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Un domingo cualquiera

🌟🌟🌟🌟


Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales. 

Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.

La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.  

Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.



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A la caza

🌟🌟🌟

La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales. 

Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.

Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales. 

En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.

El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento. 





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Glengarry Glen Ross

🌟🌟🌟🌟🌟

Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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La casa Gucci

🌟🌟🌟

El imperio de la moda está construido sobre la plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.

Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.

Y luego está la película de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real, pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.





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Michael Corleone

 

En el fondo, la saga de El Padrino cuenta la historia de un hombre que trabaja en algo que no le gusta, y para lo que no tiene vocación.  Y en eso, salvando las distancias, Michael Corleone es como casi todos nosotros, la clase de tropa, los stormtroopers de la vida. De ahí, de esa falta de acomodo, le vienen a Michael Corleone todos sus traumas, y todas sus congojas, y toda esa infelicidad que en El Padrino III le convierte en un viejo prematuro con cargos de conciencia, y diabetes galopante. Una vida torcida sólo puede desembocar en un final trágico: de ópera, en su caso, y de opereta, en el nuestro.

En El Padrino I, Michael era un héroe de guerra que había luchado por Estados Unidos mientras sus hermanos no reconocían más patria que su familia, y que los cuatro barrios de Nueva York donde controlaban los negocios. Del mismo modo que Lisa Simpson nunca aceptó ser una Simpson de apellido, Michael Corleone nunca se sintió un Corleone de verdad: respetaba a su padre, y amaba a su madre, y quería mucho a sus hermanos, pero él hubiera preferido ser Tom Hagen, el hijo adoptado, el que no llevaba la sangre siciliana en las arterias. Michael iba a estudiar leyes, a casarse con una americana, a hacerse un hombre respetable... Tenía el firme propósito de ver a la famiglia sólo en Navidad, y en los funerales que fueran provocando los tiroteos.

Pero el destino, digan lo que digan, no lo elegimos nosotros, sino que somos arrastrados por él, y Michael, en aquel restaurante donde Clemenza le escondió la pistola, dio el primer paso por el camino de baldosas ensangrentadas: el del crimen inaplazable, el del guardaespaldas sempiterno, el del miedo aterrador a perder a los suyos. La vida siciliana de la que siempre renegó  en su juventud.

En eso, en el sueño de pertenecer a otra familia, Michael Corleone es como el niño de Léolo, Leo Lauzon, que soñaba con ser Léolo Lauzone porque el apellido Lauzon portaba la locura y el ingreso en el psiquiátrico. Michael Corleone, cuando era niño, soñaba en su habitación con apellidarse, no sé Smith, o Johnson, porque sabía que el apellido Corleone portaba el asesinato y la muerte en cualquier esquina.




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El Padrino III

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En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares, estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como estar fuera de la grey de los cinéfilos.

Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros, incrédulos con la postura de Pumares,  aferrados al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:

-          Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El Padrino III...?

Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares, si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te partes el culo...”.

Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana. Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por los viejos tiempos.



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El Padrino II

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Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a  la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la barriada.

Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa, más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico, con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre,  la avaricia  y el perdón...   Hay temas que nunca pasan de moda, como bien sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.

¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta poleo. 




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El Padrino

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Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.

Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que  dice que la película que se estrena el día de tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas estáticas.

Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico, la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías, están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.



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Insomnio

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Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio: que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes televisados.

Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia. Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay, media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse... Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.

Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño.  Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno. 

Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos, pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a hablar aquí.





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Érase una vez en... Hollywood

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¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.

Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal, la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.

Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia. 

¿Cuándo se cagó el mundo? Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.




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Pactar con el diablo

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Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.



    El Diablo, de existir, tiene que ser así, como Al Pacino, un tipo normal pero con superpoderes, inmortal a lo sumo, pero no un ángel caído, no una deidad deforme salida de la imaginación de los pintores medievales. El Diablo es un cabroncete, un liante, un pandillero juvenil. Un maleante simpático. No, desde luego, el contrapeso exacto a la bondad de Dios. No su némesis cornamentada al otro lado del tablero. La Creación ya es de por sí bastante chapucera, bastante maligna en sí misma, desequilibrada y hostil, y no hace falta un Dios Malvado que se ponga a torcer renglones o a desatar los huracanes. Al Diablo, de existir, me lo imagino más bien como un supervillano de la Marvel Comics, viviendo en una mansión como la de Al Pacino en la película, o quizá en una nave espacial, geoestacionaria, de la que sube y baja cada cierto tiempo para ir sembrando las tentaciones. Porque el Diablo sólo es eso: un tentador, un tocacojones, un mero intermediario entre nosotros y nuestros instintos. Un provocador, y un facilitador. Nada más. Todos los pecados posibles ya existen en potencia, y él sólo quiere que los convirtamos en acto, y en rebeldía.



