Isla de perros

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Hace unos meses -en esta ciudad del Noroeste que queda tan lejos del Japón como cantaban No me pises que llevo chanclas- también se desató una persecución contra los canes que nos sacan a pasear a diario. No hizo falta que ninguna epidemia vírica se propagara por sus cuerpos peludos. Ocurrió, simplemente, que algún concejal creyó ver una ventaja electoral si organizaba un progromo canino como en los tiempos de Diocleciano. Así que un buen día, en el periódico local, los habitantes de este remoto lugar nos desayunamos -nunca entendí esa expresión canibalista, “nos” desayunamos- con la noticia de que nuestros chuchos iban a sufrir restricciones de movilidad, confinamiento en espacios, vigilancias policiales que sólo se habían visto para disolver manifestaciones obreras o para proteger la línea sucesoria de los Borbones.

    La excusa que convertía a los perros en unos apestados, y a sus dueños en unos terroristas con correa, eran por supuesto, las mierdas que los dueños más desaprensivos, los de toda la vida, los refractarios a cualquier multa o a cualquier espíritu cívico, nunca recogen. Una minoría de cerdos más molesta que decisiva, más simbólica que sucia, en estos tiempos de corrección urbana que poco a poco, remontando los siglos de desventaja, nos va acercando a los suizos y a los letones. Una excusa como cualquier otra para presumir de que el ayuntamiento se “preocupa”, y “está por los vecinos”, y “hace cosas”, como decía don Mariano. Una auténtica gilipollez. 

    Las calles de este pueblo con ínfulas de ciudad no son, desde luego, una patena para posar las hostias consagradas, pero junto a las mierdas de perro conviven los lapos de los ancianos, los vómitos del botellón, los chicles de la chavalada, y que yo sepa, nadie ha pedido todavía que a los viejos se les restrinja el acceso a los parques, ni que a los adolescentes haya que llevarlos con correa por todos los puntos de la ciudad, verdes o asfaltados, concurridos o recónditos. Que dejen a los perros en paz, pobrecicos. 

    Sé que ha habibo protestas, insumisiones, plataformas pro-caninas... Justo como en Isla de perros, que es esta película de Wes Anderson tan rara como un perro verde. Como todas las suyas. Sé que ha habido euniones con el Alto Comisionado del Asunto Perruno. Al final, la verdad, no sé en qué quedo todo aquello: yo vivo en la pedanía lejana, en los sistemas exteriores de la galaxia, y aquí el campo es de todos, y los senderos de tierra, pasos comunales.