Niñato

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Hubo una época en la que quise ser escritor y fracasé sin ninguna gloria. Escribía mal, mal de cojones, arrítmico y empalagoso, y además no tenía grandes cosas que contar: ni amores de película ni excursiones al Himalaya. Una impostura de intelectual que afortunadamente sólo aguantó dos miradas ante el espejo. Cuando me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo supino, por el mundillo provincial ya se traficaba con mi novela infumable e ilegible. A veces, en mitad de la noche, me despertaba una pesadilla recurrente: la humanidad quedaba arrasada en un holocausto nuclear, y todos los libros del mundo ardían o se volatilizaban menos el mío, que sobrevivía, de chiripa, en algún rincón de un almacén, para que la civilización extraterrestre que lo encontrara se formara una opinión todavía más lamentable de los seres humanos.

    Sin embargo, en aquel mundillo de los escritores provincianos, conocí a gente que todavía escribía peor que yo: literatos pedantes, insufribles, que contaban unos rollos cebolléticos sobre sus recuerdos de la Guerra Civil o sobre el abuelo que les regalaba los Werther's Original... Unos plastas de padre y muy señor mío que sin embargo triunfaban, y publicaban, y vendían, porque conocían a Fulano, o a Mengano, que era su cuñado, o tenían a un panegirista en el periódico local con el que luego se tomaban los chatos y las rabas de calamar. Y al revés: también conocí escritores maravillosos, deslumbrantes, de morirte de la pura envidia, pero que jamás salían en las reseñas porque no tenían padrinos ni mecenas, y se quedaban ahí, atorados en sus oficios de bancarios o de maestros, anónimos para el mundo de la literatura.

    Me he acordado de todo esto mientras veía Niñato, que todavía no sé si es una película, un documental, o un experimento fílmico. En cualquier caso, el invento de alguien que sin duda está bien apadrinado, que ha conseguido colar su historia en las reseñas de las revistas. Luego te pones a verla y ni siquiera se entiende bien, ni la trama, ni los diálogos, ni la intención última del empeño. Algo sobre la educación de los niños, sobre cómo maduran y tal. No sé...

    ¿Y si Niñato es la única película que sobrevive al holocausto nuclear, junto a mi libro ya descatalogado, y los extraterrestres nunca llegan a saber que existió El hombre tranquilo, ni El Padrino II, ni Los ensayos de Montaigne...?





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Arde Madrid

🌟🌟🌟🌟

En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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22 de julio

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Enfrentado a las grandes tragedias de nuestro tiempo, este blog prefiere deslizarse por el comentario irónico y al chascarrillo tontorrón. Un ejercicio cínico ante las cosas del mundo, como si me las diera de ermitaño en la montaña, o de Montaigne en su castillo. O de Diógenes en su tonel. Un tipo de vuelta de todo, sabio y jocoso en el otoño de la edad. El resultado, claro, suele ser más bien patético, de vérsele a uno la impostura y la falta de oficio. Porque a fin de cuentas, uno, de la vida, sólo ha visto las sombras proyectadas en la cueva de Platón. 

    Pero ése es mi registro, qué le vamos a hacer: mi tono habitual, lo que me sale de la entraña cuando cojo la pluma y pincho con ella en las teclas del ordenador. Mi oficio es hacer comedia de las tragedias sumadas al tiempo, como formuló Woody Allen en su famosísima ecuación. Al igual que E=mc2, C=T+t, es otra igualdad que sostiene la estructura básica de nuestro universo, y que yo tengo puesta en un cartel que está siempre a la vista, aquí donde escribo.

    Y claro: llegan películas como 22 de julio y me quedo paralizado, con la escritura amordazada, jugando al solitario o al Apalabrados en el ordenador, haciendo tiempo a ver qué sale de las meninges contrariadas. De la matanza perpetrada por Anders Breivik en la isla de Utoya -y unas horas antes en el complejo gubernamental- poca ironía puede hacerse. Ninguna, la verdad. La locura de Breivik, el "caballero templario", es el terror en estado puro. Imaginarse a ese fulano disparando sobre un grupo de adolescentes como quien mata conejos en su finca ya es difícil de tragar. Verlo, ahora, representado en pantalla, ejecutando sus "crímenes políticos" ante la cámara temblorosa y puñetera de Paul Greengrass -que ya parece, por cierto, un director especializado en masacres contemporáneas-, le amarga a uno la digestión de la cena, y le crea, además, un sentimiento de culpabilidad, por haberse prestado a este juego malsano como espectador.

     El primer tercio de 22 de julio es asqueroso, pero es una obra maestra, no sé si se entenderá; los dos tercios restantes sostienen un discurso optimista, reparador, pero son tan aburridos como un telefilm de Antena 3 en la sobremesa. Es una jodida contradicción.


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Sicario: El día del soldado

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El problema de tener que escribir un comentario después de cada película que veo, o de cada serie que termino, en esta obligación autoimpuesta para ejercitar las neuronas, es que a veces te encuentras con películas como Sicario: El día del soldado y no sabes qué narices contar a los parroquianos. Que mola, que está bien hecha, que Brolin y Benicio tienen dos jetos impresionantes... Cosas así. Y que la droga es muy mala, claro. Y también el tráfico de personas a través de las fronteras. Que el guion hace aguas por varios agujeros, pero que nosotros, los espectadores, nos dejamos llevar como tontainas, engatusados por la acción... Poca chicha, como se ve. 

    Estos asuntos analíticos ya se cuentan en otros blogs con más enjundia, de cinéfilos de verdad, que están más al día de la actualidad y destripan los intríngulis con reflexiones sesudas y tecnicismos de germanía. Porque este blog mío, queridos lectores y queridas lectoras, que os asomáis por primera vez en incauta curiosidad, es un diario camuflado en el que yo vengo a contar mis neuras, mis movidas, mis mierdas personales, y las películas sólo son la excusa a la que me agarro para hacer excursiones por los cerros de mi Úbeda. Aquí no se critica la trama de la película, ni se alaba la fotografía crepuscular, ni se cuentan anécdotas sobre el rodaje. A lo sumo, para dar a entender que he visto la película de verdad, y que no soy un farsante al cien por cien, alabo la belleza de alguna actriz que me ha enamorado con su sonrisa, pero rápidamente recojo velas, y pongo un punto y aparte para pasar a un tema menos espinoso, porque las feministas me recriminan que hable de la belleza de la señora, o de la señorita, y no de su talento, de su oficio, como sí hago con los hombres, y como sé que en realidad tienen más razón que unas santas, siento un poco de vergüenza y salgo del jardín como puedo, aunque ya algo embarrado.

    Aquí, en Sicario: el día del soldado, salvo la aparición puntual de Katherine Keener, que es una actriz inquietante, bellísima a pesar de los años, todos los protagonistas son machos con mucha testosterona, así que mira: ese problema, al menos por hoy, no lo tengo.





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Basada en hechos reales

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Que un espectador de inteligencia poco afilada como la mía se dé cuenta, desde el primer instante, del "enorme misterio" que rodea la aparición de Eva Green en la trama, dice muy poco de Basada en hechos reales, la última película de Roman Polanski. O mejor dicho, del último estreno de Roman Polanski, porque película, lo que se dice película, y además una obra maestra, de las de Polanski de toda la vida,  fue Un dios salvaje, el retrato inmisericorde las vanidades que emanan de la paternidad. Y de la maternidad también, claro. Pero de aquel "acontecimiento histórico planetario" -que hubiera dicho Leire Pajín- nos separan ya siete años, que es casi como decir una vida entera. La de cosas que le han pasado a uno en siete años, que han sido casi como siete vidas, como una existencia gatuna que ya casi finalizo sin resuello. De aquel Álvaro que vio al último Polanski en plena forma ya sólo quedan las gafas y el madridismo irreductible. Hasta los pelos negros de la barba se han ido perdiendo por el lavabo, talados por la afeitadora, para no rebrotar jamás.




    Y mientras tanto, en su exilio de París, octogenario perdido, Polanski ha ido perdiendo fuelle, y frecuencia de paso, y ya sólo se anima a coger la cámara para exhibir a su señora Emmanuelle en películas hechas como al descuido, como mal planificadas. Porque aquello de La venus de las pieles no había por donde agarrarlo, y ésta última, que aquí nos convoca, aunque a veces parece que arranca, y el motor hace como un ruidito prometedor, finalmente se queda en un bluf, en un soufflé relleno de aire y efectismo, tan francés y tan vacío. Así que al final, para rellenar lo que me queda de entrada, uno se ve tentado a glorificar la belleza de Eva Green, que siempre ha sido una actriz de registro peculiar, y de hermosura inquietante, de las que te seducen y te alertan al mismo tiempo, con un algo reptiliano en esos ojos verdes que no anuncia nada bueno, y al mismo tiempo promete emociones únicas... En fin: que cese ya la tonta poesía.




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Armas de mujer

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Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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Western

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El laboratorio donde Walter White cocinaba su metanfetamina lo construyeron unos obreros alemanes altamente cualificados que en su tiempo contrató Gustavo Frings en el mayor de los secretos. Al no ser, precisamente, una obra pública, los alemanes que dirigía el ingeniero Werner vivían confinados en una nave industrial donde tenían de todo para entretenerse: grifos de cerveza, cancha de baloncesto y de fútbol sala, futbolines y pimpones, salchichas de Baviera y juegos para la Playstation. De todo, sí, menos mujeres, porque las respectivas se habían quedado en Alemania para salvaguardar el secreto, y, en los apretones de los instintos, no era cuestión de trasladarse en camiones a un prostíbulo de Albuquerque, ni de traer a las mahomas a la montaña, que daría mucho que hablar en el vecindario. Un tema irresoluble que tal vez Gustavo Frings confió a la masturbación cotidiana, o a la homosexualidad de consuelo, como aquellas que brotaban entre los tripulantes de las largas travesías oceánicas. Pero la obra se alargó más de lo previsto, los apretones no encontraron una válvula de escape, y al final, como era previsible, hubo que lamentar una tragedia...


    Pocos meses después, en mi televisor, me encuentro con otra cuadrilla de obreros alemanes que han salido de su patria para trabajar. El lebensraum de los obreros, debe de ser... Western transcurre es en Bulgaria, al aire libre, en la represa de un río que al parecer requiere grandes movimientos de grava. Es una película aburridísima, de ésas que sólo valoran los críticos profesionales, y las almas más cultivadas de internet. Estos alemanes de Western no se parecen en nada a los que contrató Gustavo Frings con tanto cuidado: estos trabajan con la pachorra de unos currantes latinos, beben cervezas y tintorros a deshora, y sus instintos sexuales no van a tardar mucho tiempo en desbordarse. Así que a las primeras de cambio, en el primer contacto con la civilización nativa, tientan de mala manera a unas mujeres que iban al río a bañarse, y se desatan las hostilidades entre los indios búlgaros y los colonos germanos.

    He leído en alguna entrevista que ni siquiera su directora sabe explicarla muy bien. Íbamos improvisando y tal, a ver qué salía (sic)... Así que qué les voy a explicar yo, sobre esta película.






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Forever

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Cameron Crowe: ¿Cree que existe un más allá, en el que quizá vuelva a ver a alguien como Izzy?
Billy Wilder: Espero que no, porque me he encontrado con mucha mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver. Sí, gente despreciable. Y me digo, ¡Dios Todopoderoso, menos mal que no tengo que volver a ver a ese tipo!

    De esto va, grosso modo, Forever. De la existencia de un más allá en el que te encuentras con gente que ya habías decidido olvidar. Es lo que le pasa a June, la pobre, cuando muere atragantada por una nuez de macadamia y en ese muermo de Cielo que es tan parecido a un extrarradio de Kansas City se topa con su marido muerto, el mismo que se pegó una hostia contra el árbol en su primera clase de esquí, tan sólo doce meses atrás.

