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Two Lovers

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Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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45 años

🌟🌟🌟🌟

Después de varios años leyendo libros y conversando con los parroquianos, uno tiene la fundada sospecha de que el ser humano, en cuestiones sexuales, no es más que un bonobo vestido con pantalones vaqueros. Un simio disimulado. El sexo es nuestro pensamiento único, nuestro runrún de fondo. Nuestro hilo musical. Érase una vez unos homínidos a unos genitales pegados. 

    Pero el fornicio, por supuesto, como enseñara el abuelo Sigmund, sería la carcoma de cualquier civilización si campara a sus anchas por los dormitorios y los asientos reclinables. Desde que el hombre inventó la convivencia sedentaria alrededor de la agricultura, el instinto del bonobo lucha contra la imposición de las costumbres. No desearás a la mujer de tu prójimo ni codiciarás los bienes ajenos. Los mandamientos no surgieron por casualidad. El Ello y el Superyo llevan diez mil años dándose de hostias en el interior de nuestras cabezas, y en medio de ellos, como un sparring al que le caen palos por todos los lados, se sostiene el Yo, pobrecico, tratando de buscar una tercera vía entre el desenfreno simiesco y el matrimonio para toda la vida.


    De ese pacto social entre los sindicatos orgiásticos y la patronal conservadora, surge esa práctica extraña, muy poco frecuente en la naturaleza, que es la monogamia sucesiva. A falta del pan selvático, buenas son las tortas de la ciudad. Uno se ennovia, se casa con la primera pareja convincente, se divorcia de ella cuando las cosas se tuercen y vuelve a empezar el ciclo del emparejamiento hasta que el cuerpo aguante. En este carrusel de sustituciones todos somos contingentes y ninguno necesario, salvo el alcalde, claro, en Amanece que no es poco. Sólo el primer amor es un producto original: el resto es un outlet, un mercadillo en el que vamos cambiando de cama con la humildad de quien se sabe el número tal en una lista de examantes y examados. Así son las cosas. Y no pasa nada por asumirlo. 

Pero hay gente, como el personaje de Charlotte Rampling en 45 años, que no terminan de aceptarlo. Ella se creía especial, única. El alfa y el omega de su marido. Pero un día, por culpa del cambio climático, y de su efecto sobre los glaciares alpinos, descubre que el honor de la letra alfa lo ostenta otra señorita que ahora es la Reina de los Hielos. Había otra, por tanto, antes que ella. Y no una cualquiera: una chica joven y guapa a la que sólo un resbalón retiró del camino. Charlotte no asume que su amor pueda ser fruto del azar. Ella quizá soñaba con Destinos, con Predestinaciones. La decepción le golpea con tanta fuerza que ya no quiere ser ni la letra omega de su marido. Y en medio de todo esto, la fiesta de aniversario… 45 primaveras, y la última sin flor.






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