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Los peores años de nuestra vida

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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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Tamaño natural

🌟🌟🌟

Iba a buscar información sobre las muñecas hinchables del año 2022 para compararlas con las del año 1974, que es cuando Azcona y Berlanga rodaron esta astracanada en la Ciudad del Amor. Pero estoy en una cafetería pública, con gente que ronda mis espaldas, y la situación resultaría harto embarazosa. Qué pensarían de mí, los probos ciudadanos, y las rectas ciudadanas, al verme indagar las prestaciones, los materiales, las anatomías conseguidas... Modos de uso y de limpieza. Todo por documentarme, claro, por escribir un artículo decente y profesional. Pero cómo explicárselo, ay, a estas gentes del Noroeste, tan sencillas pero tan desconfiadas. Porque no estoy en La Pedanía, pero sí rondando las cercanías, y aquí en el valle todo el mundo se conoce. Es una endogamia genética o vecinal que te rodea por doquier.

    Podría documentarme en casa, en la intimidad de mi celda libertina, porque además allí tengo el cuarto de baño a mano por si se me descontrola la situación. Pero luego quiero leer, desplomarme en el sillón, abstraerme... Liberarme de este prurito de la escritura diaria, que es otra comezón del instinto tan pertinaz como la de los bajos, solo que en los altos. ¿Podría decirse que escribir es una masturbación del alma? ¿Un desfogue del ardor neuronal, que a veces quema tanto como el otro? No sé: estas cosas las pones en un blog de alta alcurnia, o en los diarios de un autor consagrado, y te queda bordado. Subrayable y todo. Pero las pones en estos textos arrabaleros y quedan más bien como boutades, como salidas de tono. Provocaciones parecidas a las de “Tamaño natural”, precisamente, que ya no escandalizan a nadie, salvo a los escandalizados de nacimiento.

    De todos modos, por lo que he leído en algún suplemento dominical, me da que la muñeca hinchable es otro artefacto que se profetizó como maravilloso para el siglo XXI y que sigue más o menos como estaba. Como el coche volador, o como el viaje interplanetario. Una tecnología estancada salvo los detalles de acabado. Mi teoría es que no se vende porque es un producto difícilmente disimulable: una vergüenza para esconder en el armario ropero, pero no en el pliegue de unos calzoncillos. 





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Plácido

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La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Todos a la cárcel

🌟🌟🌟


Berlanga, sin Azcona, era como Butragueño sin Hugo Sánchez; como Cansado sin Faemino; como el Dúo sin Dinámico... Buenos en lo suyo, pero sin mordiente. Oliver sin Hardy, Oliver sin Benji, Esteso sin Pajares, que me he quedado sin más Olivers... Cumplidores, pero romos. Profesionales, pero alejados de la genialidad. Berlanga, al igual que ellos, tuvo que encontrar una pareja de baile para soltar los pies y echar a volar.

Antes de conocer a Rafael Azcona en los cafés de Madrid, Berlanga rodaba películas amables, divertidas, precuelas hispánicas y grises de Modern Family. Después de conocer al diablillo de Logroño -que ya había sembrado de maldades las películas de Ferreri- Berlanga trascendió su cuerpo mortal para rodar una obra maestra tras otra: películas cargadas de mala leche, ácidas como pomelos, incisivas, inteligentes, inmisericordes con la miseria moral de los humanos. Estos dos tunantes nos desnudaron. Nos enseñaron que la comunicación humana es posible -de hecho se da a todas horas- pero el entendimiento no. Que todos hemos venido a hablar de nuestro libro, como decía el otro. Que siempre hay alguien jodiendo los diálogos, las escenas, las reuniones, los besos... Que llevamos la chapuza no como un hábito adquirido, sino como un fragmento de ADN fundamental. Que somos egoístas, cicateros, pesados, plomizos, a veces absurdos, pero que la civilización nos ha enseñado a disimular cojonudamente. A veces... Todo eso nos enseñaron Azcona y Berlanga trabajando codo con codo, meninge con meninge.

Todos a la cárcel, ay, es Berlanga sin Azcona. La fase última de su filmografía. La película está bien, pero no es lo mismo. Donde no llega Azcona ponemos una pedorreta, un cagarro, un mecagoendiós y todo solucionado. Te ríes, pero echas de menos al logroñés. Todos a la cárcel es Marianico el corto y el señor Barragán. No queda ni rastro de los Monty Python, que eran otros denunciantes sanguinarios de nuestra estupidez, entre risas y tal, con muchos gags inolvidables.




