Después de tantos años

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En Después de tantos años, los tres hermanos vuelven a comparecer ante las cámaras casi veinte años después de El desencanto. Pero esta vez no para ajustar cuentas con el padre, ni con la madre, ni con el apellido maldito, sino para poner a parir a la vida misma, que en 1994 los había dejado al borde de la vejez prematura, del hastío precoz, encerrados en la locura, o en la soledad, o en la enfermedad de sus retiros particulares. En ellos se había cumplido el destino trágico que ya se aventuraba en El desencanto: el fin de raza, el callejón sin salida de la estirpe.


    Aunque Negro sobre blanco era un programa sobre literatura en general que sólo veían los cuatro gatos enterados, y los cuatro gatos que nos queríamos enterar -yo padecía por aquel entonces las ínfulas del escritor en ciernes-, aquella entrevista de Sánchez Dragó a Leopoldo María Panero se hizo muy famosa porque el entrevistado, al que habían sacado del manicomio expresamente para el programa, se ausentaba cada poco rato para ir a mear aludiendo a una incontinencia urinaria, y luego, cuando se sentaba de nuevo en su silla, se iba por los cerros de Úbeda o de Astorga y leía poemas cuando tenía que responder las preguntas, y respondía a las preguntas cuando tenía que leer los poemas. Aquello quedó como un show muy propio de intelectuales pero también como un cachondeo muy de late night desmadrado.

     Al final del programa, para resumir un poco el estado mental del entrevistado, y de paso aportar luz sobre el destino cruel de los Panero, Sánchez Dragó, que tiene la prosodia exacta de los cuenta cuentos, narraba una anécdota referida a Hölderlin, el poeta alemán, otro escritor que terminó medio loco y fue recluido en varios manicomios hasta que un admirador de su obra, un ebanista de Tubinga, le acogió en su casa y le cuidó durante sus últimos años. Un crítico literario interesado en la obra de Hölderlin fue a visitarle un día y le preguntó al ebanista por el estado mental de su huésped. El ebanista respondió:

    “Holderlin no se ha vuelto loco por lo que le faltaba -el famoso tornillo- sino por lo que le sobraba”.




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El desencanto

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Cuando a mitad de metraje aparece en escena Leopoldo María Panero -el hijo loco, el poeta maldito, el deslenguado que salía y entraba de los manicomios- la película se vuelve sombría, por fin desencantada, y ya no sólo melancólica. Es entonces cuando el cristal que soportaba la tensión de las pequeñas maledicencias, de los reproches larvados -con Felicidad Blanc mordiéndose la lengua, Juan Luis soltando ironías y Michi perdiéndose en malditismos- se fractura en mil pedazos que rompen la ilusión de lo que al principio parecía un panegírico del ilustre padre, el poeta de Astorga, el vate del Régimen. La película empieza con la inauguración de su estatua y casi termina con la familia bailando sobre su tumba. 

    "Yo creo que sobre la familia, tanto sobre la familia como sobre los individuos en particular, hay dos historias que se pueden contar: una es la leyenda épica -como llama Lacan a las hazañas del yo- y otra es... la verdad. Y la leyenda épica de nuestra familia, que es lo que me figuro que se habrá contado en esta película, pues debe ser muy bonita, romántica y lacrimosa, pero la verdad es una experiencia bastante... en fin... deprimente”.

    Leopoldo hijo es como el familiar que ha bebido demasiado en la cena de Nochebuena y a la quinta copa empieza a cantar las verdades del barquero, harto de la hipocresía y de la falsa fraternidad. El niño que se atreve a denunciar que todas las familias -la del emperador incluido- siempre se sientan desnudas a la mesa. Leopoldo hijo -el ex carcelario, el drogadicto, el futuro orate a tiempo completo- es el lúcido metepatas que en  El desencanto abre la espita por donde saldrán todas las mierdas que se guardaban, todos los odios que se enmohecían. Él es el más atrevido de la función, el más insolente. El más... desencantado: con su familia, y con la vida, y consigo mismo. Una decepción de existir que tiene algo de pose, de poeta fumador, de niño bien que flirteó con el lado oscuro de la vida. 

    Sus dos hermanos padecen el mismo mal: padecen una enfermedad oscura, genética, insondable -y por tanto irremediable- que les convirtió en tres figuras trágicas, cada una a su modo y manera.



