o la venganza de Clitemnestra también van a evaporarse de su recuerdo, así que asisten a las clases con la desidia improductiva de quien sólo está allí por obligación, para ir cumpliendo el expediente académico. No tienen mucha esperanza en que tales rollos alimenten algún tipo de madurez o entendimiento en el futuro.

    Crooker-Harris, en algún momento de su vocación vigorosa, tal vez fue un profesor entusiasta que se creía capaz de transmitir su pasión por los clásicos. Pero tal propósito, y tal actitud, si alguna vez existieron, hace ya tiempo que se fueron por la cloaca de la rutina. En su lugar ha quedado una actitud hosca, casi hostil, de profesor hueso que señala los errores con saña y deja pasar los aciertos sin apenas desgastar los adjetivos. Los alumnos le temen, pero en el fondo le desprecian, y a él, por su parte, hace ya mucho tiempo que sus alumnos se la refanfinflan. Hasta que aparece este chaval, Taplow, que de algún modo inexplicable lo admira, y ve en él lo que los demás ya ni buscan, y un buen día le regala la versión Browning del Agamenón de Esquilo, y el profesor hijoputa, el Hitler de las aulas, el apodado vasija por aquello de los griegos, se deshace en lágrimas como un chiquillo, y se le cae la máscara al suelo, y en su lugar queda el profesor desolado, arrepentido de su proceder, amargado de su carrera ya sin solución.

    Nuestro Crooker-Harris del colegio Marista también era un tipo hiriente, a veces ofensivo, parco en alabanzas y generoso en ofensas. Estricto, exigente, implacable. Un tipo esculpido en metal, robótico, con cables en lugar de las venas. Nos daba miedo de verdad. Pero un día, al final del curso, con la asignatura ya cumplimentada y las calificaciones ya decididas, sin que nadie le regalara la versión Browning de algún tratado matemático,  nuestro Crooker-Harris nos llevó a la sala de audiovisuales para enseñarnos cuál era su pasión verdadera: no el álgebra, ni la aritmética, ni la tortura infantil, sino el rock americano de los años 50 y 60: Elvis Presley, y B.B. King, y Jerry Lee Lewis. Nos puso varios discos, nos animó a seguir la música, nos dio nociones básicas sobre el nacimiento del rock and roll... Y sonrió. Era su modo -indirecto, timorato- de pedir perdón por un curso entero de puteo sistemático. Tal vez la confesión de una carencia, de un carácter incorregible. Una manera de reconocer su mala pedagogía.





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Dos en la carretera

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Desde que la sociología se preguntó si las personas emparejadas son más felices que las personas sin pareja, la respuesta es que sí, en cualquier estudio que se encargue, en cualquier cultura que se escrute. Y parece obvio, la verdad, casi de Perogrullo. Un gasto innecesario de tiempo y de papeleo. Las personas emparejadas son cuidadas en la enfermedad, consoladas en la desdicha, satisfechas en el sexo... O al menos así se presupone. Se dice, con mayor o menor romanticismo, que estas personas están "completas", como si conformaran un círculo, o un tándem, o un puzle de dos piezas tan básico como necesario. 

    Es la tesis que defiende Dos en la carretera, la road movie que protagoniza el simpático matrimonio Wallace. Que no son Marcellus y Mia Wallace conduciendo por Los Ángeles, sino Audrey Hepburn y Albert Finney surcando un verano sí y otro también el mapa de Francia, camino de la Riviera. Dos en la carretera también defiende que el dinero no hace la felicidad conyugal. Sólo si te saca de la pobreza extrema, o de la necesidad material. Porque con el techo cubierto, el estómago lleno y las facturas pagadas, la felicidad crece en una pendiente muy poco pronunciada por más lujos que se  añadan. El matrimonio Wallace no sonríe más ancho ni está más satisfecho por alojarse en hoteles caros y pedir langostas de plato principal. 

    Ayer mismo, antes de dormir, yo clausuraba el libro Sapiens, de animales a hombres, que tanto ha dado que hablar en los círculos intelectuales. Y también en los círculos intelectualoides, que es donde uno se mueve como pez en una charca. Curiosamente, en sus últimas páginas, el autor se hace varias preguntas sobre la felicidad del Homo sapiens, y una de ellas, a la que dedica un sustancioso párrafo, plantea la posibilidad de que el matrimonio no haga a las personas felices, sino que sean las personas felices las propensas al matrimonio. De tal modo que los Wallace sólo estén dando vueltas en círculo por los caminos de la filosofía conyugal -condenados como están a entenderse-, mientras conducen en línea recta hacia las playas soleadas del Mediterráneo.


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Mia madre

🌟🌟🌟

Los moribundos en una cama de hospital no suelen quedar bien en las películas. Por una vez que el espectador se conmueve y llora a moco tendido, hay otras cien en las que siente vergüenza ajena por el sentimentalismo del director, que pone músicas de violines, y últimas palabras enjundiosas, y nietos a porrillo, alrededor del abuelito o de la abuelita. Sin embargo, todos sabemos que las muertes son más bien solitarias y tristes, y que en estos trances los nietos suelen estar a sus cosas, y los violinistas a sus orquestas, y que los muertos, pobrecicos, suelen despedirse sin comprender nada de lo que sucede a su alrededor, dormiditos, o enajenados, y rara vez tienen la conciencia prístina, y el verbo afilado, para dejarnos la última frase redonda de un guionista inspirado. La muerte es un trámite silencioso, burocrático, y gris.



    Yo, lo reconozco, tengo un problema con este subgénero cinematográfico. Cuando el premuerto se pone a enredar con los sueros, con los cardiogramas, con las respiraciones profundas y mecánicas, yo miro y no miro, entro y salgo, me comprometo y me descomprometo. Cuando el ajetreo de familiares alrededor de la cama no me parece cursi, me parece fingido, o tontaina, o directamente irreal. Comparo lo que he vivido con lo que veo y nunca me veo aludido, o representado. Es como si en las películas la gente se muriera de otra manera, y uno no terminara de creerse la función. Es por eso, quizá, que en cuestiones hospitalarias sólo reconozco haber llorado grandes lagrimones en la muerte de Albert Finney en Big Fish, porque aquella muerte era fabulada, circense, casi una alegría del desvivir, y Tim Burton sorteaba el óbito muy sabiamente, y me hizo llorar lo que no lloré en cien películas anteriores.

    Nanni Moretti, que es un tío muy listo por el que siento un gran afecto -aunque sus últimas películas tiendan al discurso plasta, y al chiste sin gracia- es consciente de que el trance mortuorio siempre queda mal, afectado, y decide, al final de Mia madre, hurtar el momento fatal al espectador. A él, de  todos modos, lo que le interesaba no era la muerta en sí, sino la hija que se queda sola en el mundo, enfrentada a la certeza de que en el "Espere su turno" frente a la ventanilla ella ya es la primera en la cola. La hija, aunque no lo parezca, representa el papel del propio Nanni Moretti, que cuenta en Mia madre un episodio de tintes autobiográficos, pero que ha decidido, desde hace tiempo, no llevar el peso dramático de sus propias películas. 


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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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