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Nacional III

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Por La Pedanía pasa la N-VI que ahora llaman N-6, no sé por qué. Le han quitado el número romano para ponerle uno arábigo que a veces, imagino, despista a los conductores, y tal vez les pone mirando a Cuenca, o a La Meca. No sé si es una política cultural o un rediseño del estilismo. A saber...

    En tiempos del marqués de Leguineche aún no habían construido la autopista que sortea la orografía con viales de mucho vértigo. Así que ese tunante, y la tunanta de su familia, habrían tardado muchas horas en llegar a La Coruña, cargados con su maletín. Y además para nada, porque ellos querían evadir los capitales por la vía francesa, y para eso solo les valía la N-I o la N-II, que son las que acercaban -y siguen acercando- al delito financiero. Ni siquiera les hubiera servido la N-III, que da título a la película, pero que termina en Valencia y luego en el mar Mediterráneo. Y así hasta Estambul.

    La película se titula “Nacional III” porque es la tercera parte de la trilogía de los Leguineche, y cuando en la radio, y en los podcasts, y en las revistas culturales o culturetas, se ponen a discutir por la mejor trilogía de la historia -que si la primera de Star Wars, que si los Padrinos, que si la Trilogía del Anillo, que si aquella tristeza infinita de Kieślowski...-, yo, con mi humildad de cinéfilo provinciano y provincial, siempre protesto por la no inclusión de esta cachondada tan celtibérica y poco exportable. Las películas de Azcona y Berlanga nunca rompieron la taquilla mundial, pero que ni falta que les hacía.

    Lo normal, para estas cuatro líneas que me quedan, sería hablar de la evasión de capitales, que cuarenta años después sigue siendo un deporte exclusivo de clase alta, como el polo, o la caza del rojo. Pero prefiero aprovechar el espacio para pedirle a ese internauta que tiene por nick “Marqués de Leguineche”, que si algún día se aburre, y lo deja por otro, me lo preste. Estoy muy contento con este de Augusto Faroni, tan literario y tan personal, pero las canas que crecen, y la rijosidad que no decrece, me están dando un aire a Luis Escobar que quedaría cojonudo en Second Life.  





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Patrimonio Nacional

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Como vivo en provincias, la primera vez que oí hablar del Palacio de Linares fue cuando el asunto aquel de las psicofonías, que la verdad es que acojonaban. Todos los ateos sabíamos que era un fraude colosal -como luego se demostró-, pero nos reímos mucho con la movida, y recordamos nuestras propias psicofonías de la adolescencia, cuando íbamos con el radiocasete al parque que antes fue fosa común y cementerio de represaliados, a las doce de la noche, en el verano sin deberes ni obligaciones, a ver si captábamos el susurro de un alma en pena que nos hiciera cagar en los pantalones, pero nos catapultara a la fama, y nos convirtiera en héroes de acción ante las chicas del barrio, que siempre fue el objeto primordial de todo lo que hacíamos (casi como ahora).

    Yo no sabía entonces que Berlanga había rodado “Patrimonio Nacional” justo en el palacio maldito, donde al parecer vagaba el espíritu de una niña concebida en incesto y luego asesinada. Donde además dicen que se fusiló a mansalva en tiempos de Napoleón o de la Guerra Civil. Un palacio que cambiaba de dueño cada vez que se oía el chirriar de una puerta o el crujir de una madera. Azcona y Berlanga, en 1981, aprovecharon un interregno del palacio cerrado, a la espera de una venta, para meter allí a toda la troupe del marqués de Leguineche, que venía del exilio rural para instalarse en la Villa y Corte a hacerle zalamerías a Juan Carlos I de Borbón, el rey pre-emérito.

    La familia del marqués de Leguineche produce rechazo moral en el espectador, angustia de bolchevique, pero no puedes evitar la carcajada porque en el fondo son listos, atravesados, pesados, rijosos, tunantes, vividores, sólo imbéciles a medias. Yo, al menos, me descojono con sus trapisondas. Pero luego, al terminar la película, me dio por pensar que todos ellos – José Luis López Vázquez, Mary Santpere, Luis Escobar, Agustín González, Luis Ciges, Berlanga, Azcona...- ya son fantasmas que habitan otra planta del palacio. Que ya están todos muertos, y nunca volverán. No sé si sus apariciones en mi televisor podrían llamarse “videofonías”, o “psicovidencias”.  