    Dice Michi Panero hacia el final de la película:

     "Creo que hay una cosa evidente... para estar desencantado hace falta haber estado encantado antes. Y yo, desde luego, no recuerdo más que cuatro o cinco momentos muy frágiles, muy huidizos de mi vida, de haber estado, digamos, encantado. Yo diría mejor... ilusionado. Creo que el desencanto, el aburrimiento, o la desilusión, como lo quieras llamar, es una cosa que me ha venido impuesta por muchos y variados elementos, y en el que yo, simplemente, pues como en todo, he participado como espectador, nada más”.






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Happy End

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En Happy End se nota que a Michael Haneke le fascinan los burgueses. Les sigue con la cámara como si fuera un documentalista, aireando lo privado, lo inconfesable, lo que sucede en los dormitorios y en los retretes. En los hospitales donde mueren sus moribundos. Es como si Haneke hubiera montado un hormiguero en casa para ver cómo viven las hormigas bajo tierra. Aunque he elegido un mal ejemplo, la verdad, porque no hay nada más comunista que un hormiguero en plena actividad, y en Happy End, la familia Laurent se reúne en cenas de mantelería y candelabro, sirvientes de cofia y muebles de Maricastaña.

    Haneke, sin embargo, que es otro pequeñoburgués de la Europa desarrollada, no hace una crítica específica de sus personajes. Los Laurent son retorcidos, malos, puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por ser humanos, y lo mismo podrías encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Haneke sigue siendo un misántropo total, ecuménico, sin distingos de raza o religión, de procedencia o clase social. Lo criticable en una película sobre la burguesía sería el clasismo, el desprecio hacia los pobres, el insulto de la ostentación. Esas cosas... Pero todo esto, aunque lo presuponemos, no aparece en la película. Lo mismo podríamos haber caído en una familia de Moratalaz o en una tribu de Guinea Conakry para descubrir las andanzas poco edificantes de la niña psicópata, el abuelo homicida, el heredero lunático, el marido infiel, la amante coprófila... Estos pecados e ignominias son universales. Pero hay que reconocerle a Haneke -y quizá ahí esté la gracia del asunto- que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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Loving Vincent

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Your loving Vincent... Así es como terminaban las cartas que Vincent Van Gogh le enviaba a su hermano Theo para contarle sus progresos, sus estancamientos, el estado general de su pintura y también de su maltrecha salud. 

    Theo van Gogh era el mecenas que le proveía de todo lo necesario para seguir pintando sus impresionismos en los exilios artísticos por Francia: los alimentos, los lienzos, los médicos que le curaban las orejas cortadas y los raptos de locura. Y en los últimos tiempos, el alojamiento en la modesta pensión de Auvers-sur-Oise, que es el pueblecito donde el pintor terminó sus días, o le terminaron, de un disparo en el estómago, que ése es el meollo de la película. Una de detectives, finalmente, más que de artistas que se afanan en encontrar la luz exacta.

    En este pueblo del norte de Francia, Vincent pintó como nunca, desaforado, maravillado por los colores del paisaje: el azul de cielo, el amarillo de los campos, el negro nocturno veteado de estrellas. Pero entre cuadro y cuadro juraba en hebrero, gruñía a los vecinos, se enamoraba locamente de damas inalcanzables. Más vivo y más alterado que nunca, algunos pensaron que era lógico que Van Gogh terminara pegándose un tiro en el estómago en chapucero suicidio; mientras que otros, que dejaron testimonio de su duda, se rascaron la cabeza pensando que un suicida en ciernes no se levanta todas las mañanas con la loca alegría de pintar, lanzado hacia los campos como por un resorte de la vida.

    Loving Vincent, rodada de un modo convencional, con actores de carne y hueso, no hubiera dado para tanta publicidad, ni para tanto aplauso de la crítica. Pero decidieron hacerla así, como una de dibujos animados a la antigua usanza, fotograma a fotograma, en una sucesión de impresiones y cuadros del propio Van Gogh. Un trabajo de chinos realizado por artistas y pintores de todo el mundo. Un recurso precioso, de mucho mérito, impresionista al mismo tiempo que impresionante, pero cuyo efecto se evapora a medio metraje para dar paso a pequeñas impaciencias del espectador, pequeños bostezos avergonzados. Es tan bonito lo que se ve y tan aburrido lo que se cuenta, o la forma de contarlo...




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El infinito

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Uno de los efectos colaterales de la física moderna (que en apenas un siglo ha parido la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la sinfonía de cuerdas que vibran en diez dimensiones del espacio-tiempo), es que al menos una vez al año hay que enfrentarse con una película generalmente americana, pergeñada por chicos jóvenes y con estudios, que propone una paradoja temporal de las que te ponen la cabeza loca y al final nunca terminas de comprender, por muchos libros que hayas leído sobre el tema.

 Al final siempre hay que acudir a Internet para que algún enterado -generalmente universitario, con estudios de física superior o de matemáticas complicadísimas- haga una explicación más o menos inteligible de lo sucedido en la trama: a veces con dibujitos, o con diagramas, para que los más lerdos tengamos un apoyo visual y sepamos quién ligaba con quién, o quién asesinaba a su rival, y en qué dimensión, y en qué momento de la flecha temporal, y en qué parcela del campo de Higgs prevista en las ecuaciones.


    El infinito empieza siendo una película sobre sectas religiosas, de esas que crecen en los campos de Estados Unidos como champiñones y marcan la vida de los que están y de los que un día se escaparon: cuatro que llegan, aparcan las caravanas, montan un vallado en el secarral y predican la palabra del Señor o del Alienígena armados hasta los dientes y con las mujeres esclavizadas en la cocina o en la cama. El giro inesperado, molón, que da pie a la pesadilla de los protagonistas, y al laberinto físico-teórico del espectador, es que estos abducidos de El infinito tienen más razón que unos santos, y viven verdaderamente subyugados por la influencia maligna de un demonio que bajó de los cielos. Un cuento de Lovecraft sobre la secta de los davidianos, podríamos resumir. 


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El hombre más buscado

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Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Lean on Pete

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Ahora que estoy de turné por mi ciudad natal y que tomo cafés con los viejos conocidos, constato que somos muchos los que recordamos nuestra adolescencia como un período melancólico y tristón. Con alguna anécdota para celebrar, eso sí, cuando algún cura del colegio metía la pata, o algún compañero soltaba una ocurrencia, o nos invadía la risa tonta y contagiosa de la camaradería. Momentos de felicidad incontestables, pero más una cosa de risotadas en la quijada que de plenitud en las entrañas. Fiestas puntuales que no elevan la nota global de aquellos años que en cierto modo todavía transitamos, afectados todavía por los complejos adquiridos, por las ecuaciones del carácter que nunca se resolvieron. Como si la adolescencia hubiera sido una enfermedad de la que todavía renqueamos y arrastramos sus secuelas. 

    De hecho aquí seguimos, fiados a la masturbación, soñando con el futuro, viendo películas a todas horas..., solo que ahora trabajamos, y disponemos de dinero, y hasta tenemos hijos que ya tienen nuestra misma edad de entonces, y a los que entendemos perfectamente en sus cuitas, casi más hermanos que progenitores, más colegas que responsables.


    Pero es un recuerdo falaz -distorsionado por la falta de sexo, por el fracaso continuado con las chicas- el que hace que veamos nuestra adolescencia tan desaprovechada y anubarrada. La prueba está en que todos los que ligaron mucho, o ligaron bien, no tienen la misma percepción de tiempo malgastado y amargado. Y tienen razón. Enfocándola con lucidez, nuestra adolescencia fue una edad privilegiada, casi de niños mimados, quizá no espléndida, ni festejable, pero un paraíso terrenal en comparación con ésta que vive, por ejemplo, el desdichado Charley en Lean on Pete. A nosotros nunca nos faltó un plato en la mesa, una ropa en el armario, una calefacción en invierno. Teníamos unos padres que por regla general permanecían unidos en el infortunio conyugal, y sacrificaban la posibilidad de un amor quizá más provechoso. Nosotros fuimos a colegios decentes, a institutos, a universidades que más o menos nos prepararon para la vida, aunque luego la vida no precisara ninguno de aquellos aprendizajes. 

    Charley es un rubiales que tal vez se las lleva a todas de calle, pero duerme en un camastro, come cuando puede, tiene un padre nada ejemplar, una madre ausente, y un futuro poco halagüeño. Y unas heridas en el alma como costurones. Pero tiene un caballo, eso sí, al que confiesa sus penas y sus dudas. Y que no le impone ninguna penitencia, como hacían los curas con nosotros. El confiable Pete.


