El ascenso de Skywalker

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Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.



    En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..



    En estos cuarenta y dos años he celebrado seis Copas de Europa, he leído cientos de libros y he visto miles de películas. Y entre ellas, todas las películas de la saga Star Wars: las buenas y las malas, las clásicas y las modernas, pero nunca, hasta hoy, había visto una en el cine junto a mi hijo. Cuando él era niño las vimos todas en casa, varias veces, hasta la memorización friki del diálogo. Hasta el empacho casi enfermizo de los mundos imaginados. Yo, el caballero Jedi, y él, mi inteligente Padawan... Las últimas películas nos pillaron viviendo en ciudades distintas, con compromisos distintos, novias y amigos, soledades y mierdas, y sólo ayer, en un regalo espacio-temporal que la Fuerza nos otorgó, pudimos cerrar el círculo algo ovalado de nuestra familia: padre e hijo que se reúnen no para gobernar juntos la Galaxia, como los Skywalker, o los Palpatine, que ya quisiéramos nosotros, nos ha jodido, sino para seguir con esta tradición navideña que cada cuarenta años reúne a un señor mayor con su hijo para comerse unas palomitas, escuchar la fanfarria inicial de John Williams y empezar a leer las palabras amarillas que se deslizan en la negrura…



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En el súper

Hoy, de paseo por León, he vuelto a entrar en el Cine Pasaje. O mejor dicho, en el supermercado que ahora ocupa su lugar. Como un acto de protesta contra la realidad de los tiempos, he entrado con la intención de no comprar nada, sólo para recorrer los pasos nostálgicos que mis pies como zarpas nunca olvidaron.

    Mientras la clientela del supermercado inspeccionaba ingredientes, calculaba descuentos y llenaba las cestas con productos, yo me he instalado en una realidad holográfica en la que el Cine Pasaje se superponía a los estantes y volvía a la vida en un sueño nostálgico que me escocía en los lagrimales. A la izquierda, nada más entrar, donde ahora está el expositor de pan y la bollería industrial, he visto a mi padre resolviendo crucigramas en su pequeño garito, esperando que terminara la función para abrirle la puerta a la muchedumbre, cerrarla de nuevo durante unos minutos y volver a instalarse en ella ya peripuesto y uniformado, con la gorra y la librea, sonriente y algo encorvado, buenas tardes, buenas tardes, dando la entrada al nuevo grupo de soñadores… Unos pasos más allá, donde los lácteos y los huevos, he visto la puerta que daba acceso a la cabina de proyección escaleras arriba, donde Juan y Santiago me dejaban enredar con los recortes de celuloide y me permitían ver las películas desde el ventanuco por el que ellos vigilaban la calidad de la proyección. Al lado justo del otro ventanuco, el primordial y mágico, el que atravesaba el haz de luz que convertía los fotogramas estáticos en personajes vivientes que en la pantalla se daban besos, se pegaban tiros o se perseguían como centellas por los rincones de la galaxia muy lejana.




    He llegado a la última pared del supermercado y mis pies me han dicho que allí, justo allí, estaban las puertas de acceso al patio de butacas. El supermercado ocupa justo el espacio que antes ocupaban el vestíbulo, los aseos y el viejo ambigú de los chicles y las gominolas. He sonreído al saberlo: el cine en sí, las 999 butacas enfrentadas al imponente pantallón, no han sido mancillados por este monumento moderno dedicado al envoltorio de plástico y a la calidad ínfima de los alimentos. Quizá lo que hay más allá de la pared, ocupando el espacio sagrado de mi infancia, sea algo todavía menos decoroso para mi recuerdo. Pero hoy, al menos, he decidido no averiguarlo.

    Hoy por la mañana, en el súper de la avenida José María Fernández, estaban los trabajadores, los clientes, y un tipo alto, desgarbado, con aire de despistado, que venía a ver una película.
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Million Dollar Baby

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Hace 15 años -¡dioses míos, hace ya 15 años…!- coincidieron en las carteleras ibéricas dos películas que defendían el derecho civil a la eutanasia. Una, Million Dollar Baby, estaba ambientada en la América Profunda del boxeo femenino y la white trush de la obesidad, mientras que la otra, Mar adentro, muy lejos de aquellos parajes, transcurría en la Galicia Profunda de los pastos para el ganado y los acantilados que descienden hacia el mar como abismos.



    Los curas se pusieron muy nerviosos con esta coincidencia que atentaba contra la doctrina divina del Catecismo, y mientras unos denunciaban en sus homilías que tal contubernio era sin duda obra del Maligno, que volaba libremente de una orilla a otra del Atlántico, otros se atrevían a denunciar que Clint Eastwood y Alejandro Amenábar pertenecían a una logia masónica que enviaba un mensaje de perdición a todo el planeta, urbi et orbi también, pero no precisamente desde el balcón del Vaticano... Creo recordar que el mismísimo presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, asistió al estreno de Mar adentro y pronunció algo así como la intención de aprobar una ley que se pareciera mucho a la que ya disfrutaban los pueblos civilizados de Flandes y la Helvecia. Antes de que José Luis plegara velas y se cagara en los pantalones, temblaron, por un momento, los cimientos del nacionalcatolicismo, que había resistido imperturbable las demás tormentas de la Transición: la legalización del comunismo, el orgullo de los maricones y la película porno de los viernes en Canal +.  A los curas, en realidad, les importan un carajo todas estas desviaciones de la sociedad, porque ellos también se benefician de lo mismo que critican. La hipocresía es el octavo pecado capital que los Padres de la Iglesia se olvidaron, muy cucamente, de poner en la lista… A los curas -aparte de que algún día empiecen a cobrarles el IBI por sus iglesias y latifundios- lo que más les jode es que la gente entre y salga del mundo cuando le venga en gana, sin pedirles permiso, como si la vida fuera un bar público, y no el club privado que ellos desearían regentar con gorilas en la puerta.



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La mujer de la montaña

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Hace años, cuando casi nadie era capaz de situarla en un mapa, yo decía que Islandia era el país ideal para retirarse del mundanal ruido para una larga temporada, o para siempre. Me miraban raro, los conocidos, y me preguntaban qué se me había perdido en un lugar sin playas ni monumentos, sin más gastronomía que la carne de reno a las finas hierbas de la tundra. Yo me había enamorado de Islandia leyendo las crónicas que durante un verano escribió John Carlin para el diario El País, hablando de un paraíso social donde el Estado casi garantizaba la felicidad, la gente se calentaba con el agua caliente que salía gratis de la tierra, y los matrimonios se disolvían alegremente entre gentes follarinas que no se guardaban ningún rencor.
   
    A pesar de que las crónicas de John Carlin llegaban al corazón del lector socialista y aventurero, Islandia siguió siendo una isla ignota que sólo salía en la prensa cuando su primera ministra -de apellido irrecordable e intranscribible- sentaba cátedra sobre cómo las mujeres, investidas del cargo, pueden mandar exactamente igual que los hombres. Que es una  perogrullada como un volcán islandés de grande, pero que conviene recordar de vez en cuando. Y, de pronto, la selección de fútbol de Islandia se clasifica para disputar la Eurocopa 2016, miles de aficionados vikingos se plantan en el continente para celebrar el orgullo de su estirpe, y las gentes futboleras y no futboleras se enamoran de esos maromos enormes y educadísimos, y de esas princesas rubísimas y sonrientes. Islandia se pone de moda, se establece el puente aéreo Albacete- Reikiavik, y casi sin darnos cuenta, en la filmografía marginal de los gafapastas, empiezan a colarse películas que narran cómo es la vida en esa isla tan fría como civilizada, como una Atlántida moderna algo más septentrional que la antigua.



    Uno, de momento, de las películas islandesas sólo ha obtenido ronquidos y entusiasmos muy tibios. La mujer de la montaña prometía mucho al principio: una ecologista guerrera se dedica a sabotear la industria patria para desincentivar las inversiones de las empresas chinas que amenazan con desembarcar, y que lo pondrían todo perdido, con lo mucho que trabajan, y lo poco que limpian, estos umpalumpas de los ojos rasgados. La película empieza siendo algo así como Tomb Raider dando tumbos entre las montañas y los géiseres, y resulta entretenida y curiosa. Pero luego, poco a poco, no sé cómo, la atención se me va distrayendo, pienso en las otras películas que tengo guardadas, y echo de menos saber más cosas de Islandia porque no salimos de los páramos donde los postes eléctricos son los únicos árboles capaces de prosperar.



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El irlandés

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Supongo que no es casualidad que El irlandés se haya estrenado en la cercanía de estas fechas tan entrañables. Ahora que vamos de cena en cena -que si la empresa y los colegas, que si el club de pádel o el círculo de Podemos-, veo reunidos a Robert de Niro, a Al Pacino, a Joe Pesci, al señor Scorsese que está en las penumbras moviendo la cámara, y siento que participo en una cena de viejos amigotes, aunque ellos me sobrepasen con mucho la edad. Llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine los domingos, o para ver una película en la tele de mi salón. De mis muchos salones, en realidad, en mis muchos destinos… Ellos son las amistades más longevas que conservo, aunque quizá no las más profundas, porque Pacino y compañía son muy celosos de su vida privada, y los excesos  del famoseo sólo se los cuentan a personas de absoluta confianza. Mi amistad con estos gángsters no da para convertirlos en padrinos de mis hijos, ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando no para de llover…



    El irlandés es, vaya por delante, demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Tres horas y media no se las salta de un brinco ni el mismísimo Bob Beamon, así que reconozco que he interrumpido tres veces la sesión con el mando a distancia, del mismo modo que San Pedro negó a Jesús tres veces en pecado medio venial o medio mortal, según los exégetas. Me he levantado una vez para mear, otra para hacerme un tentempié y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines, cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar, a chacharear, a comprarse unos caramelos en el ambigú. En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecadillos contra el arte, porque son lugares sagrados, de culto, y las imágenes allí expuestas merecen el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo, padre Scorsese, nunca llegan las versiones subtituladas, y además la gente no para de ingerir alimentos que son ajenos a las hostias consagradas. Así que he visto El irlandés en la República Independiente de mi Casa, y allí uno nunca termina de centrarse, entre los estímulos del teléfono, los jugueteos del perrete, las preocupaciones que a veces se posan en el colodrillo como mosquitos que ya se cansaron de zumbar por el aire.



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Intocable


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Hace años leí un libro titulado Sexo, mentiras y Hollywood que ahora espera su turno de relectura en las estanterías, charlando con sus vecinos de la cinefilia. El autor es Peter Biskind, un periodista que conoce los entresijos, las bambalinas del negocio, y que además las destripa con pluma ágil y lengua afilada. El libro está dedicado a narrar la obra y milagros de los hermanos Weinstein, que surgiendo de la nada aún no habían alcanzado la cota más alta de las miserias, como dijo una vez Groucho Marx. Por la época del libro, los Weinstein eran los capos del cine independiente, los acaparadores de los premios, los chulos más peligrosos de cualquier contrato que se firmara. 

