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Pagafantas

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“ Pagafantas: Se conoce así a la persona que aspira a llevar una vida de pareja sin darse cuenta de que no va a acostarse con la otra persona en la vida. Es el que consuela a la chica cuando ha tenido un desengaño. En el reino animal no se ha catalogado ninguna otra especie que siga este comportamiento”.

Así se define al pagafantas en la película. Yo conocía el concepto, pero no el vocablo. Antes, a los tipos como yo les llamábamos gilipollas sin más, en una demostración de simpleza semántica. Lo de pagafantas, hay que reconocerlo, suena mucho mejor, menos hiriente. Más eufemístico. Es el mismo imbécil de siempre pero con una etiqueta que casi lo hace entrañable. Y hasta achuchable.

Sí: yo he sido varias veces un pagafantas. Uno de campeonato, además, de Primera División. Primero fui campeón provincial y luego escalé las posiciones en el ranking. Una vez llegué a jugar la Copa de Europa de los Pagafantas. De hecho, ese chico que en la película ilustra la vida miserable del pagafantas se parece mucho a mí cuando yo era más joven: la misma cara de panoli, las mismas gafas de curilla, la misma expresión de dejarse llevar y no enterarse de casi nada. Una estulticia que no sé si venía de serie o si me la provocó un balón cabeceado en un partidillo. Da igual. El resultado es el mismo. Yo también he consolado a mujeres que me buscaban como amigo, como psicólogo, mientras yo las deseaba en vano, reprimiendo los cuernecillos que me asomaban por el cuero cabelludo. Llegó a dárseme muy bien. 

Luego, por supuesto, como la Claudia de la película, ellas se iban con el tipo menos recomendable del ecosistema. El mismo que habían jurado no volver a retomar. El tipo de hombre que según ellas solo podía acarrearles más lloros y desgracias. Aun así, como luciérnagas en la noche, ellas se quemaban en la bombilla. Y yo me quedaba en el bar pagando las Fantas de naranja, y las Fantas de limón, que siempre fueron mis preferidas. 





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Ópera prima

🌟🌟🌟🌟🌟


Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.

Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol, pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por ahí.

Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo, engañifa, mercancía de embaucadores.

“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente, tierno y odioso.  Ahostiable en ocasiones. Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.



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Negociador

🌟🌟🌟🌟

Los crímenes de ETA acapararon durante años las portadas de los periódicos y las aperturas de los telediarios. Y eso fue así, como quien dice, hasta ayer mismo. Todos los que hemos nacido sin un teléfono móvil en las manos recordamos aquel goteo incesante de muertos en las calles. 

Sin embargo, ahora que cesaron, aquellos terrores ya nos parecen lejanísimos, como asuntos en blanco y negro que narrara Victoria Prego en un documental de la Transición con imágenes descoloridas y voces de gramófono. Un día nos levantamos de la cama y ETA, tras un baile de máscaras, había dejado de existir. Casi con un chasquido de dedos, después de tanto dolor, y tanta negociación fallida, t tanto Movimiento Vasco de Liberación Nacional que dijo José María Ánsar  el mismo día que proclamó que a él nadie le contaba los vinos que podía tomar antes de coger el volante. El tsunami de la crisis económica nos devolvió a todos -asesinos de ETA incluidos- a la dura realidad de llegar a fin de mes, como en los tiempos anteriores a Sabino Arana. Los antiguos batasunos se habían convertido en políticos corrientes y molientes que gestionaban hasta el último céntimo de los presupuestos municipales, y la lucha armada, en ese escenario tan pedestre y tan poco romántico, había dejado de tener sentido.

    Negociador hace una versión muy libre de lo que sucedió en aquellas negociaciones -¡qué digo, diálogos!- que entabló Jesús Eguiguren primero con Josu Tornera, y luego con el exaltado de Thierry, en la trastienda francesa del año 2005. Cuenta qué hacían aquellos interlocutores cuando se levantaban de la mesa y lidiaban con el vacío de las horas muertas. Porque, al fin y al cabo, ellos eran seres humanos con sus necesidades alimenticias y sexuales, sus teléfonos móviles sin cobertura y sus dineros contados para los gastos de intendencia. En la mesa que supervisaban los mediadores internacionales todo eran indirectas y desacuerdos, puyas y contradicciones; pero luego, en el hotel compartido, a la hora del desayuno, el encierro de los días les animaba a charlar sobre las cosas tontas de la vida: que si vaya día que hace, que si viste la película de ayer, que si cómo quedó el Athletic de Bilbao... Y son estas banalidades, no lo olvidemos, las que terminan uniendo a la gente. Quizá no lleguen a forzar amistades o simpatías, pero sí, desde luego, quitan las ganas de matar. O de odiar. Y eso ya es mucho. 



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