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La última bandera

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Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado... 

    No sé. No sé lo que haría si sucediera algo así. No me liaría a tiros con la recortada porque no tengo recortada, ni sabría cómo utilizarla. Simplemente me moriría en vida, anegado en pena, ahogado en un odio infinito, oscuro, maloliente, dirigido hacia toda esa gentuza que alentó y promovió su muerte estúpida y prescindible. Si ahora, sin guerra, con mi hijo a salvo de una leva o de una locura colectiva, ya siento repelús por esta maquinaria de la retórica patriotera, en su muerte imaginada, en su asesinato político-mercantil, supongo que acabaría por tirarme al monte y organizar una partida de partisanos con la que dar un poco pol culo por aquí y por allá antes de morirme dignamente. No sé... Locuras.

    Cualquier cosa menos lo que hace el personaje de Steve Carell en La última bandera, una película menor, tostona, impropia de Richard Linklater, por mucho que Bryan Craston anime el cotarro y se marque otro personaje para recordar. Da igual. No hay nada más aburrido que tres excompañeros de la mili -o tres excombatientes de Vietnam en este caso- recordando sus viejas películas del cuartel y la trinchera, el prostíbulo y la cocina. Una road movie infumable, a ratos ridícula, con alguna cosa salvable en un mar de verborrea. Una verborrea que juega a ser molona, transgrerosa, antibélica incluso, para al final guardar silencio ante la bandera omnipresente.





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Disobedience

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Disobedience es un remake encubierto de Los Puentes de Madison. Aquí ya no estamos en el condado de Madison, en Iowa, sino con los ortodoxos judíos, en Londres, pero el amor, el sexo, la posibilidad de un giro pasional que pondrá la vida patas arriba y dejará a los vecinos turulatos y ahítos de chismorreos, también se presenta en forma de fotógrafo que pasaba por allí. O de fotógrafa, en este caso.


    Si Francesca Johnson, en la película de Eastwood, cantaba aquello de “Hace tiempo que ya no siento nada al hacerlo contigo”cuando escuchaba los discos de Rocío Jurado, y pensaba en el señor Johnson como en un buen marido ya amortizado, no es muy distinto lo que canta la desdichada Esti Kuperman cuando sintoniza los 40 Principales en su casa de Londres. Esti es la mujer del rabino Kuperman, esposa ejemplar que todavía busca el primer hijo que consolidará su matrimonio. O mejor dicho, que terminará de clavarla a la cruz de su sacrificio, atravesando con felicidad, pero también con dolor, sus pies y su vientre. 

    Esti se siente atrapada en una cárcel, en un destino que no es el suyo, pero le falta valor para romper los barrotes. Los polvos del viernes viernesete -que al parecer es el día escogido por los judíos ortodoxos para cumplir el débito conyugal, como lo era el sábado sabadete para los católicos ejemplares- no la satisfacen. No encienden la menor llama en su cuerpo. Primero porque el rabino, temeroso de Dios, estricto cumplidor de la ley talmúdica, apenas se detiene en el solaz de los preámbulos, en el jugueteo de los gentiles. Él se posiciona, insemina, y se levanta del lecho para cumplir otras obligaciones. Y segundo porque Esti, en sus entrañas, en la verdad pecadora de su alma, desea que el cuerpo del hombre sea sustituido por el cuerpo de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, además, al contrario de Francesca Johnson, que soñaba con un hombre indeterminado que llamara a la puerta de su granja. Esti sigue amando a una mujer muy concreta: Ronit, la hija del gran Rabino, que decidió exiliarse cuando sintió que se ahogaba, en un arranque de valentía, y decidió irse a Nueva York para dar rienda suelta a su verdad.

    



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Tierra firme

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Ahora que las mujeres se enfrentan a las arañas y pueden abrir tarros de conservas sin nuestra ayuda, los hombres nos hemos quedado en meros surtidores de semen. Mangueras en una gasolinera. Robustos, y serviciales, a pie firme en el camino, pero nada más. Las mujeres ya sólo nos necesitan para ser madres. Y dentro de poco ni eso. En ese futuro sin pollas de la inseminación artificial, las mujeres se amarán entre ellas sin tanto miedo, y sin tanta brutalidad. Lo harán más bellamente, con caricias de cuento de hadas, con paciencias de monjas de Katmandú, y nosotros nos mataremos a pajas en penitencia por nuestra fealdad, y por el daño cometido.