    June, todavía viva, le lloraba desconsoladamente, incapacitada de pronto para la vida y para la alegría. Pero después de un año relanzando las industrias del kleenex y de la patata frita, de la chocolatina y de la novela de desamor, se redescubre a sí misma mujer libre y liberada, cuarentona que asciende en el escalafón de la empresa y se liga a tíos mucho más interesantes que su ex. Y lo más importante de todo: dueña plenipotenciaria de su casa para vendérsela a unos japoneses sonrientes y no poner el pie en ella nunca jamás, salvo en las pesadillas que traen las fiebres de la gripe. Adiós a los mosquitos, a las humedades, a las truchas y salmones que el difunto Oscar cocinaba con tanto amor como sosería.

    June se acuerda cada vez menos de Oscar, y cuando lo hace, piensa con íntimo alivio que tardará cuarenta años en reencontrarlo. Y que en caso de coincidir -porque él era un santurrón, pero ella un poco pendona- tal vez allí las cosas sean distintas. Porque es el Cielo, coño, el Cielo, y en tal lugar no sería admisible pasar la eternidad con la misma persona, sino ir alternándola con lo más granado del lugar, en excitantes y tiernas aventuras fuera del matrimonio: salir una noche con Mozart, o pegarse un polvazo con Paul Newman, o pasar una velada con el mismísimo George Washington. Quién sabe si probar el sexo con mujeres, o en grupo, o simplemente dejarse llevar por lo que ofrezca la cornucopia de la concupiscencia... Ese es el Cielo que June imagina para dentro de muchos años, más allá de la cama en el asilo, tan poco parecido a éste que de pronto se ve obligada a transitar, tan joven y tan poco preparada, con Oscar, el ubicuo Oscar, el inmortal Oscar, recibiéndola con su sonrisa bobalicona... 

    Ahí termina, por ir resumiendo, el segundo episodio de Forever. La cosa promete, va incluso para serie de culto, pero lo que sucede en los seis episodios restantes ya sólo es chalaneo, estiramiento, historia sin rumbo ni final. Que otros adictos a la series más preclaros os iluminen.



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En tierra hostil


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Yo, que soy nacido y criado en León, también vivo en tierra hostil, en el Bierzo, la comarca que reniega del escudo leonino. Las gentes de aquí son leonesas porque lo pone en el DNI, y porque a veces tienen que arreglar asuntos en la capital. Aquí todo es verde, y ondulado, y tiene acento gallego, y en mi patria todo es ocre, y allanado, y hablamos un castellano muy apreciado por el telemarkéting. Aquí comen pulpo, y no bacalao, asan castañas, y no chorizos, y matan por una empanada, y no por unas sopas de ajo. Es otra cultura, otro paisaje, un extrañamiento secular de puertos nevados. Y cuando los bercianos van a la playa,  o a la universidad, o al médico importante que les hará un segundo diagnóstico, cruzan los otros montes para irse a Galicia, que es su deriva natural, su comunidad más verdadera.


    Vivo en tierra hostil, sí, y además sólo quedan dos días para el Ponferradina - Cultural, que es el derbi provincial, el duelo de la máxima, que decían los antiguos locutores. Entro en las tiendas del barrio y todo está engalanado con bufandas de la Ponfe, camisetas blanquiazules, banderas del orgullo berciano... Los que saben de mi origen foráneo, cazurro, del otro lado del Manzanal, me lanzan unas puyas simpaticonas: forastero, cazurro, "invasor", os vamos a meter una manita que os vais a enterar, leonés, a ver dónde te escondes el lunes por la mañana para que no te encontremos y tal. Y yo, que no soy artificiero del ejército yanqui, pero sí llevo un chaleco antipalabras para que me reboten los alfileres, les sonrío con ironía, y les digo que menos lobos, y que un respeto, que yo soy de la capital y ellos del extrarradio provincial, y gilipolleces por el estilo mientras te cobran el pan, o te sirven el café, como de barón encastillado que ha bajado a la aldea para mezclarse con el populacho. Nos descojonamos de la risa, claro, los unos y los otros, pero eso es porque aquí no hay petróleo en el subsuelo.





