Colgados en Filadelfia

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Mi perro se llama Eddie en homenaje al perro de Frasier. O mejor dicho, al perro de su padre, el señor Martin Crane, porque aunque compartían apartamento y tribulaciones nocturnas, Frasier y Eddie se llevaban más bien a matar, en un odio indisimulado, animal, que fluía del homo sapiens al canis lupus en hilarantes batallas por la posesión del sofá o del piano.

    Mi perrete también es pequeño, mitad canelo y mitad blanco, pero de Jack Russell Terrier creo que no tiene un solo pelo. En mi humilde hogar sólo viven perros proletarios, de raza indefinible, y mi Eddie es un perseguidor de gatos callejeros que apareció un día vagando sin correa y sin chip, y tiene la misma prosapia en los apellidos que la mía, Rodríguez, y Martínez, ya ven ustedes, tan alejados de los escudos heráldicos y de los árboles genealógicos de los mejores sementales.

    Hace dos años y medio que Eddie me saca a pasear dos veces al día, y han sido numerosas las personas que me han preguntado por su nombre sin caer en la cuenta del homenaje. Qué majo, el Edy, o el Edi, o el Tedy, incluso, para las señoras mayores, que no oyen bien y creen que le he puesto un nombre como de osito. Después de todo, ¿quién coño ha visto Frasier aquí en León, o en La Pedanía? Es como si me preguntan a mí por los amores de la Pantoja... Pero el otro día, para mi sorpresa, en el espacio canino de León, a orillas del río, un chico de no más de treinta años que paseaba a su perrazo cayó en la cuenta de mi secreta seriefilia: “Eddie... ¡Como el perro de Frasier!”, y ante mi extrañez, y mi regocijo, entablamos una larga conversación sobre sitcoms americanas en la que yo defendía que la mejor de todos los  tiempos era Seinfeld, por la simple razón de que todos sus personajes son mezquinos, egoístas, inmaduros, y eso se parece jocosamente a  los humanos de la vida real, mientras que en Frasier, cojonuda por otra parte, el vitriolo y la mala hostia sólo eran máscaras de personajes esencialmente bondadosos y generosos.

- Si te gustan las sitcoms de personajes más bien impresentables -me dijo el chaval- seguro que tienes que haber visto Colgados en Filadelfia...

- No la conozco, pero prometo verla -le respondí un poco herido en el orgullo, yo que presumo de informado seriéfilo, casi de arqueólogo de las viejas comedias.

    Llegué a casa, descargué ilegalmente -porque los DVDs sólo se venden de importación, a precios de estafa- los primeros episodios de la serie, y comprendí que ese chico de la orilla del río, tan sabio y mansedúmbrico, con su barbita y su perillita, su hablar reposado y su tono didáctico, era el mismísimo Jesucristo otra vez aterrizado en nuestro planeta, esta vez tan lejos de los desiertos, y de los leprosos, que ahora predica a los gentiles la buena nueva de las series desconocidas. Y el río Bernesga, su nuevo Jordán.




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