El infinito

🌟🌟🌟

Uno de los efectos colaterales de la física moderna (que en apenas un siglo ha parido la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la sinfonía de cuerdas que vibran en diez dimensiones del espacio-tiempo), es que al menos una vez al año hay que enfrentarse con una película generalmente americana, pergeñada por chicos jóvenes y con estudios, que propone una paradoja temporal de las que te ponen la cabeza loca y al final nunca terminas de comprender, por muchos libros que hayas leído sobre el tema.

 Al final siempre hay que acudir a Internet para que algún enterado -generalmente universitario, con estudios de física superior o de matemáticas complicadísimas- haga una explicación más o menos inteligible de lo sucedido en la trama: a veces con dibujitos, o con diagramas, para que los más lerdos tengamos un apoyo visual y sepamos quién ligaba con quién, o quién asesinaba a su rival, y en qué dimensión, y en qué momento de la flecha temporal, y en qué parcela del campo de Higgs prevista en las ecuaciones.


    El infinito empieza siendo una película sobre sectas religiosas, de esas que crecen en los campos de Estados Unidos como champiñones y marcan la vida de los que están y de los que un día se escaparon: cuatro que llegan, aparcan las caravanas, montan un vallado en el secarral y predican la palabra del Señor o del Alienígena armados hasta los dientes y con las mujeres esclavizadas en la cocina o en la cama. El giro inesperado, molón, que da pie a la pesadilla de los protagonistas, y al laberinto físico-teórico del espectador, es que estos abducidos de El infinito tienen más razón que unos santos, y viven verdaderamente subyugados por la influencia maligna de un demonio que bajó de los cielos. Un cuento de Lovecraft sobre la secta de los davidianos, podríamos resumir. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario