Un lugar tranquilo

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La película se iba a titular No me chilles que no te veo, porque estos alienígenas son ciegos y sólo pueden guiarse con su oído complejísimo. Pero el chiste del título ya estaba cogido por Gene Wilder y Richard Pryor en su mítico descojono, así que esta nueva batalla del ser humano contra los aliens se llama, en sutil ironía, Un lugar tranquilo. Y es una ironía porque tal reino del silencio es el planeta Tierra convertido ya en el cementerio de la humanidad, devastado por esta raza a medio camino entre los aliens de Ridley Scott y los insectos de Paul Verhoeven.

    Esta raza de extraterrestres que persigue a Emily Blunt y al suertudo de su marido no soporta ningún tipo de ruido, de tal modo que sólo tienes que carraspear o que recibir un aviso del Whatsapp para que aparezca uno de ellos a tu lado, a la velocidad del rayo, y te abra las tripas de un zarpazo certero. No toleran la más mínima. Su triple oído viene a ser como el séptuple estómago de Alf: una maldición de la biología que les trae todo el día en jaque, buscando fuentes de sonido o persiguiendo gatos entre las sillas. 

    Yo, en cierto modo, entiendo a estos bichos de Un lugar tranquilo. No voy a decir que voy con ellos en la película, porque sería exagerar demasiado. Y yo, además, siempre estoy con Emily Blunt en cualquier papel que ella interprete. Pero tengo que confesar que una parte de mi simpatía, un residuo del tanto por ciento, está con ellos, aunque sean tan feos y tan poco misericordiosos. Los seres humanos somos unos animales estridentes y vocingleros. Hemos convertido el mundo en un lodazal de mierda, en un mar de plástico, en una atmósfera de veneno. Y, también, en un escándalo de ruidos. Los cazadores recolectores, como mucho, se tiraban pedos, se silbaban en el peligro, jadeaban de placer en los actos reproductores. Algún grito de dolor rompía de vez en cuando la armonía de la naturaleza. Y poco más. Mi perrito Eddie, sin ir más lejos, es un ser vivo que apenas produce cuatro ladridos durante el día, y algún que otro bostezo en los días tristones. El bípedo implume es más bien el homo sonorus, el tocacojonus timpanensis. Donde no alcanzan las ordenanzas municipales  ni las apelaciones al sentido común, tal vez alcance una buena invasión de extraterrestres que por fin implante el Club Diógenes a nivel global, y uno ya pueda leer  o ver la película del día sin las distracciones habituales.



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