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El irlandés

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Supongo que no es casualidad que El irlandés se haya estrenado en la cercanía de estas fechas tan entrañables. Ahora que vamos de cena en cena -que si la empresa y los colegas, que si el club de pádel o el círculo de Podemos-, veo reunidos a Robert de Niro, a Al Pacino, a Joe Pesci, al señor Scorsese que está en las penumbras moviendo la cámara, y siento que participo en una cena de viejos amigotes, aunque ellos me sobrepasen con mucho la edad. Llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine los domingos, o para ver una película en la tele de mi salón. De mis muchos salones, en realidad, en mis muchos destinos… Ellos son las amistades más longevas que conservo, aunque quizá no las más profundas, porque Pacino y compañía son muy celosos de su vida privada, y los excesos  del famoseo sólo se los cuentan a personas de absoluta confianza. Mi amistad con estos gángsters no da para convertirlos en padrinos de mis hijos, ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando no para de llover…



    El irlandés es, vaya por delante, demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Tres horas y media no se las salta de un brinco ni el mismísimo Bob Beamon, así que reconozco que he interrumpido tres veces la sesión con el mando a distancia, del mismo modo que San Pedro negó a Jesús tres veces en pecado medio venial o medio mortal, según los exégetas. Me he levantado una vez para mear, otra para hacerme un tentempié y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines, cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar, a chacharear, a comprarse unos caramelos en el ambigú. En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecadillos contra el arte, porque son lugares sagrados, de culto, y las imágenes allí expuestas merecen el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo, padre Scorsese, nunca llegan las versiones subtituladas, y además la gente no para de ingerir alimentos que son ajenos a las hostias consagradas. Así que he visto El irlandés en la República Independiente de mi Casa, y allí uno nunca termina de centrarse, entre los estímulos del teléfono, los jugueteos del perrete, las preocupaciones que a veces se posan en el colodrillo como mosquitos que ya se cansaron de zumbar por el aire.



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Heat

🌟🌟🌟🌟

Uno tenía el recuerdo de que Heat era una película plena de acción, trepidante y violenta. Pero lo es sólo a ratos. Policías y ladrones salen temprano a trabajar, se intercambian varios tiroteos muy profesionales -que diría el entrañable Pazos en Airbag- y cuando regresan a casa se encuentran una parienta enfurecida que les afea el mucho tiempo que pasan fuera del hogar. 

Las mujeres de Heat parecen muy sofisticadas porque son norteamericanas que siempre van vestidas de fiesta en su propia casa, y además son hermosas de caerse para atrás y no levantarse uno del suelo. Pero en realidad, si les pusieras una bata de boatiné y un rodillo de amasar en las manos, no serían muy distintas de aquellas ibéricas que en los cómics de Bruguera, o en las tiras de Forges, o en las películas tardofranquistas, esperaban al marido con el gesto torcido y la bronca preparada.

    Los maridos de Heat, que llegan a casa deshechos del tute que se pegan, a veces con la ropa ensangrentada y el susto todavía en el cuerpo, les explican con paciencia que su trabajo no conoce horarios ni días festivos. "Perdona, cariño, pero se nos enredó el atraco en el banco", o "Tuve que perseguir a esos cabrones hasta la frontera de Nevada", y cosas así. Lo normal sería celebrar que el tipo vuelve vivo, sin heridas, con la alegría de haber esquivado la muerte al menos dos veces en el día. Un polvazo de estremecida pasión sería el cierre lógico a tan bonito reencuentro con el superviviente. Pero en Heat -tal vez porque Michael Mann tiene un ramalazo misógino que carga las tintas y deforma los raciocinios- las mujeres se ponen muy farrucas y muy desafiantes cuando el marido llega a las tantas con pocas ganas de explicarse.

    En la famosa escena en la que Al Pacino y Robert de Niro se ven las caras en la cafetería, ellos, detective y ladrón, perseguidor y perseguido, no pierden el tiempo hablando de sus oficios contrapuestos, que mayormente ya conocen. La chicha de la conversación se les va en hablar de mujeres: de cuánto las quieren, de cuánto les exigen, de qué poco les comprenden. La triste confesión de dos tipos condenados a matarse que, durante diez minutos de tregua, se reconocen cofrades de la misma fatalidad.



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El dilema

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Son dos dilemas, en realidad, los que se cuentan en El dilema. Lo que pasa es que el título puesto en plural, Los dilemas, hubiera sonado a otra cosa, a cine filosófico y aburrido como de película francesa de Rohmer, o polaca de Kieslowski, o una coproducción entre ambas naciones. Y la película de Michael Mann, que es americana de puro nervio, inquieta y febril, es cualquier cosa menos aburrida. Aunque sí muy filosofante en realidad, porque es una historia sobre la ética personal y el bien común que podría haber ilustrado Platón en uno de aquellos libritos ambientados en Atenas. El Nicotineo, quizá, o El Documenton, que trataría sobre un viticultor del Peloponeso que viene a confesarle a Sócrates los efectos nocivos del alcohol sobre la salud, en riesgo para su vida, y para la manutención de su prole, porque el lobby de los viticultores viene en su busca con las tijeras de podar bien afiladas.