    En el libro, sin embargo, porque no todo en él eran alabanzas hacia los hermanos, se deslizaban… pistas, medias verdades, de lo que luego se supo sobre los abusos sexuales de Harvey Weinstein. Es obvio, releído ahora, que Biskind sabía, pero no escribió. Que le contaron, pero no se atrevió. Que quizá tuvo un arrebato de valentía y alguien le amenazó con terribles venganzas laborales o personales si rompía la omertá.



    Así que Biskind, acojonado, o acobardado, se limitó a sugerir la posibilidad de que tal vez, quizá, en algunas ocasiones, había actrices que bueno, que hacían de tripas corazón y… se entregaban a la compañía sin ropa de Harvey Weinstein, que insistía, que las liaba, que se aprovechaba del interés que ellas ponían en conseguir un papel en la película, en viajar en jet privado y asistir a las fiestas exclusivas donde Leonardo DiCaprio se acercaba con una copa de champán y te sonreía.

    Hace trece años, cuando se publicó el libro, uno leía esas cosas y sonreía como un desinformado. Como un gilipollas auténtico. Casi, diría, como una mala persona. "¡Hay que ver cómo es el mundo de Hollywood...!", y tonterías así, de salir del paso. Ahora veo este documental titulado Intocable y se me cae la cara de vergüenza. Otra vez, claro, porque ya sabíamos de todo esto por la prensa, y por los telediarios. Las mujeres coaccionadas, amenazadas, violadas realmente, lloran ante la cámara de Ursula Macfarlane al recordar su humillación. Su miedo y su impotencia. El asco… Recuerdan la incomprensión de quienes supieron, intuyeron, sospecharon de lo suyo, pero al final miraron para otro lado. Como los tolais que leímos aquel libro al otro lado del océano, lo devolvimos a la estantería y nos pusimos, quizá, a ver un partido de fútbol tan ricamente, sin pensar que entre aquellas páginas habíamos dejado varios dramas intolerables.



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Cómo vivir contigo mismo

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Cómo vivir contigo mismo… Pues viviendo. No hay otra. Es lo que hacemos todos en este valle de lágrimas, por propia definición de la vida: el que deja de vivir consigo mismo es que se suicida, o se enajena, que es otra forma de escapar. Así que no hay otro remedio que convivirse, si se quiere disfrutar de los pequeños placeres. Hagamos lo que hagamos, en soledad o en compañía, nunca estamos solos: siempre está uno mismo fisgando, alentando o criticando según el proceder. Y como no podemos ahuyentarlo, ni amordazarlo, tenemos que aprender a negociar sus manías y sus miedos, sus caprichos y sus gilipolleces. Después de las siete horas de sueño -en las que vives contigo mismo, sí, pero de un modo difuso, casi despersonalizado -te levantas por la mañana y tú mismo ya estás ahí, esperando al pie de la cama como un mayordomo eficiente, dando pol culo con las preocupaciones y las toses de la edad. Que si llego tarde, que si tengo que arreglar aquello, que si vaya mierda de café… El uno mismo que es nuestro monólogo interior, nuestro gusanillo de la conciencia, nuestra imagen en el espejo. Ese tipo que a veces me da un capón en el cogote, coge mi ordenador de malos modos y se pone a escribir sus cosas sin preguntarme, como ahora mismo, yo a su lado, sin muchas ganas de corregirle.



    Paul Rudd, en Cómo vivir contigo mismo, está bastante harto de vivir consigo mismo, y decide someterse a una extraña terapia genética que limpiará su cuerpo de radicales libres, y su mente de malos pensamientos. Un yo rejuvenecido y alegre, ya sin canas en el pelo ni arrugas en el alma, que tratará de reverdecer los viejos laureles de su maltrecho matrimonio, y de su empleo a punto de naufragar. Pero esto es una comedia de Netflix, algo sale mal en la mesa de operaciones, y al despertar de la anestesia, Paul Rudd descubrirá que a partir de ahora tendrá que vivir consigo mismo no metafóricamente, no literariamente, sino de verdad, en carne y hueso, con ese clon que le han fabricado desde las entrañas y que siente lo mismo que él y recuerda lo mismo que él. Un clon con la misma edad, pero pluscuamperfecto, enérgico, radiante, que al conocer a la bella esposa de su yo original pensará: “Joder, soy yo mismo, pero mejor, y sin gafas… Me la quedo”. Un triángulo amoroso con dos lados iguales, o casi: el amor isósceles.



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Diego Maradona

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Todos los futboleros sabemos que existe una manera eficaz de parar a Leo Messi: arrearle las mismas patadas que recibía su compatriota Diego Armando Maradona hace treinta y cinco años, por los campos embarrados y sin reformar. Pero nadie se atreve a decirlo porque el fútbol, afortunadamente, ya no es el mismo de antes, y quien abogue por semejante cosa será marginado con justicia de la grada del estadio, o de la barra del bar donde ahora la gente bebe como antes, pero más civilizadamente, con las palabras fair play grabadas a fuego en las meninges, gracias al himno tan pegadizo de la Champions. De la barbarie de aquellos defensas bigotudos con cara de pistoleros del Oeste, que iban rejoneando a Maradona hasta que el último sin tarjeta amarilla le daba la estocada final, hemos pasado a estos centrales posmodernos que miden uno noventa, son guapos del carallo y se anticipan al corte sin tener que partir tibias con los tacos.



    Messi, el puto Leo Messi, la pesadilla del madridismo que nunca termina, ha tenido la suerte de corretear en terrenos de juegos que ya son como alfombras, rodeado de dandys que a lo sumo le hacen una carga ilegal o le agarran tímidamente de la camiseta. Messi gambetea y mete sus goles pegados al palo perseguido por cien cámaras de alta definición que dejarían en evidencia a cualquier defensa que le soltara una hostia sin más, como hacían con el Diego, el Dios, que tenía las piernas llenas de cardenales como un Cristo que jugara de segunda punta en el Spartak de Nazaret.

    Messi, el puto Leo Messi de los cojones, es sin duda el mejor jugador del mundo, y posiblemente el mejor jugador de la historia. Pero yo me niego a reconocer esto último. Mi orgullo vikingo me lo impide, y, además, tengo este sólido argumento de las patadas asesinas que nunca va a recibir. Pienso en ese Leo Messi imaginario de hace treinta y cinco años -reducido al 40% de su capacidad en la Serie A de los camorristas y los navajeros- mientras veo este documental de la HBO sobre la trágica figura de Maradona en su etapa napolitana. El dios zurdo que hacía milagros con la pelota los domingos y fiestas de guardar, pero que luego, entre semana, se convertía en un humano sospechoso que iba de putas, tenía hijos ilegítimos y se metía rayas de cocaína que luego estornudaba con mucho esfuerzo en el gimnasio.



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Deliverance

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Deliverance es la historia de cuatro pijos de Atlanta -empresarios de mucho éxito en lo suyo- que deciden pasar el fin de semana haciendo eso que ahora todo el mundo dice practicar en Tinder, para quedar de intrépidos aventureros, o de intrépidas findesemanistas: un descenso en canoa por aguas montañeras que de vez en cuando salpican la cara y mojan el chaleco salvavidas. La última moda del ligue, que ahora llaman rafting, además, para fardar de nivel medio inglés, los usuarios, y las usuarias…

    Los cuatro amigos han decidido bajar por el río Chattooga a modo de homenaje a sus aguas bravas, pues dentro de poco la modernidad va a construir allí un embalse del plan Badajoz que anegará los paisajes y desencabritará las corrientes. A ellos, como a casi todo el mundo, les gusta la naturaleza salvaje, la casi intocada por el hombre, pero tampoco van a renunciar a la electricidad que surgirá del esfuerzo hidroeléctrico, y que alimentará sus cachivaches domésticos del año 1972. Será un ejercicio de remo, sí, pero también un ejercicio de cinismo medioambiental, que todos seguimos practicando en la actualidad con mayor o menor conciencia. Y que santa Greta Thunberg nos perdone…



    El tramo salvaje del río Chattooga transcurre por el lejano condado de Paletolandia, y cuando los cuatro amigos de la “capi” aparcan sus bugas en la gasolinera y estiran las piernas antes de desatar las canoas, aprovechan para reírse un poco del personal que toca el banjo y mastica los tallos de las gramíneas. Gentes emparentadas con el Cletus de Los Simpson que han sufrido la devastación genética de la endogamia, tan arraigada en los montes Apalaches que a quien no le falta un verano le falta un hervor, o un buen tramo de la dentadura. Estos tipos -piensan los cuatros amigos comandados por Burt Reynolds- estarían para vender pañuelos en los semáforos, o limpiar los aseos de las oficinas, allá en la civilizada Atlanta. Pero se les olvida que están jugando en campo enemigo, y que cualquier equipo del montón, en su campo embarrado, rodeado de su gente, con el árbitro acojonado por la presión, es capaz de igualarle el partido a cualquier formación de profesionales prepotentes. Mientras las señoritas de la ciudad disfrutan de su descenso en canoa, ellos, los paletos, organizarán una partida de caza humana con sus escopetas de cazar conejos…



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Cine Pasaje

Supongo que yo ya había estado allí en otras ocasiones, en la penumbra del cine Pasaje, pero mi primer recuerdo nítido pertenece al 24 de diciembre de 1977. En Nochebuena no había sesión de noche para que los empleados pudieran cenar con sus familias, así que mi recuerdo procede de la primera sesión, que empezaba sobre las cinco, o en la segunda, que lo hacía sobre las siete y media. No sé quién me acompañaba. Supongo- porque yo tenía poco más de cinco años - que era mi madre la que velaba por mi seguridad en aquella sala enorme de 1000 butacas, butacones, realmente, de aquellos antiguos y pesadotes, que en los años siguientes yo ayudé muchas veces a levantar a mi padre cuando terminaba la sesión, recogiendo las monedas caídas de los bolsillos como paga por mi labor (una labor que también consistía, si la sesión era la última del día, en pasar corriendo por los aseos, abrir la puerta con educación y gritar “¡Cerramos!” al posible rezagado o rezagada que hacía sus necesidades con peligro de quedarse allí  toda la noche).



