El desencanto

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Cuando a mitad de metraje aparece en escena Leopoldo María Panero -el hijo loco, el poeta maldito, el deslenguado que salía y entraba de los manicomios- la película se vuelve sombría, por fin desencantada, y ya no sólo melancólica. Es entonces cuando el cristal que soportaba la tensión de las pequeñas maledicencias, de los reproches larvados -con Felicidad Blanc mordiéndose la lengua, Juan Luis soltando ironías y Michi perdiéndose en malditismos- se fractura en mil pedazos que rompen la ilusión de lo que al principio parecía un panegírico del ilustre padre, el poeta de Astorga, el vate del Régimen. La película empieza con la inauguración de su estatua y casi termina con la familia bailando sobre su tumba. 

    "Yo creo que sobre la familia, tanto sobre la familia como sobre los individuos en particular, hay dos historias que se pueden contar: una es la leyenda épica -como llama Lacan a las hazañas del yo- y otra es... la verdad. Y la leyenda épica de nuestra familia, que es lo que me figuro que se habrá contado en esta película, pues debe ser muy bonita, romántica y lacrimosa, pero la verdad es una experiencia bastante... en fin... deprimente”.

    Leopoldo hijo es como el familiar que ha bebido demasiado en la cena de Nochebuena y a la quinta copa empieza a cantar las verdades del barquero, harto de la hipocresía y de la falsa fraternidad. El niño que se atreve a denunciar que todas las familias -la del emperador incluido- siempre se sientan desnudas a la mesa. Leopoldo hijo -el ex carcelario, el drogadicto, el futuro orate a tiempo completo- es el lúcido metepatas que en  El desencanto abre la espita por donde saldrán todas las mierdas que se guardaban, todos los odios que se enmohecían. Él es el más atrevido de la función, el más insolente. El más... desencantado: con su familia, y con la vida, y consigo mismo. Una decepción de existir que tiene algo de pose, de poeta fumador, de niño bien que flirteó con el lado oscuro de la vida. 

    Sus dos hermanos padecen el mismo mal: padecen una enfermedad oscura, genética, insondable -y por tanto irremediable- que les convirtió en tres figuras trágicas, cada una a su modo y manera.



    Dice Michi Panero hacia el final de la película:

     "Creo que hay una cosa evidente... para estar desencantado hace falta haber estado encantado antes. Y yo, desde luego, no recuerdo más que cuatro o cinco momentos muy frágiles, muy huidizos de mi vida, de haber estado, digamos, encantado. Yo diría mejor... ilusionado. Creo que el desencanto, el aburrimiento, o la desilusión, como lo quieras llamar, es una cosa que me ha venido impuesta por muchos y variados elementos, y en el que yo, simplemente, pues como en todo, he participado como espectador, nada más”.