La vida y nada más

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Siempre me ha sorprendido el empeño que nosotros, los pobres, seguimos teniendo en perpetuarnos. Ahora que disponemos de los medios para derramar la semilla sin fruto, y que ya tenemos el culo pelado con las promesas falaces de un mundo mejor, seguimos, sin embargo, procreando ejércitos de siervos que sostienen el sistema y luego se van de vacaciones en agosto a la montonera de las playas.

    Tras terminar una de sus batallas con terribles pérdidas, Napoleón dijo que bastaría una sola noche de amor en París para restituir a tanto muerto y tanto mutilado. Del mismo modo, una sola noche de amor en los barrios del proletariado sirve para que los ricos puedan seguir contando con su mano de obra y pagarse las piscinas con las plusvalías. La verdadera revolución social, más radical que la comunista de 1917, sería, simplemente, no procrear, hundir la demografía, y que les dieran por el culo, a ver cómo se las apañaban sin nosotros. 

    Hace un siglo que nos vieron llegar con la bandera roja y la cara de mala hostia y se cagaron por la pata abajo. Nos concedieron vacaciones, sanidad pública, seguros de desempleo... El mundo fue mejor durante unas décadas que ahora recordamos casi con nostalgia, aunque en realidad fueron batalladas palmo a palmo y derecho a derecho, como quien conquistara una isla del Pacífico a los japoneses. Luego cayó el Muro, llegó el fin de la Historia, y los pobres fuimos hipnotizados como indios arapahoes con el HD de los partidos de fútbol. En las aldeas galas todavía hay valientes que resisten, que no se conforman, que escriben manifiestos o ruedan películas. Pero se equivocan de estrategia: la guerra está perdida. El fantasma que recorría Europa -y supongo que el resto del mundo también, incluidos estos suburbios afroamericanos de La vida y nada más- hace tiempo que finalmente se instaló en el más allá de la utopía.