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Two Lovers

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Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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True Detective. Temporada 1

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Es opinión generalizada que el último episodio de True Detective, el que narra la resolución definitiva del caso, no está a la altura de los siete anteriores. Como un orgasmo muy anhelado que al final explotara con la pólvora algo mojada.

    Circulan varias teorías por los foros, y por las tertulias del café, pero la única cierta es que llegados a esas alturas del drama, después de haber navegado por los siete pantanos del Mal, ya nos daba un poco igual la identidad del asesino. Las buenas series policiacas -como las buenas novelas del género- no lo son porque su trama nos mantenga en vilo manejando pistas falsas y pistas verdaderas, sino porque en algún momento determinado la identidad del asesino se convierte en un mcguffin de los que hablaba Alfred Hitchcock. Lo que realmente nos cautiva es la personalidad del detective que se afana en las deducciones, un tipo que suele ser de inteligencia compleja, costumbres depresivas y comentarios vitriólicos.

    Los artefactos ingeniosos nos entretienen, nos causan admiración, pero al poco tiempo los olvidamos o los enredamos en la memoria con otros muy parecidos. Diez años después de leer Los hombres que amaban a las mujeres, poca gente recuerda ya el intringulís criminal de la novela, pero de Lisbeth Salander nos sabemos su biografía como si fuera una señorita habitual de las revistas de cotilleos. Yo leía las novelas de Pepe Carvalho por saber más de Pepe Carvalho, de su filosofía particular, del mismo modo que leía las novelas de Conan Doyle fascinado por la personalidad de Sherlock Holmes, o veía House, que era una serie de mierda, porque había un sabueso de enfermedades que cada vez que hablaba sentaba cátedra o me hacía reír. True Detective empieza con un crimen y termina con la detención del criminal, pero entremedias hay dos detectives que van dando bandazos en sus vidas personales, uno asceta y filósofo, y el otro pichabrava y terrenal. Son sus vidas en decadencia las que finalmente sostienen esta serie ejemplar. La crisis de la edad y de las certezas. La corrupción progresiva de sus sueños.





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Interstellar

🌟🌟🌟🌟

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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El nacimiento del amor

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Los franceses -al menos los que salen en las películas- tienen la curiosa costumbre de filosofar sobre el amor después de consumarlo. En esa filmografía tan particular, las parejas se conocen, se desfogan los instintos, y después, en el cigarrillo poscoital, o mientras se asean los bajos en el bidé, se preguntan por el sentido último del acto carnal: su impacto existencial en el devenir de sus biografías. Montan unas tertulias que a veces ocupan películas completas, sólo interrumpidas por un nuevo polvo, o por una visita rápida a la cafetería, para reponer fuerzas con unos cruasáns o con unas baguetes recién sacadas del horno.

    Por lo que voy descubriendo, el amor es el monotema en las películas de Philippe Garrel, que son francesas a más no poder, casi de ver la torre Eiffel a todas horas por la ventana. La anterior, Amante por un día, era una película muy corta en duración, pero muy grande en complejidad: el retrato agridulce de los amores juveniles en los tiempos universitarios. Así que me animé, y repetí, y guiado por las críticas fui a dar con esta otra más antigua, El nacimiento del amor, que además tenía un título muy sugerente, casi como un manual para reconocer los primeros síntomas de la enfermedad.

     Pero esta nueva reflexión erótica de Philippe Garrel es aburrida, por pedante, y también por incomprensible. Paul es un hombre casado que no soporta la vida en el hogar, y menos ahora, con un nuevo bebé que no para de berrear. Cuando a Paul le da el punto, o le entra la excitación, da unas voces a su mujer, un empujón a su hijo mayor, y se lanza a las calles a curarse la neurosis con una nueva gachí. Paul es un impresentable a punto de entrar en la cincuentena, fondón, narigudo, que peina sus escasos cabellos de una manera estrafalaria. Pero el tipo, para sorpresa del espectador, se acuesta con mujeres bellísimas, más jóvenes que él, a las que cuenta sus domésticos pesares en las melancolías que suceden al orgasmo. Ellas le afean su adulterio, pero al mismo tiempo le entregan sus cuerpos derretidos. 

    El espectador -al menos éste que suscribe- lo flipa en colores, aunque la película sea en blanco y negro. Eentre el asco que le produce el personaje, lo tontas que son sus amantes, lo plasta que es su único amigo, y la cursilería afrancesada que subraya todos los diálogos, uno se ha ido diluyendo en cuestiones personales que apenas venían a cuento de la trama.





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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se dedican a robarse entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. Pero estos paréntesis de paz social no suelen alargarse más allá de unas décadas. Tarde o temprano, los ricos necesitan una refinanciación para seguir jugando al Monopoly, firman una tregua entre ellos y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "períodos revolucionarios", porque a los pobres, que vivían tan felices con su pobreza, ahora se les exige vivir en la miseria, y en el cabreo se lanzan a la revuelta callejera, y a la barricada, al comunismo incluso, si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. La lucha de clases de pronto se vuelve caliente, sangrienta, con intercambio de flechas o de balaceras, y en esas refriegas, como una constante histórica, surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto simbólico de restitución.


    En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos depauperados, aquellos que se quedaron sin tierras, sin trabajo en las fábricas, vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón, decían las gentes cuando leían en los periódicos que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson. Un tipo más majo que las pesetas, se decía, o que los peniques, porque en los atracos jamás le tocaba un ídem a los clientes que hacían sus depósitos o cobraban sus pensiones. 

    Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo robado fueron los cantineros de los prostíbulos y las prostitutas con las que Dillinger desfogaba el exceso de adrenalina tras los atracos. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía, ni contexto histórico, ni nada de nada. Un remake camuflado de Heat, pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Kidding

🌟🌟🌟

Casi al mismo tiempo que se estrenaba la serie Kidding, y nos quedábamos enganchados al primer episodio porque lo dirigía Michel Gondry y lo protagonizaba Jim Carrey, uno de los guionistas de Epi y Blas aparecía en la prensa para confirmar que, en efecto, los dos muñecos de Barrio Sésamo eran pareja homosexual, y que sus tontunas y desencuentros eran la adaptación de sus propias vivencias reales, con su compañero de toda la vida.

    El aire de la entrevista es un "sí, claro, por supuesto", como si el tipo se sorprendiera, a estas alturas, de que el periodista se cuestione todavía tal evidencia palmaria: dos hombres que duermen juntos, en el mismo dormitorio, que se levantan todas las mañanas con algo que reprocharse.... Hay que ser muy corto -viene a decir - para dejarse engañar por el escenario de las dos camas separadas. Un mentecato de tomo y lomo, para no tener presente que los espacios para niños los escriben personas adultas, y que nada de lo que acontece en sus tramas surge de la casualidad, y que siempre hay un reflejo de los autores, una vivencia, un desahogo, una enseñanza, una pequeña maldad incluso...


     Éste es, más o menos, el leitmotiv que anima la serie Kidding. O que, al menos, la animaba al principio, antes de perderse en tramas confusas y reacciones inexplicables (el afán de distinguirse, de hacer algo novedoso, de auteur, que al final termina por joderlo todo...). Kidding habla de la contradicción entre el adulto que vive y el adulto que sale en pantalla para divertir a los niños. El tipo que vestido de civil se llama Jeff y llora por su hijo fallecido, y por su esposa divorciada, y que camina por la vida con el gesto perdido y la alegría olvidada, porque lo que antes era cotidiano ahora es extraño y pesadillesco. El mismo tipo que luego, para ganarse el sustento, se disfraza de Mr. Pickles ante las cámaras de su show infantil, y encarna al señor divertido y amable de toda la vida, al que los niños esperan para echarse unas risas o aprender una pequeña sabiduría. La lucha interior de ese hombre es terrible, desgarradora, y Jim Carrey, con su cara de goma, acierta con todos los registros. Es una pena que luego la serie se... desvanezca, se enrede en los hilos de sus propias marionetas. O a lo mejor soy yo, que Kidding me ha pillado en malos tiempos para la lírica, como cantaba el añorado Coppini.


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Los exámenes

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En Los exámenes, Eliza, que es una estudiante modélica con una beca ya apalabrada en Inglaterra, sufre un intento de violación justo el día antes de presentarse al examen de Selectividad, o de Reválida, o como llamen a esta encerrona académica en Rumanía. La agresión no llega a término, pero su brazo derecho, el de escribir, el de rellenar folios en el día más decisivo de su vida, queda maltrecho. Y el ánimo, por supuesto, en otro lugar, todavía aterrada y medio ida. Sin embargo, los profesores se ponen muy suyos y deciden no ablandarse ante las circunstancias extraordinarias. El aplazamiento no es posible, la escayola no es admitida por ser lugar propicio para escribir chuletas, y el tiempo permitido para terminar la prueba será el mismo para ella -que escribirá como una manca de Lepanto- que para los demás alumnos, que sobrevolarán los folios moviendo la pluma a la velocidad de un Shakespeare enamorado, como Joseph Fiennes en la película.



    Es ahí cuando emerge la figura de Romeo, el padre de Eliza, médico de prestigio que tirará de contactos para que el examen de su hija, ya que va a nacer tullido de nacimiento, sea reevaluado posteriormente con algo más de generosidad. Esa será su primera corruptela de la película. El primer pecado de un hombre que soñaba con el futuro esplendoroso de su hija, fuera de Rumanía, hablando inglés, cultivándose en otra cultura, regresando años después como una mujercita hecha y derecha. Pedir el primer favor le obligará a pedir otros favores dentro del aparato burocrático de los rumanos, tan parecido al nuestro como buenos romances que somos todos, con nuestros policías, nuestros catedráticos, nuestras listas de espera en los hospitales... La degradación completa de un hombre que sólo buscaba justicia para su hija violada. Aquella cadena de favores que imaginara Haley Joel Osment en la película del mismo título, para que la bonhomía se extendiera exponencialmente, aquí, en Los exámenes, encuentra su piedra de toque y su refutación misantrópica.



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Vente a Alemania, Pepe

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En el remake imaginario de estos tiempos la película se titularía Vente a Alemania, Jairo, o Vente a Alemania, Vanesa, y los currantes ya no irían con la boina calada por las strasses, ni dejarían caer la quijada cuando se cruzaran con una rubiaza. En eso, la verdad, hemos avanzado bastante. Ahora somos más altos, chapurreamos cualquier idioma y estamos más cerca de casa porque podemos ver la liga de fútbol gracias a los satélites geoestacionarios. Pero, por lo demás, seguimos casi en las mismas. Medio siglo después de que Alfredo Landa aterrizara en el aeropuerto de Frankfurt hablando en cristiano, muchos españolitos y españolitas siguen buscándose las habichuelas en Alemania y en sus países limítrofes: esa Europa civilizada que escribe sus idiomas con muchas consonantes y siempre personal para manejar las máquinas y cuidar de los retoños.

    Aquí, en los años de la economía loca, cuando todos jugábamos al Monopoly de los pisos en la ciudad y de los apartamentos en la costa, llegamos a pensar que ya nunca necesitaríamos a los alemanes para que nos proporcionaran el sustento. Sólo los que venían a nuestras playas a beber la sangría y a comer la paella. O a comprar por trocitos la isla entera de Mallorca. Lo de Alfredo Landa limpiando cristales en Münich parecía una paletada tardofranquista que nunca iba a repetirse. Los españoles de la post-Transición jugábamos al pádel y hacíamos pinitos como inversores en la Bolsa; y de pronto, allá por los albores del siglo XXI, una familia de Nebraska dejó de pagar su hipoteca subprime y el efecto económico de ese aleteo mariposil provocó que aquí, en España, todo el tenderete se lo llevara el grito hipohuracanado de Pepe Pótamo.

En medio de ese derrumbe, apareció en la tele una ministra medio imbécil que lo confiaba todo a la Virgen del Rocío, y que declaro, reinaugurada, como en los tiempos del landismo, y del tartamudismo de José Sacristán, la "movilidad exterior".




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