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Sentimos las molestias

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Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Vergüenza. Temporada 3


🌟🌟🌟🌟🌟

Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico. Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la empatía y la condena. 

    El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución. Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer. Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine. La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y calculador.



    Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero. Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no enterarnos.



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Vergüenza. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

"En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!”

    Esto lo dijo Marcel Pagnol en los tiempos fundacionales del cine, y dicho así, con esta rotundidad de cinéfilo, parece que yo suiera quién es Marcel Pagnol, cuando en realidad esta frase la encontré hace tiempo en el Diccionario de Cine de Fernando Trueba, que citaba al escritor francés. Hace solo un minuto que he tenido que acudir a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre quién era el tal Marcel, novelista, dramaturgo y cineasta nacido en 1895... Da igual. Lo importante es la frase del principio, su aforismo inmortal, que yo suscribo por completo. Y aunque en películas que tratan sobre el Holocausto o sobre el puente sobre el río Kwai es difícil aplicar esa simpleza de hombres y mujeres que viven pendientes del follar, creo que nadie como Marcel se ha acercado tanto a la piedra filosofal que explica (casi) todos los argumentos.

    Dicho esto, Vergüenza es una serie tan dislocada, tan extravagante -y seguramente tan genial- que la sentencia de Marcel Pagnol se vuelve del revés. A uno le encantaría que al viejo dramaturgo -qué cultureta queda eso del “viejo dramaturgo”- le concedieran un permiso en el cementerio y pudiera ver la serie en Movistar + para luego abrir una mesa redonda donde pudiera participar con Cavestany y Armero -los showrunners- y los actores principales- Alterio y Gutiérrez- para explicar por qué cuando los protagonistas de Vergüenza no follan, la cosa se convierte en una comedia, y cuando por fin se lanzan los arrumacos,  la serie deriva en una tragedia sin parangón. 




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Vergüenza. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Desde niños vamos aprendiendo que somos más inteligentes que algunos y más feos que otros. O viceversa... Nos vamos colocando en la escala de percentiles aprendiendo de los éxitos y los fracasos. Se nos da bien el fútbol, mal el baloncesto, cojonudamente las matemáticas, de puta pena las mujeres guapas…. Nos comparamos con los demás y sacamos conclusiones. A veces pensamos que nos subestiman y a veces sospechamos que nos sobrevaloran. Nosotros también tenemos nuestra propia opinión cuando nos miramos al espejo, o cuando hacemos introspección. La autoestima es una balanza dificíl de calibrar, y casi nunca da el peso exacto de nuestra valía. Pero la mayoría de la gente se mueve en una horquilla razonable, en un margen asumible. Llegados a los cuarenta años, si no eres un gilipollas integral, si no te falta un módulo que viene de serie en el cerebro, más o menos conoces tus límites y tus posibilidades.

    Lo triste es que todos conocemos a alguien que no funciona bien. Que se mueve en otros parámetros de la realidad. Suelen ser los cuñados, o los vecinos del quinto, que nos caen gordos y que seguramente piensan lo mismo de nosotros. Pero nosotros sabemos que son ellos los que van dando grima con su comportamiento. Los que malinterpretan las señales que marcan el camino. Los que no se enteran de cuándo han de seguir o de renunciar. Verdaderos autistas cuando se trata de comprender el contexto social. 

Cuando les sobreviene un chispazo de lucidez, sufren una disonancia cognitiva que les paraliza, pero rápidamente la resuelven dándose la razón, o negando la evidencia. Reafirmando su valía inexistente, retomando el plan inconcebible. Empecinándose en la tontería. Son incorregibles. 

Con parejas como Jesús y Nuria todos hemos compartido una escalera, una celebración familiar, una cena entre amigotes. Y al final siempre terminamos por sentir vergüenza ajena. Querríamos contarles la verdad, o descojonarnos de la risa, pero somos personas educadas y no queremos hacerles daño. A veces, incluso, nos caen bien. Suelen ser buenas personas. Simplemente es que les falla algo, como a nosotros. Nadie es perfecto. El que no cojea de esto cojea de lo otro. Pero dan mucho el cante. Son carne de tragicomedia para la tele. Vergüenza los retrata a la perfección. Lo que me he reído mientras me incomodaban…



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Las ovejas no pierden el tren

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Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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Todo es mentira

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Todo es mentira, en efecto. Las relaciones entre hombres y mujeres son una gran mentira. Necesaria, porque hay que reproducirse, e incluso recomendable, porque hace mucho frío por el invierno. Y porque la soledad, para qué vamos a engañarnos, es una cosa muy jodida que sólo aguantan los espíritus fuertes y desapegados. El superhombre que anunciara Nietzsche y cuatro supertíos más. Los demás, que somos carne mortal, mortales y rosas, necesitamos del otro sexo -o del mismo, pero ésa no es ahora la cuestión- para sentirnos completos, satisfechos, reconciliados con la vida. "Tú me completas", que decía Jerry Maguire en su película...


    Pero insisto: todo es mentira. No sé si mi tocayo Fernández Armero tenía la intención de denunciar este equívoco biológico, este enredo genético que divinizaron los bardos para confundirnos. En Todo es mentira, desde luego, el tema central que trae de cabeza a sus personajes es el amor, o más bien la imposibilidad de mantenerlo, más allá del flechazo primero que altera las hormonas como un big bang de la bioquímica, y del ardor guerrero de los orgasmos. La pareja de jovenzuelos que conforman Coque Malla y Penélope Cruz es en eso arquetípica: jamás sentirán un amor más sincero que el primero, cuando cruzan la mirada por primera vez y se reconocen interesados y cómplices. A partir de ahí, con las primeras palabras de saludo, con los primeros chistes de coqueteo, empezará el disimulo de las intenciones, la ocultación de los pasados, la reserva de los asuntos clasificados. La cuesta abajo del culo y sin frenos. Porque todo es mentira entre los amantes, impostura, desencuentro... Más allá de los gametos, todo es literatura y cinematógrafo.

    Pero también es cierto que gracias a los poetas, y a los cineastas, que nos han engatusado toda la vida y han creado en nosotros el acto reflejo de la fe, perseveramos en la mentira, y en el desencuentro, y en la vida real, como en la película de Armero, podemos alcanzar esta alta sabiduría para convivir con ella y superarla. No voy a decir que alegremente, pero casi. 





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