¿Quién teme a Virginia Wolf?

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Lo aterrador es el silencio. No los gritos. Cuando una pareja decide desenvainar los floretes verbales y entregarse a la esgrima como Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quién teme a Virginia Wolf?, el amor, si existe, si se da por sobreentendido, sigue presente. Puede que esté debajo de la cama, o escondido bajo una mesa, o encerrado en un armario, como un niño asustado ante la pelea de sus padres. Pero sigue allí, no se va de casa, espera a que el temporal escampe. No tiene que ser el amor de las películas, ni la pasión de las novelas: basta con que sea un amor aceptado, asentido, rutinario. Aburrido incluso. Uno como el que une a Martha y a George, dos cuarentones de barrigas descuidadas que de vez en cuando, para purgar el alma y las cuerdas vocales, deciden martirizarse el uno al otro tras tomar varios bourbons en los ejercicios de calentamiento. 

    Meten miedo, a veces, con sus retóricas, con sus lenguas viperinas, pero más aterradora sería la indiferencia, la mudez, la ausencia de respuesta. Ver que el otro no se inmuta, que le da lo mismo, que quizá ya está pensando en otra cosa. Que no se toma la molestia de vestirse el traje, de ponerse la coquina, de acomodarse la máscara protectora. Que deja el florete en su funda y se pone a ver la televisión, o a teclear el teléfono móvil sin descanso.




    Donde hay confianza da asco, y a veces el asco es como un vómito que sube por el esófago y no hay manera de retenerlo en la boca. Sale el reproche, la puya, la maldad que en su momento no se devolvió. Las mierdas del amor jamás se expulsan por el ano. Los únicos que digieren y defecan son los que no están en verdad enamorados. Los sapos a la plancha se quedan ahí, en el aparato digestivo, dando vueltas, fermentando, hasta que una chispa enciende el alcohol y se prende una queimada la mar de salada. Salen las llamas por la boca, arde la garganta, y una borrachera súbita nubla el pensamiento y desata el vocabulario. No es una falta de respeto en realidad: quizá es una prueba de respeto máximo, la prueba fehaciente de una fidelidad consolidada. El comprobante de que habíamos escuchado y procesado. 

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