    Tanto músculo, tanta egolatría, tanta poesía en los folios y tanto sudor en los gimnasios, y al final  hemos olvidado que no somos más que un émbolo que bombea espermatozoides. Los hombres somos excrecencias del pasado evolutivo. El desarrollo tecnológico nos condenará a la irrelevancia biológica, y seremos como el apéndice del intestino, o como la muela del juicio. La inseminación artificial -y la jeringuilla de Tierra firme es un ejemplo tragicómico de ello- es el fin de la humanidad tal como la conocemos. La jeringuilla es un invento tan decisivo que parece inspirado por el monolito de Stanley Kubrick. Un salto cualitativo que alumbra el nuevo orden de la especie. A corto plazo, sólo los sementales de ADN muy cualificado pintarán algo en el ecosistema. Pero a medio plazo ni siquiera ellos sobrevivirán al ERE evolutivo, cuando se invente el ADN sintético que volverá a todos los retoños listísimos y de ojos azules. Los hombres nos extinguiremos en unas cuantas generaciones, y dejaremos a nuestra espalda un reguero de mierda y destrucción. Y billones de pajas que serán como billones de lamentos. 

    Cinco millones de años más tarde, de la rama del homo sapiens brotará una nueva especie compuesta sólo por mujeres, que mejorará la Tierra y la hará más habitable y bondadosa. Se amarán con pasión, se odiarán con generosidad, y cuando sientan el prurito de perpetuarse, se inseminarán camino del trabajo o de la panadería. El amor será otra cosa y tendrá otra función. Habrá hombres mendigando por las calles, a la puerta de los supermercados y de las iglesias, pidiendo sexo como ahora se pide dinero o un bocadillo para comer. Hasta que desaparezcamos de la faz de la Tierra seremos una molestia cotidiana, insoslayable, de las que se olvidan en cinco segundos.





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¿Qué fue de Brad?

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No es la primera vez que la ficción se solapa con mi realidad. Que una experiencia propia se ve reflejada al día siguiente, o a veces el mismo día, en una película de la que a priori desconozco la trama. Puede ser la casualidad, obviamente, de tantas películas como veo al cabo del año. Pero puede ser, también, y ése es mi sospechoso principal, el inconsciente traidor, que guía mis búsquedas con referencias que yo mismo desconozco. Esto sería muy freudiano, y yo soy muy seguidor del abuelo Sigmund. Así que es posible que haya dos cinéfilos conviviendo dentro de mí: el que elige las películas para escapar de la realidad -del que soy consciente y brazo ejecutor- y el que busca en ellas una explicación a mis inquietudes sin que yo haya concedido tal prerrogativa.


   Ayer mismo, en León, como Brad Sloan en Massachusetts, me encontré con un viejo amigo del bachillerato al que veo cada año para contrastar nuestros respectivos avatares, que ya no son los hijos, ni los trabajos, ni los proyectos vitales, pues la suerte está más o menos echada. Ultimamente nos centramos en las canas que nos van saliendo en la barba, y poco a poco en el alma, yo muchas más que él, claro, que le saco unos cuantos meses, y unos cuantos reveses. En la terraza de la cafetería, mientras él hablaba de los viejos compañeros a los que hace treinta años que no veo, yo era un poco como el Brad Sloan de la película: un hombre de 46 años que escucha el relato de cómo sus compañeros de aula fueron triunfando en la vida, obteniendo puestos muy codiciados en la empresa privada, o sillones muy confortables en la función pública, mientras que uno, que era mejor estudiante que ellos, que estaba llamado a ser un don Alguien de la vida, que leía de todo y sabía de todo y era el pasmo de sus profesores y tutores, se ha quedado relegado en su rincón del noroeste, con sus extraños alumnos, con sus chavalicos del fútbol, con su blog de cine que nadie lee. Perdido en un laberinto muy peculiar de proyectos locos y depresiones de fosa Mariana.

    Sin embargo, al contrario que Brad Sloan -que es un poco panoli de la vida, el papel de toda la vida de Ben Stiller- uno sabe que la felicidad no reside en el estatus, ni en la comparativa, ni en el sentimiento de superioridad del macho que escala la pirámide. Que la sensación de estar a buenas con el mundo se siente o no se siente, se tiene o no se tiene, y que tiene muy poco que ver con la cuenta bancaria o con la envidia de los demás. En eso soy muy poco Sloan, muy poco Stiller. 





