El método Kominsky

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En la prensa digital de cada mañana, después de las noticias del día y de los análisis en profundidad, aparecen los artículos que podríamos llamar del buen vivir: consejos para comer bien, para quemar las calorías, para conocer rincones geográficos por un módico precio. Y, sobre todo, recetarios para llevarse bien entre los seres humanos, que somos muchos y muy complejos. Sobre este azaroso cohabitar se habla mucho de sexo, casi siempre de sexo, del que se hace mal, o no se hace, o soñaríamos con hacer en un mundo idílico entre las sábanas. Luego, en espacios más reducidos, aparecen los artículos paternofiliales y maternofiliales, que chacharean sobre esa ciencia inextricable que es la llevanza entre la familia. Porque en realidad, por mucho que aconsejen los expertos, el vínculo genético obedece a leyes particulares, subjetivas, que muchas veces no encuentran acomodo en los manuales.



    De la amistad, sin embargo, que es la otra vinculación que nos ata al género humano, y nos impide hacernos ermitaños en lo alto del monte, se habla muy poco en los periódicos. Y muy poco, también, en los productos audiovisuales, que hoy en día son mayormente series, infinitas series que se estrenan cada día para dar de comer a esa industria mastodóntica de los platós de rodaje. Los americanos han hecho mucha sitcom de compañeros de piso, que siempre es una amistad algo ficticia, práctica, para no matarse cada día porque alguien dejó abierto el frasco de mermelada o no limpió una zurrapa de mierda en el retrete. Luego la vida coloca a cada uno en su sitio y de aquellas cohabitaciones de juventud casi nunca queda nada. Nadie se ha atrevido a retomar a los personajes de Friends veinte años después porque posiblemente ya ni se hablen, ni sepan nada los unos de los otros, la mitad en Boston y la mitad en California.

    De la amistad propiamente dicha, de la que sobrevive a los años y a los matrimonios de cada cual, a los hijos que abandonan el nido y a los achaques que van minando la salud, se rueda muy poco material, y uno, que no está tan lejos de la edad provecta, y que siempre ha soñado con una amistad longeva y a prueba de avatares, ya echaba de menos una serie como El método Kominsky, una tragicomedia que sigue al señor Kominsky por los avatares de su vida despistada, porque este hombre, siempre ajetreado y con la cabeza en otro sitio, no lee o no asimila los consejos de la prensa digital, y su relación con la mujer que ama, o con la hija que adora, es claramente disfuncional. Pero la otra pata de la mesa, la que le sujeta a su viejo y avejentando amigo Norman, está hecha como de roble, como de acero reforzado, y gracias a ella Kominsky no va caminando por la vida como una vaca sin cencerro, que dijo -en inmortal metáfora- aquella mujer tan sabia de La Mancha.