La última bandera

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Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado... 

    No sé. No sé lo que haría si sucediera algo así. No me liaría a tiros con la recortada porque no tengo recortada, ni sabría cómo utilizarla. Simplemente me moriría en vida, anegado en pena, ahogado en un odio infinito, oscuro, maloliente, dirigido hacia toda esa gentuza que alentó y promovió su muerte estúpida y prescindible. Si ahora, sin guerra, con mi hijo a salvo de una leva o de una locura colectiva, ya siento repelús por esta maquinaria de la retórica patriotera, en su muerte imaginada, en su asesinato político-mercantil, supongo que acabaría por tirarme al monte y organizar una partida de partisanos con la que dar un poco pol culo por aquí y por allá antes de morirme dignamente. No sé... Locuras.

    Cualquier cosa menos lo que hace el personaje de Steve Carell en La última bandera, una película menor, tostona, impropia de Richard Linklater, por mucho que Bryan Craston anime el cotarro y se marque otro personaje para recordar. Da igual. No hay nada más aburrido que tres excompañeros de la mili -o tres excombatientes de Vietnam en este caso- recordando sus viejas películas del cuartel y la trinchera, el prostíbulo y la cocina. Una road movie infumable, a ratos ridícula, con alguna cosa salvable en un mar de verborrea. Una verborrea que juega a ser molona, transgrerosa, antibélica incluso, para al final guardar silencio ante la bandera omnipresente.





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