    De aquella tarde de invierno recuerdo tres cosas con absoluta claridad: la fanfarria de la 20th Century Fox atronando en aquella pantalla que era como el mismísimo universo de ancha, ocupando todo el campo de visión; la gente que buscaba sus localidades con las luces ya apagadas, haciendo sudar la gota gorda a los acomodadores que alumbraban con la linterna y esperaban una propinilla que ya por entonces se estilaba más bien poco; y, por supuesto, el momento fundacional de esta cinefilia que todavía condiciona mi ocio y estructura mis pensamientos. Que fue como el rayo saliendo del Monolito de Kubrick o como la impronta maternal del robot David en Inteligencia Artificial. Mi infancia consciente, mi vida peliculera, mi pedrada continua, mis recuerdos más o menos ordenados, comienzan en el mismo instante en que la nave consular de la princesa Leia surca el espacio sobre el planeta Tattoine y su luna lunera, y de pronto, tapando progresivamente la pantalla, aparece el destructor imperial persiguiéndola, majestuoso y maléfico. Recuerdo el estupor, la parálisis, la emoción tan intensa que casi se parecía a la congoja…  Los párpados tan abiertos que casi se me dislocan y me dejan los ojos abiertos para toda la vida. Yo ya había nacido, pero en aquel momento tuve, por primera vez, la noción de estar vivo. Todo lo que ha venido después, en los cines y fuera de ellos, viene surfeando en esa ola estruendosa de conciencia. Han pasado cuarenta y dos años y yo sigo allí sentado, mirando los enredos familiares de los Skywalker y sus midiclorianos con la misma cara de alelado. El cine ya no existe, mi padre ya no vive, y yo trabajo muy lejos de León. Pero de todo eso yo todavía no me he enterado. Me enteraré cuando acabe la película, y Luke y sus amigos reciban sus medallas por haber destruido la Estrella de la Muerte… Antes no.



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Los días que vendrán

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Vir y Lluis son dos treintañeros barceloneses que hablan catalán en la intimidad de su dormitorio. Ganan un buen dinero, viven en el downtown de la ciudad y se han arrejuntado para disfrutar a tope el resto de su juventud, antes de tomar las decisiones trascendentales sobre el trabajo o sobre los hijos. Ellos quieren viajar, salir de noche, ir al cine, experimentar con los mil y un alimentos que ofrece el Mercado de la Boquería. Y follar, claro, mucho… Vir y Lluis parecen una pareja muy moderna, profesionales liberales del teléfono móvil y del habla correctísima, pero en la primera conversación de la película descubrimos que utilizan la marcha atrás como método anticonceptivo, que es el remedio chapucero que usaban sus abueletes del Ampurdán en tiempos de la Guerra Civil. Vir y Lluis no saben -o no quieren saber- que en los pequeños chispazos pre-eyaculatorios viajan intrépidos espermatozoides que son la avanzadilla del ejército, zapadores que van abriendo caminos para que sus compañeros de armas pasen en feroz estampida o en pacífico desfilar, según la fuerza de la eyaculación. Y que a veces, con el grueso del ejército derrotado en el valle de un ombligo, estos zapadores se lanzan como guerrilleros heroicos a la misión de fecundar el óvulo que ya se creía a salvo del asedio.



    A partir de ahí, del encuentro clandestino entre el zapador y el óvulo, empiezan a contarse, o más bien, a descontarse, los días que vendrán... Nueve meses de embarazo que serán el tránsito agridulce de la pareja al trío, del “qué bien estábamos tú y yo solos” al “a ver qué coño hacemos ahora con un crío en casa”... Vir y Lluis saben -porque lo han visto en las películas, y ahora se lo recuerdan mucho las amistades- que la visión del recién nacido compensará todos los sinsabores y sacrificios. Pero hasta entonces aún faltan muchos meses de carrusel emocional, de discusiones agrias que medirán el compromiso, la paciencia, la madurez necesaria para afrontar el reto de ser una pareja progenitora. Muchos meses de sexo inapetente, de sexo denegado, de sexo recomendado por los médicos, que es casi el peor de todos, tan frío y maquinal. Nueve meses de pequeñas separaciones, de tristes reencuentros, de breves momentos para el humor… Nueve meses de mierda, en realidad, a la espera de que la cabecita  del bebé asome, la sonrisa se dibuje, y todo pase a ser la pesadilla de los días que pasaron.


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Sombra

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Si ya es difícil seguir cualquier película de chinos y chinas -porque los rostros se confunden y a quien tomabas por el cuñado resulta ser luego el amante, y a quien tomabas por la villana resulta ser más tarde la heroína-, más difícil aún, el tour de force, el reto supremo del mindfulness que ahora está tan de moda, es seguir una película de chinos que cuenta la historia de un doble que suplanta la identidad de su Señor de la Guerra.  Si ya cuesta un huevo, en las películas de Zhang Yimou, reconocer a estos samuráis que se acorazan hasta el cuello y se ponen unos cascos como de Darth Vader para que sólo entreveamos sus ojos enrabietados, cómo seguir, ay, en las brumas del pre-sueño, este enredo erótico-militar de unos chinos mandarinos que jamás conocieron la mezcla genética de otros invasores. Bueno sí: los mongoles de Gengis Khan, o los japoneses de Hiro-Hito, que a efectos del fenotipo es como si la raza sueca invadiera a la raza noruega o viceversa.



    Los chinos poderosos llamaban “sombras” a estos dobles que los representaban en las misiones más arriesgadas, en los duelos por honor, o en las negociaciones con los bárbaros, pero que también -porque no todo eran sinsabores- los suplantaban en el fornicio con las concubinas si el amo andaba peneacontecido y no quería que su hombría fuera puesta en entredicho dentro del harén. Imagino que los señores no tendrían mucho problema en encontrar a esbirros muy parecidos a ellos, porque un chino sale a comprar pan o a tomarse un chato y en el camino ha de encontrarse, como mínimo, con diez conciudadanos que podrían acostarse con su señora sin que ésta -al menos hasta el momento más íntimo- se coscara del cambiazo.