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La escopeta nacional

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En 1978, Azcona y Berlanga decidieron que ya podían reírse del franquismo sin peligro. Llevaban veinte años riéndose de un modo simbólico, subrepticio, metiendo escenas de petting para que los censores se escandalizaran y las cortaran, y no se fijaran en lo demás. Sus películas anteriores fueron radiografías del enfermo, chequeos del paciente, pero ahora, con el régimen de cuerpo presente, tocaba hacer un examen exhaustivo de sus vísceras. De sus entresijos intestinales.

Y lo que salió a la luz fue una inmundicia muy nutritiva, de alto valor humorístico. “La escopeta nacional” es una película sobre Franco pero sin Franco, porque el Caudillo era un personaje tan tétrico que no cabía ni de secundario en esta cuchipanda. Sí eran muy risibles, en cambio, sus ministros, sus lameculos, sus tecnócratas de las gafas y sus opusdeístas del librito. La flora y fauna del régimen que se reunía en las cacerías para asestarse puñaladas, coger sitio en las fotos y dejar muy claro qué comisión se llevaba cada uno.

    Jaume Canivell, el empresario que llega a la finca de los Leguineche para vender sus porteros automáticos, aprenderá a fuerza de vejaciones que en estas cacerías no se dirime el bien común de la patria, ni el justo margen del comerciante. Envueltos en la Bandera, protegidos por el Ejército y bendecidos por la Iglesia, a los prebostes del régimen les importa un bledo que el portero automático traiga el bienestar a los hogares o cree nuevos puestos de trabajo. A ellos sólo les importa su parte, y la parte del amiguete, y joderle la parte al rival que ahora mismo está mejor visto en El Pardo.

Azcona y Berlanga eran muy largos, y muy cínicos, y sabían que la historia tiende a repetirse. Por eso despiden la película sin despedirla, porque Franco estaba muy muerto, pero el franquismo no. Años después supimos que esta recidiva bacteriana se llamaba “franquismo sociológico”.  Estos sociópatas se hicieron resistentes a los antibióticos y ahora están aquí de nuevo, de cacería, conspirando, amañando, señalando objetivos con la escopeta. Que Dios -que es de derechas- nos pille confesados.




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Moros y cristianos

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Todas las películas de Azcona y Berlanga son esencialmente la misma: el personaje principal desea conseguir algo y a su alrededor se confabulan los estúpidos para ponerle una zancadilla. A veces, demasiadas, el estúpido es el personaje principal, pero él no se da cuenta.

    Algunos desgraciados, como Plácido con su motocarro, o Canivell con sus porteros, salvan la jornada a costa de volverse casi locos. Otros, como el verdugo que no deseaba ejercer, o el bancario que no quería casarse, fracasarán en su lucha liberadora, y vivirán existencias muy tristes más allá del “Fin” anunciado por el rótulo. Pero aquí, la verdad, en Moros y cristianos, los turroneros se quedan en un limbo difícil de definir. Al final logran promocionar sus productos, pero por el camino se dejan un muerto, muchos dineros y la dignidad pisoteada de los apellidos: Planchadell, el de los listos, y Calabuig, el del tonto, que son sustituidos en los cartelones por una familia anglosajona muy alejada de Jijona.

        Alrededor de los personajes azcona-berlanguianos pulula una nube de moscas cojoneras que jamás aportan nada y siempre andan molestando. Son los amigos, los familiares, los extraños..., gentes que jamás escuchan a nadie y sólo están esperando su turno para colocar su rollo más o menos pertinente. Las películas de Azcona y Berlanga son, básicamente, el grito de Francisco Umbral en aquel programa de la Milá, donde exigió hablar de su libro tras tanto escuchar a los demás.

    Toda esta filmografía -quiero decir- es un estudio sobre la incomunicación humana. Cuando me sumerjo en las tramas, no noto fractura entre la realidad y la ficción. Cambia el contexto, pero la fauna es exactamente la misma que me encuentro por la vida. La vida, más allá de la tele, también está poblada por un ejército de incapaces, de pesados, de neuróticos, de egoístas, de pendencieros, de tarados, que salen cada mañana de sus trincheras para tomar posiciones en las colinas. Yo me creo Moros y cristianos a pies juntillas, con sus peseteros y sus liantes, sus imbéciles y sus salidos, sus mendrugos y sus aprovechados. Y me meo de la risa. Quizá porque yo también tengo lo mío...