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Ready Player One

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Últimamente no presto mucha atención cuando leo las informaciones o me recomiendan las películas, porque los asuntos personales interfieren en la concentración. Quizá por eso, porque cogí cuatro datos al vuelo sin profundizar demasiado, pensé que Ready Player One era una película de acción frenética pero con gente real, al estilo clásico de don Steven. Algo así como una aventura de Indiana Jones pero en plan futurista, para los chavales de ahora, con héroes adolescentes, bichos a mansalva, malotes de pacotilla, efectos especiales de mucho ruido y mucho fuego para que en las salas de cine no se oiga el pitido de los teléfonos ni el masticar de las palomitas.


    Así que he venido a la nueva película de Steven Spielberg sin saber que ésta no era tal, sino la demo de un videojuego: "Oasis", uno que flipará a toda la chavalada y parte de la adultada en el año 2045, junto al FIFA 45. En Oasis -llamado así porque la vida real se ha vuelto irrespirable en el futuro, y sólo dentro del juego puede uno soñar y comportarse en libertad- hay que conseguir unas llaves, descifrar unas pistas, recibir los parabienes de un sabio encapuchado que es el propio creador del juego: un incel que al llegar a la edad de merecer se refugió en la masturbación y en la soledad ante el ordenador. Apartado de las mujeres -que es lo mismo que decir que apartado del mundo, como los monjes, o como los pastores en los montes-, el tal Halliday crea una aventura que recorre muchos iconos culturales de las últimas décadas, desde Parque Jurásico al Gigante de Hierro, desde el Halcón Milenario al Delorean de Marty McFly. Y es en eso, y sólo en eso, en la búsqueda continua de los guiños, las referencias, los cachivaches, los huevos de Pascua escondidos en el barullo cacofónico de las peleas, donde uno, que ya va para cuarentón largo y se marea pronto en estos campos de batalla, encuentra un mínimo de diversión en la película. Pero agarrado a la cornisa con una sola mano, no vayan a creerse.





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¡Lumière! Comienza la aventura

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Los obreros que salen de la fábrica, los viajeros que esperan el tren, el regador regado y el cabrocente del chaval... Están todos muertos. No queda ni uno. Los viandantes de Lyon y los viandantes de París. También los hermanos Lumière, por supuesto, que aparecían en algunas de las primeras filmaciones. Huesos y polvo. Quizá ya ni eso. Manchas en el viejo celuloide. Ceros y unos en los modernos dispositivos que alternan puntos blancos y negros para conformar cuerpos y rostros. Fantasmas convocados por la tecnología. Están muertos los niños que se bañan en el río, los soldados que bailan la jota, los vietnamitas que salen corriendo detrás de la cámara... Hologramas de una vida pretérita. Los ciclistas, los alpinistas, los visitantes de la Exposición Universal. Los que se afanan en la fábrica o sonríen en el ocio. El cine es un viaje mortuorio, un recordatorio de difuntos. Como los cuadros de los museos, o las viejas fotografías, o los mosaicos de los romanos. Pero en el cine la gente se mueve, gesticula, llora y sonríe, y el efecto que producen un siglo más tarde es devastador. Están vivos en esa muerte congelada y activa. Indiferentes al tiempo. Atrapados sin saberlo en las dos dimensiones carcelarias del viejo celuloide. Como los tres malotes de Supermán II, que vivían como muertos en aquella lámina de plexiglás que surcaba el espacio.


    Sin embargo, de las ciudades que retrataron los hermanos Lumière y su equipo de camarógrafos, quedan los esqueletos, las trazas, los edificios más simbólicos. Operadas hasta las cejas, las ciudades han sobrevivido. Pero sus inquietos habitantes no. Las 108 películas que se muestran en ¡Lumière, comienza la aventura! son otros tantos 108 viajes al más allá. El cine puede ser rabiosa actualidad y rabiosa muerte, y esta retrospectiva es una pura sesión de espiritismo. Apagas las luces, enciendes la tele, suena la música de Saint-Saëns, y te dejas llevar por la voz sugerente de Thierry Frémaux, que ejerce de médium. Supongo que sin él, sin su entusiasmo, sin su pedagogía, esta experiencia del cine arcaico, del cine mortuorio, no sería la misma. Él proporciona el contexto y la pincelada. Los demás unimos las manos y convocamos en actitud recogida a los espíritus.