    Los dictadores occidentales, sin embargo, siempre se las han visto y deseado para encontrar un panoli con cierto parecido que saludara desde el estrado vigilado por un francotirador, o que viajara en el coche oficial sin blindaje para comerse el marrón de un atentado. Dicen que hasta Franco, que fue un señor de la guerra de Segunda División, tuvo su pequeño ejército de dobles escondidos en El Pardo. A saber en qué pueblo  perdido de la estepa, o en que aldea remota de la montaña, dieron con una “sombra” de su hechura que fuera a inaugurar los pantanos de Extremadura mientras Franco pescaba el salmón o mataba las perdices.



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La Novena Puerta

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Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.



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Cincuenta sombras de Grey

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He aguantado cuatro años sin verla. Pero ya no podía más… La curiosidad mató al gato, y también al cinéfilo, que son animales comunes de la noche. Alguien me advirtió en su día que podía convertirme en estatua de sal si desviaba la mirada hacia Cincuenta sombras de Grey, de lo mala y ridícula que era. Que los críticos profesionales la veían porque no tenían otro remedio, encerrados en las salas de proyección como reclusos, pero que los cinéfilos de segunda categoría, que sólo emborronan blogs por amor al arte, se habían declarado en huelga de ojos cerrados y de penes caídos. Un boicot en toda regla. Pero yo sé que la gente miente. Que en los blogs y en los bares se dicen cosas para quedar bien delante del prójimo -y sobre todo de la prójima-, pero que luego, en la intimidad de los hogares, con el portátil sobre las piernas o el mando de Movistar + sobre la rodilla, nadie resiste la tentación de fisgonear en la “sala de juegos” del señor Grey, a ver qué guarrerías atadas con cuerdas -como las morcillas de mi pueblo- le hace este yupi dislocado a la pobre Anastasia de los ojos azules como Blancanieves. 



    Yo soy como todo el mundo, más o menos, y los apocalípticos consejos de no ver Cincuenta sombras de Grey, lejos de quitarme las ganas, azuzaban mi curiosidad y espoleaban mi deseo. Porque, además, yo había visto a Dakota Johnson en los avances que ahora ya se llaman teasers, y a mí, Dakota Johnson, tengo que confesarlo, es una señorita que me seduce mucho los instintos, y cada vez que se muerde los labios me pasa exactamente lo mismo que le sucede al señor Grey, que se le va la imaginación a lugares más íntimos y oscuros donde el público ya no interfiere ni molesta…

    Yo no había visto la película porque nunca encontré a nadie que quisiera acompañarme en la aventura, a mi lado, en el intrépido sofá de mis vuelos sin motor. Y a mí me apetecía verla con alguien por si había que partirse el culo, con las gilipolleces, o partirse el nabo, con los erotismos, según lo que Grey y Anastasia nos fueran ofreciendo en su performance del Barroco. Pero nunca se dio el caso, y sigue sin darse, así que ayer por la tarde, incomodado por los fríos de noviembre,  me puse el salacot, agarré el machete y me adentré en la jungla impenetrable sin mirar atrás… Y al final del camino, nada. La nada más frustrante. Yo venía al blog a redactar una humorada, o una sexualidad, algo entre picante y divertido, pero la película es tan tonta, tan vacua, que he navegado por ella sin encontrar nada que excitara mi pluma. Ni mi inteligencia, ni mi hombría decepcionada…



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Casi imposible

🌟🌟🌟

Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…



    En mis locas fantasías, ella, Natalie Portman, por poner un ejemplo, venía a España a recibir un premio importantísimo el mismo día que yo visitaba Madrid para liarla en una manifa anticapitalista, y en una parada de su limusina para coger un café en el Starbucks, o hacer una foto que nos retratara como pintorescos guerrilleros, nuestras miradas se cruzaban para reconocerse perdidas en el tiempo, y reencontradas en un milagro de la geografía. Otras veces era yo el que viajaba a Nueva York a conocer los escenarios reales de las ficciones que marcaron mi vida, y de pronto, al doblar una esquina, desprevenido perdido, me encontraba a Natalie vestida de calle, clandestina y guapísima, paseando a su perrito de raza con la correa, y yo casi tropezaba con ella, y decía perdón en castellano -porque el inglés se me había ido por la ingle del susto-, y ella me decía “no pasa ná”, pero en inglés americano, y en el enredo idiomático surgía la risa, la chispa, el gesto que detenía al guardaespaldas que ya se abalanzaba hacia mí para darme una buena hostia con la culata de su revólver.  Gilipolleces así…

    La historia que más me convencía, sin embargo, dentro del repertorio de mi romántica imaginación, era que Natalie Portman pasaba justo por delante de mi casa haciendo el Camino de Santiago -porque ciertamente, por aquí transcurre- y que ella, de incógnito, reencontrándose consigo misma tras una ruptura amorosa con algún imbécil que no supo apreciarla ni quererla, me preguntaba por el próximo albergue con una voz que yo reconocería al instante después de haberla escuchado en tantas y tantas películas. Yo, trabado y sudoroso, tardaba dos segundos taquicárdicos en responder, los suficientes para que Natalie se supiera descubierta y deseada por un apuesto (es una licencia literaria) admirador del Viejo Continente.  Ella, risueña y confiada, me invitaba a acompañarla hasta el albergue que ya era un asunto secundario, ahorrándome la explicación y dejándome un sitio a su lado para acompasar la caminata…




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Dublineses

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando Gabriel descubre a su mujer traspasada por La chica de Aughrim, comprende, abofeteado por una intuición, que él es un personaje secundario en la vida de su esposa. Durante los tres minutos que dura la canción, ella se ausenta por completo, indiferente a su presencia, y viaja muy lejos, a un recuerdo que transforma su rostro y arranca sus lágrimas. Sólo un amor perdido podría transfigurarla así, y Gabriel empieza a preguntarse si su mujer se descompondría del mismo  modo si un día tuviera que recordarle escuchando una música similar.