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La vaquilla

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La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



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El diputado

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Nada ha cambiado desde los tiempos de la Transición. Aquí seguimos, leña al rojo, caza y captura. Que el cabronazo, o la cabronaza, se entere de lo que vale un peine. Que  no soliviante a las masas, y que no predique con el ejemplo. A ver qué se han creído... Estos con Franco no se movían, y aquí hay mucho privilegio en juego, mucho mamoneo, mucho hijo tonto al que colocar en la empresa o en la Administración.

No hemos salido de la Transición. Todo quedó atado y bien atado. Mira que nos hemos reído con la tontería, ja, ja, imitando la voz de Franco, decadente y gangosa, pero la tontería sigue ahí, maniatando la democracia. ¿Democracy? ¿What democracy? Estamos confundiendo la democracia con la ausencia de golpes de estado... Los que se hacen con tanques, me refiero, disfrazados de torero, porque los otros, los periodísticos y los económicos, se producen cada vez que un rojo asoma la jeta. Ningún heredero de Alejandro ha podido deshacer todavía el nudo gordiano. El Coletas venía espada en mano, decidido a cortarlo, pero le han parado los pies. Vaya que si le han parado los pies... En El diputado, se encargaban unos matones de acojonar al diputado: te enseñaban la Luger, o te disparaban con la Luger, o te aporreaban la cara con la Luger. Ahora, recién iniciada la Transición 3.0, te envían por correo las balas de una Luger.

No me extraña que Yolanda Díaz, nuestra esperanza roja, nuestra esperanza mujer, esté deshojando la margarita. Ella sabe que nada más aceptar sufrirá el acoso de los chacales. El franquismo sociológico nunca se fue, y ahora empieza a reconquistar los parlamentos. Y cuentan, además, con una legión de camisas pardas, armados de ordenadores. Está la cosa muy jodida. La acosarán, la difamarán, hurgarán en su basura, ¿Quién no tiene un trapo sucio ? ¿Quién no se ha cagado alguna vez en esto o en lo otro? ¿Quién no se ha pasado de frenada? ¿Quién no ha de dejado dicho, o escrito o firmado? ¿Quién no tiene un conocido corruptible, o un ex conocido miserable? La diputada...





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Los santos inocentes

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Me encuentro incómodo cuando veo una película fuera de mi cueva. Entre que el culo no encuentra su acomodo, que los ruidos son diferentes, que la tele no tiene las mismas dimensiones, me entra como una pequeña desazón hasta que la trama me atrapa o me da por bostezar, y ya noto la relajación en los músculos de la espalda. Son manías que ya no conocerán el remedio de la edad...

    Pero es raro, esta vez, porque la cueva donde he visto Los santos inocentes es la cueva de mi madre, que también fue la mía siendo yo un osezno, y luego lo otro, lo que viene antes de ser un oso completo, con los pelos y las uñacas. Hemos visto Los santos inocentes porque es una película que nos gusta mucho a los dos, y da para comentar cosas, y soltar exclamaciones, y soltar cuatro hijos de puta a algunos personajes que se lo tienen muy bien merecido. En mi casa siempre se creyó mucho en la lucha de clases, porque las clases existen, vaya que si existen, y Los santos inocentes es como la división de clases elevada al cuadrado, o al cubo. En su trama no sólo hay ricos y pobres,  limpios y sucios, sino seres humanos que casi parecen especies distintas, la una altanera y holgazana, la otra afanosa y arrastrada por los suelos.

    Al terminar la película, cuando ya encendíamos las luces del salón, mi madre ha exclamado lo que exclama casi siempre con estas cosas: “¡Qué poco hemos cambiado!”, y yo le he dicho que hombre, mujer, no jodas, que estas humillaciones ya no se ven ni en las dehesas de Extremadura. Porque analfabetos ya casi no quedan, y a los Azarías de la vida ya los envían a colegios como el mío. Lo que sí es cierto -le dije a mi madre- es que la estirpe del señorito Iván no se ha extinguido, ni va a extinguirse en los próximas centurias, me temo. Los de su ralea siguen por ahí, con la misma chulería, con la misma hijaputez, solo que ahora disimulan mejor. Ahora, los findes, se les ve mucho por la tele, porque se  manifiestan en Núñez de Balboa cuando el gobierno social-comunista no les deja ir a sus fincas a pegar perdigonazos, y a matar a las milanas.




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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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