La casa Rusia

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A un hombre que a los sesenta años, después de recorrer mundo y de vivir muchas aventuras, decide afincarse en Lisboa para entregarse a la saudade, no se le puede confiar una misión tan delicada como ésta de la La casa Rusia. Una incursión en la Unión Soviética casi al estilo de James Bond redivivo, con magnetófonos de Mortadelo y Filemón en la cintura y tintas invisibles para escribir en documentos muy secretos. Y una chica Bond, aunque más modosita y bajita de lo habitual, que le haría perder el sentío a cualquiera, incluso a los pitopaúsicos que ya se han librado del deseo, y viven tan tranquilamente la jubilación de las conquistas. 

    Barley, el editor de libros, el personaje de Sean Connery, ya no está para estos trotes. Él estaba a la melancolía, al vino en la tasca, al atardecer sobre la desembocadura en el río Tajo. Un poco a la vida que llevaba Fernando Pessoa por aquellas calles, o cualquiera de sus heterónimos. El librito, la buena música, el apartamento con vistas al mar, para ver llegar los barcos... Quizá algún romance otoñal para apagar las últimas brasas que caldean. Poco más. Lisboa está justo a medio camino de los rusos y de los americanos, en tierra de nadie, seguramente fuera del alcance de cualquier misil balístico. En el punto ciego donde se habla portugués y se come el bacalao, que es una combinación perfecta para adormecer el alma y entregarse a la vida muy reposada.

  Yo creo que se equivoca mucho el disidente ruso que le confía los planos de la Estrella de la Muerte. Al señor Barley, británico de nacimiento y ruso de simpatías, le importa un carajo quién lleva la delantera armamentística o moral en la Guerra Fría. Se la sopla. Y más cuando conoce a Michelle Pfeiffer haciendo de eslava, porque entonces ya se pasa las ojivas por el ojete, y decide tirar por la calle de en medio y no dejar a nadie contento en aras del amor. Barley en el fondo es un cínico, un descreído. La sonrisa socarrona le delata. Él es un tipo leído, viajado, que ha estado varias veces en Rusia y ha conocido sus miserias y sus chapuzas. Sabe de sobra que el país no va a resistir mucho tiempo. Los americanos cultivan dólares en unos árboles ubérrimos que crecen cerca de Alabama, y a los rusos, por contra, se les congelan las cosechas en ese frío cabrón de las estepas. Es una guerra perdida de antemano.

    La casa Rusia es una película que no se entiende muy bien porque en realidad su personaje central es un tipo fuera de lugar, perdido en la Perspectiva Nevski por mucho que Connery le ponga el porte, y la distinción, y alguna frase para apuntar en el cuadernillo del hombre de poca vida.



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