    El dilema de Jeffrey Wigand -el científico que tapaba las vergüenzas químicas del tabaco y un día decidió que la nicotina tenía que ser desnudada en el prime time de la televisión- es el primero que aparece en la película, y es enjundioso y ejemplar, con un Russell Crowe espléndido que no se llevó el Oscar porque ese año Lester Burnham se hacía pajas en la ducha y fumaba canutos en el sofá. Pero la  historia de Wigand no es más seductora que el dilema que viene después, el de Lowell Bergman, el productor del programa 60 Minutos al que la CBS impide emitir el documento por miedo a sufrir una demanda millonaria.

    El dilema son dos obras maestras en una sola película, y eso, para mi gozo de espectador, que venía tocado de varios días sin alegrías, es como echar un polvo maravilloso y descubrir que aún tienes fuelle para disfrutar de uno más, igual o mejor que el anterior, en una fiesta de los sentidos que sólo decae por puro agotamiento. Cuando la vida de Jeffrey Wigand se diluye como hecha de barro, o de mierda, y el tipo piensa que su lengua hubiera estado mejor dentro del culo, y no tomando el aire frente a una cámara inquieta de la CBS, aparece en pantalla Al Pacino para comerse las escenas a gritos, a razones, a ojos saltones y a cejas arqueadas, y un estremecimiento de admiración nada homosexual -que tampoco sería vergonzoso, por supuesto- recorre mi médula espinal y me hace recordar aquello que decía Carlos Boyero sobre los actores americanos: que cuando se ponen en faena, y se lo toman en serio, son insuperables, y no conocen rival en esto de transmitir algo tan complicado como la veracidad.





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Paterno

🌟🌟

Lo bueno que tienen todas las películas en las que sale Al Pacino es que sale, precisamente, Al Pacino. Luego, si la película es buena, pues de puta madre, miel sobre hojuelas; pero si sale mala, como Paterno, y uno siente la tentación de bajarse a medio metraje, queda el aliciente de su presencia, de su jeto arrugado, de su voz cascada: la original, cuando se puede, o la del doblaje, si no hay otro remedio, que también es un icono de nuestra cultura.

    La biología, que es una hija de puta concienzuda, nos va a dejar sin Al Pacino dentro de pocos años, Lo matará, o lo demenciará, o lo confinará en su mansión con piscina. Y aunque lo tenemos inmortalizado en nuestra videoteca, en un puñado de películas imprescindibles, siempre es un consuelo saber que el viejo Al sigue por ahí, trabajando, alquilando su prestigio, como si fuera un tío lejano que vive en Nueva York al que llamamos de vez en cuando para saber que sigue bien, y que todavía no vamos a heredar.

    Paterno, la verdad, olía a rollo a distancia, a sobremesa de cadena privada, por mucho que viniera avalado por la HBO -que ahora está un poco decadente- y por Barry Levinson -que se ha refugiado en la pequeña pantalla- y por Riley Keough, la chica de The Girlfriend Experience, que nos la han puesto de reclamo sexual y no se apea el jersey en toda la película. "Me temía que era una majadería... y confirmado", dice Carlos Boyero en la promo que utilizan para su espacio en la cadena SER. Y yo digo lo mismo, respecto a Paterno. Pero claro: al final te dejas liar, porque sale Pacino, y porque el mundo del deporte siempre es tentador aunque se trate de fútbol americano. Y porque lees la sinopsis y te piensas que esto va a ser como Spotlight pero ambientado en el mundillo de los vestuarios, que es el segundo espacio más propicio para el abuso infantil después de las sacristías. 

    Pero Paterno, ay, está a años-luz de Spotlight, que era una obra maestra sobre la investigación periodística. Aquí todo es confuso, acartonado, aburrido hasta el bostezo. Y es muy posible, incluso, que esté hecho así adrede, para respetar -hasta donde deje la decencia- la figura de Joe Paterno, el mítico manager de Penn State que supo de las debilidades de su asistente pero no denunció a tiempo, o no denunció lo suficiente, o no lo hizo gritando. A true and a sad story.




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The trip to Italy

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Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer

    Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.





            Mientras conducen por las campiña o degustan los ravioli en las tratorías, ellos siguen con el juego interminable de imitar voces. No podía faltar, por supuesto, la voz de Michael Caine, ya que están en Italia -y en un italian job además- y que han alquilado un Mini para rendir homenaje a la cinta clásica de los autos locos. Pero las estrellas de la función, como es de rigor en la patria de Vito Corleone, son Robert de Niro y Al Pacino, que casi llegan a convertirse en personajes principales de la película. Brydon y Coogan los imitan a todas horas, en todos los sitios, delante de cualquier comensal, como dos orates que se hubieran escapado del manicomio. 

    En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...


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El precio del poder

🌟🌟🌟🌟

Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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Donnie Brasco

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¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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