Morir

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Y aquí andamos, a los cuarenta y tantos años, con la barba que encanece y la próstata que hace ruidos. Las manchas en la piel, y las varices en la corva. La dentadura que amarillea y el pelo que se suicida. El culo atrapado en un campo gravitatorio. Pechos más grandes que los de algunas señoras de muy buen ver. 

    Quiero decir que me miro al espejo por las mañanas y veo a un pre-viejo que se ha instalado por aaquí. Ya doy un poco de miedo con los desperfectos, y con los cabellos destemplados. Además me salen pelos en las orejas, como a los abueletes. Dan un poco de grima... Son brotes verdes -en este caso negros, e incluso canos- que no anuncian el final de una crisis, sino que anticipan su llegada. Un desastre biológico que se va desarrollando a cámara lenta, como esas heces que no terminan de desprenderse del culo. La decadencia, sí. Una razonable, de todos modos, sin grandes enfermedades ni grandes cicatrices. Chapa y pintura. El cambio de aceite cada cierto tiempo y una pieza que sobraba que acabó en el quemador de un hospital.

    El sueño se ha vuelto más ligero y el dolor de espalda más molesto. Una pereza que emana de esta disfunción contamina cualquier voluntad de actuar: todo cuesta un poquito más cada día. Varios quejiditos físicos y mentales surgen al emprender esfuerzos que antes eran la mar de tontos. Y no te digo nada, ahora en verano, los repechos en la bicicleta... Su puta madre. Ancianos fibrosos que llevan toda su vida yendo y viniendo de la huerta, con sus lechugas y con sus calabacines, me adelantan como gregarios afanosos del Tour de Francia. Cada pedalada que trata de seguirlos es un recordatorio; cada golpe de riñón, una advertencia. Yo también llevo en el manillar a un esclavo diminuto que me recuerda que soy mortal, como los Césares de Roma.

    Me quejo de la vida, sí, pero qué cojones: lo hago con la boca pequeña. Es una quejumbre rutinaria, funcionarial, nada más que para dejar constancia. Estoy vivo, ¡vivo!, y ssupongo que lo seguiré estando al terminar esta entradilla. Otros, a esta edad mía, que es como de mediados de septiembre, ya no pueden decir lo mismo. Se me han ido dos coetáneos que yo sepa, de enfermedades traidoras y aleatorias. Tipos que seguramente también se quejaban de esto y de aquello, a lo bobo, por dar la castaña, sin mayor intención. Y mira tú...

    He pensado en ellos al ver Morir, esta película que en realidad no va del que se muere, sino de quien le acompaña. De quien asiste al triste espectáculo del adiós, velando, cuidando, soportando, llorando a escondidas. Morir, en realidad, es una película sobre ver morir, que es la experiencia que nos une a todos los que andamos por aquí, y no la muerte en sí, que por fortuna no la hemos experimentado. Y cuando la experimentamos, ya no estamos. Lo decía Epicuro. 




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