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Un lugar tranquilo

🌟🌟🌟

La película se iba a titular No me chilles que no te veo, porque estos alienígenas son ciegos y sólo pueden guiarse con su oído complejísimo. Pero el chiste del título ya estaba cogido por Gene Wilder y Richard Pryor en su mítico descojono, así que esta nueva batalla del ser humano contra los aliens se llama, en sutil ironía, Un lugar tranquilo. Y es una ironía porque tal reino del silencio es el planeta Tierra convertido ya en el cementerio de la humanidad, devastado por esta raza a medio camino entre los aliens de Ridley Scott y los insectos de Paul Verhoeven.

    Esta raza de extraterrestres que persigue a Emily Blunt y al suertudo de su marido no soporta ningún tipo de ruido, de tal modo que sólo tienes que carraspear o que recibir un aviso del Whatsapp para que aparezca uno de ellos a tu lado, a la velocidad del rayo, y te abra las tripas de un zarpazo certero. No toleran la más mínima. Su triple oído viene a ser como el séptuple estómago de Alf: una maldición de la biología que les trae todo el día en jaque, buscando fuentes de sonido o persiguiendo gatos entre las sillas. 

    Yo, en cierto modo, entiendo a estos bichos de Un lugar tranquilo. No voy a decir que voy con ellos en la película, porque sería exagerar demasiado. Y yo, además, siempre estoy con Emily Blunt en cualquier papel que ella interprete. Pero tengo que confesar que una parte de mi simpatía, un residuo del tanto por ciento, está con ellos, aunque sean tan feos y tan poco misericordiosos. Los seres humanos somos unos animales estridentes y vocingleros. Hemos convertido el mundo en un lodazal de mierda, en un mar de plástico, en una atmósfera de veneno. Y, también, en un escándalo de ruidos. Los cazadores recolectores, como mucho, se tiraban pedos, se silbaban en el peligro, jadeaban de placer en los actos reproductores. Algún grito de dolor rompía de vez en cuando la armonía de la naturaleza. Y poco más. Mi perrito Eddie, sin ir más lejos, es un ser vivo que apenas produce cuatro ladridos durante el día, y algún que otro bostezo en los días tristones. El bípedo implume es más bien el homo sonorus, el tocacojonus timpanensis. Donde no alcanzan las ordenanzas municipales  ni las apelaciones al sentido común, tal vez alcance una buena invasión de extraterrestres que por fin implante el Club Diógenes a nivel global, y uno ya pueda leer  o ver la película del día sin las distracciones habituales.



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Good Time

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Si quieres ganar pasta, pasta gansa, y tienes la suerte de que Dios te ha dado un hermano como Dustin Hoffman en Rain Man, lo mejor que puedes hacer es subirlo al coche de un empujón y llevarle a Las Vegas mientras le explicas las cuatro reglas del asunto y vas ordeñando los casinos con mucho disimulo antes de devolverlo a la residencia que lo cuida con tanto mimo.

    Pero si tu hermano no es un savant brillante como Raymond Babbitt, sino un simple deficiente como Nick Nikas -que ya parece un nombre hiriente, como puesto adrede para el cachondeo- lo único que puedes hacer con él, tan cortico, tan poco agraciado, es robar un banco con caretas de goma y rezar para que entienda las dos o tres instrucciones que le has dado: que no dispare, que no te llame por tu nombre, que repita exactamente “¡Esto es un atraco!” y nada más. Que no improvise y meta la pata en cualquier exceso de adrenalina. Podrías dejarlo en casa, claro está, para que no estropeara el atraco, y luego contarle que te has ido al cine, o a la peluquería, y que has encontrado esa bolsa llena de billetes en la acera. Él se iba a creer cualquier cosa, pobrecico. Pero su presencia física es intimidatoria, como de oso peligroso, y eso viene bien para acojonar al personal de las ventanillas. Y además, oculto bajo la careta, nadie va a darse cuenta de que has ido a recogerlo a la institución especial diez minutos antes de dar el palo.