    Ya estaban a punto de irse de la fiesta, a punto de salvarse, felices y enlazados, pero el cochero se demora, él tarda en calzarse las botas, y de pronto, del piso de arriba, surge la canción que entona el tenor Bartell D’Arcy, y que detiene a Gretta a media escalera. Si todo lo anterior hubiera sucedido sólo un minuto antes… Pero ahora ya es tarde, y algo se ha roto definitivamente entre los dos. Al llegar al hotel ella le hablará de Michael Fury, el muchacho del que estuvo enamorada en su adolescencia. Un chico que también bebía los vientos por ella, y que una noche de invierno -la última que Gretta vivió en casa antes de ser encerrada en el internado de Dublín- se presentó bajo su balcón, cantó La chica de Aughrim y a los pocos días murió, enfriado el cuerpo y congelada el alma. Michael Fury lleva muchos años enterrado en un pueblo lejano, pero esa noche ha renacido de entre los muertos...
   
    Gretta no se abraza a su marido, no le mira, no busca en él el consuelo. Cuenta su historia como quien está soñando, o recordando el amor en una celda solitaria. Finalmente caerá en la cama sorprendida por un sueño repentino y justiciero, y Gabriel se asomará a la ventana para ver nevar sobre Dublín. La nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos, piensa, y dentro de unos pocos años todos ellos estarán muertos. Él, y Gretta, y los presentes en la cena de Reyes, en casa de sus tías. Todos se reunirán con Michael Fury en el otro mundo sin Navidad. Gabriel está conmovido y destrozado. Ha comprendido que Gretta le ama, pero que hubo un tiempo en que ella amó a otro hombre con más fiereza, con más desesperación. Es triste, sí, pero qué importa todo en realidad… La vida sigue. Su matrimonio seguirá. Vendrán otras Navidades y otras fiestas. Y otras nieves que irán depositándose sobre los nuevos vivos, y sobre los nuevos muertos. Alguna vez será la última, y la siguiente, la primera.


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Birdman

🌟🌟🌟🌟🌟

Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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El método Kominsky. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.



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El Rey

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Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.



    Alberto San Juan habrá pensado: Juan Carlos se nos muere en cualquier momento, de cualquier caída tonta o de cualquier disparo accidental, sin ninguna Clínica Quirón en quinientos kilómetros a la redonda, y a ver quién es el guapo que estrena una obra crítica cuando los telediarios abran con la fanfarria, los periódicos lamenten a ocho columnas y se instauren 19 días de luto oficial y 500 noches de ostracismo para quien ose recordar que don Juan Carlos -el primero, y de momento el único-, es un personaje real con más sombras que luces. Con más cosas por explicar que las explicadas hasta la saciedad. Ésas mismas que en el obituario nos recordarán los panegiristas de la campechanía hasta que se les agote la baba en la impresora…

    Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.



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Futurama. Temporada 1


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“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, decía un aristócrata en El Gatopardo, temeroso de que Garibaldi y sus camisas rojas acabaran con los privilegios de su clase. Esta frase se ha usado tanto en las facultades de Ciencias Políticas y en las tertulias de los políticos aficionados -allá en los bares donde arreglamos el mundo con cuatro chatos y cuatro tapas de callos con garbanzos-, que ya suena realmente a cliché, a sentencia resobada, y hasta siento un poco de vergüenza al recordarla. Pero lo cierto es que encierra una verdad como una casa de grande. Tan grande como una mansión de la vieja aristocracia siciliana a la que pertenecía el mismo Tomasi de Lampedusa. Una casta detestable de ésas que denuncia Pablo Iglesias en sus alegatos, y que sobrevivió, ciertamente, a todos los avatares de la historia -fascismo y Franco Battiato incluidos- y que seguramente, en el año 3000 de Futurama, todavía seguirá sin dar un palo al agua entre los olivares que trabajarán unos robots que nunca ondearán banderas rojas cada primero de Mayo.



    Matt Groening -que traía la mente preclara- y David X. Cohen -que traía la mente científica- se juntaron en 1999 para crear una serie de animación que en realidad viene a decir lo mismo que decía Lampedusa: que en el año 3000 todo habrá cambiado, pero todo seguirá más o menos igual. Cuando el tontolaba de Fry despierta de su criogenización involuntaria mil años después, no se extraña gran cosa de lo que ve: hay robots parlanchines que se emborrachan bebiendo cervezas, alienígenas multiformes que hacen turismo por las calles, y mujeres guapísimas de un solo ojo que trabajan para empresas intergalácticas de paquetería. Los coches atestan el tráfico aéreo de las ciudades, las anchoas se han extinguido incluso en el mar Cantábrico de Revilla, y el béisbol se juega en estadios cúbicos con la bola atada a una cuerda. Pero por lo demás, ni Philip Fry, ni los espectadores que ya estábamos un poco cansados de Los Simpson y hemos redescubierto en Futurama el descojone padre y la inteligencia madre, nos rascamos mucho el cogote cuando descubrimos las maravillas que conocerán los nietos de nuestros tataranietos.

    Un milenio no es nada en la evolución de las especies que enseñó el abuelo Darwin. El homo sapiens lleva cien mil años siendo más o menos el mismo, y entre el pintor de las cuevas de Altamira y el dibujante jefe de Futurama apenas hay un teléfono móvil de diferencia. Dentro de mil años, nuestro ADN muy poco modificado seguirá jodiéndolo todo, amando a morir, odiando a degüello, refugiándose en el sentido del humor cuando la tarde del domingo se vuelva insoportable, y alguien ponga en el DVD una serie de animación que fantaseará con el año 4000 de nuestra era…



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El hombre que mató a Liberty Valance

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Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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Diecisiete

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A los diecisiete años yo era un gilipollas agazapado entre libros, y extenuado entre pajas. Tampoco había tiempo para otras cosas, ni opciones para otros desahogos. Los curas nos apretaban las clavijas con mil exigencias diarias para luego clavar el examen de Selectividad y hacernos hombres y derechos en alguna carrera de las que otorgaban prestigios y dineros.  Y las chicas… Las chicas estaban demasiado lejos para apretarnos cualquier clavija. Se sentaban a nuestro lado, pero habitaban en otro planeta. Nosotros interactuábamos con su holograma, con su espectro amable pero distante. Ellas depositaban su amor y su carne en tipos que estudiaban en los institutos públicos: los macarrillas con moto, los rockabillys ridículos, los chulitos de mi propio barrio que no sabían hacer la o con un canuto pero ya se los fumaban a escondidas, y que ya presumían, con una sonrisa ahostiable, de haberse estrenado en el Asunto, y hacer serios avances en su práctica. Hombres de verdad que eran la envidia cochinera de todos los que vivíamos subyugados por una religión que no era la nuestra. Por una pacatería que nos volvía tan imbéciles y tan poco atractivos.



    Pero tampoco quiero echar balones fuera. Echarle la culpa al sistema, o a la ceguera de las muchachas. A los diecisiete años uno tenía muy poquitas cosas que ofrecer. Casi como ahora, si no fuera por el disimulo de las canas, y la verborrea de la cultura.  Comparado con este delincuente tan poco común de la película, mi yo de hace treinta años es como si perteneciera a una especie inferior, incapaz de manejar herramientas, de resolver problemas de supervivencia, de enfrentarse a quien te toca las narices con un gesto de orgullo alzando la barbilla. Qué habría hecho yo, solo en el mundo, enfrentado a la vida real, y no a la vida doméstica del estudiante sobreprotegido, o del tontolaba de nacimiento, que todavía no lo sé fijo. Debería pagarme unas buenas sesiones con el psicoanalista para resolver estas dudas, ahora que están tan desprestigiados, porque intuyo -y si no, no conozco al género humano- que la gente les rehuye porque descubren la verdad, y ya nadie paga por escuchar la verdad.



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El astronauta


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Si algo valoro en los españoles -que son los compatriotas que me tocaron en suerte, no buscados, pero ya familiares y cercanos- es su capacidad para reírse de sí mismos. He viajado muy poco, y he flirteado nada y menos con extranjeras, pero me dicen, los que sí han deshecho camas en otras geografías, que lo nuestro -o lo suyo, porque yo sigo siendo un escandinavo extraviado - es un caso único de inclinación al autofustigamiento. Pero cachondo. Este defecto colectivo es el que quizá nos ha impedido avanzar por los siglos de los siglos, haciendo juergas de las derrotas, y chistes de los batacazos, en lugar de levantarnos con orgullo y producir bienes de consumo como los europeos laboriosos. Pero, al mismo tiempo, ha producido  una estirpe de humoristas que vienen dando mucha caña desde el Siglo de Oro, con mucho arte y mucha mala follá, a veces tocados por las musas, como David Broncano y sus secuaces del siglo XXI, y otras abandonados por ellas, como estos chiquilicuatres que hace cincuenta años se juntaron para rodar la parodia del Apolo XI y su histórica singladura.



    El astronauta es una de esas películas infumables que de vez en cuando apetece ver para echar unas risas, sin más, desprejuiciados y desmadejados en el sofá, que al final vamos a terminar convirtiéndonos en unos sibaritas insufribles, críticos con pipa, de tanto buscar sólo la obra maestra o la serie de relumbrón. En 1970, en los secanos de Minglanilla, cuatro ociosos que ya no le sacan gusto al tute deciden emular a los ingenieros de la NASA y construir un cohete espacial para enviar a Tony Leblanc a la Luna. ¿Y cómo hacerlo, sin conocimientos básicos de física, con un motor arrancado al Seat 600 de Venancio, con la única financiación del cacique del lugar, que sueña con ver su nombre escrito en los periódicos y hacerse famoso en los cabarets de la capital? Pues a puro huevo, por cojones, encajando lo inencajable, como siempre se ha hecho en este país. La película es muy mala, repito, pero no puedo reprimir la sonrisa continua y tontorrona. Nunca entendí cómo la censura se preocupaba tanto de los polvos y tan poco de estos ejercicios nada patrióticos, que venían a hurgar en la herida del subdesarrollo, del cutrerío, de la chapuza nacional. Los de VOX -que son fachas mucho más inteligentes que sus padres, y que sus abuelos- no van a permitir estos antiespañolismos cuando lleguen al poder. Avisados estamos.



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