    Sucede, además, que Connie Nikas, el hermano inteligente, tampoco es muy inteligente que digamos, nada que ver con el Tom Cruise de Rain Man. Connie es más bien un listillo de barrio que se aturulla en las decisiones importantes, cuando los nervios se imponen a la razón. Y así, con esos mimbres, unidos por un apellido tan poco aristocrático, los dos hermanos realizan un atraco que en realidad, contra todo pronóstico, ejecutan a la perfección, sin complicaciones, sin muertos, con el dinero a buen recaudo en el maletín. Pero la desgracia siempre sobrevuela sobre los desgraciados, pues ésa es su definición, como una nube personalizada que siempre llueve sobre sus cabezas. Y lo que era un trabajo de diez minutos se convierte en una noche toledana que dura casi dos horas en nuestros televisores. Con muchas hostias, muchas decisiones equivocadas, muchas fatalidades que se van sucediendo a ritmo de speed y otras drogas variadas.. Lo de Good Time es, evidentemente, una ironía.




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American History X

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Sigo pensando que American History X está muy sobrevalorada. Pero sé que en esto pertenezco a una minoría de espectadores. La segunda oportunidad no ha servido para nada, como suele suceder, en cambio, con los amores que se atraviesan. En mi gusto peculiar y viciado, American History X es un videoclip sobre el rapero blanco que se las tiene tiesas con los raperos negros, allá en el barrio, en las canchas de baloncesto, en las dependencias carcelarias, donde lo mismo te sacan una sirla en el patio que una polla mientras te duchas. Un conflicto racial que nos queda muy lejos a los de la Piel de Toro, porque aquí, la verdad, de estos racismos tan exacerbados y violentos, se ven muy pocos. Sólo cuando gobiernan los que yo me sé, y recibimos a los inmigrantes con pelotas de goma antes de que posen el pie sobre la playa y ya no haya más remedio que acogerlos, y presumir de hospitalarios, y de ejemplo para el resto de Europa.

    Aquí el racismo tiene muy poco que ver con los supremacistas blancos y con los afroamericanos pandilleros. El racismo que ahora nos ocupa es uno de taifas, de caucásicos que tratan de diferenciarse y de sobresalir por cualquier tontería. Xenofobias de nivel muy bajo, de tipos que consideran inferior al que nació más allá del río, o del trigal. Una cosa muy banal que no justifica ir armado hasta los dientes, como en la película, ni liarse a hostias por cualquier mirada atravesada, y luego pasarse años en la cárcel por la tontería de un arrebato. 

    Hace veinte años -¡los años que ya tiene la película, madre de Dios!- sí estaban de moda los pandilleos de neofascistas que tomaban el centro de Madrid, y los baretos de las provincias, y los fondos de los estadios de fútbol, y que acojonaban al personal cada 20 de Noviembre levantando el brazo en saludo al fallecido dictador. Pero esta gente se ha ido diluyendo. Casi han desaparecido de las calles. Supongo que siguen en sus locales de mala muerte, en sus foros de internet, repitiendo las consignas absurdas de Edward Norton en la película. Pero han dejado de preocuparnos como nos preocupaban antes, y la película se resiente por estar tan alejada de la actualidad.





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The Party

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The Party es una película que trata sobre la infidelidad: la consumada, la planeada, la que todavía no ha encontrado sustituto o sustituta. La infidelidad DEFCON 1, podríamos decir, la DEFCON 2… En realidad, todas las películas tratan sobre la infidelidad y no sobre el amor. Porque el amor es algo aburrido, sin conflicto, muy poco noticiable si le ponemos una cámara delante, como un arrumaco de los participantes en Gran Herrmano, íntimo, insulso, de un cotidiano que asusta. Sólo la posibilidad de perderlo, o de reencontrarlo, o de patear el culo de quien nos lo arrebató, alienta los dramas y las sátiras.


    The Party es una reunión de amigos que muy pronto dejarán de serlo. O que ya no lo eran, en verdad, y sólo fingían la amistad hasta dar con el cabronazo que se acostaba con mengana, o con la cabronaza que se acostaba con mengano. O que se lo estaba pensando e iniciaba los juegos preliminares... Unos amigos muy progres del ala menos progre del Partido Laborista que se reúnen en casa de la próxima ministra a desconchar el champán y escrutarse con la mirada. Viejos guerreros y vetustas guerreras que lucharon contra la Thatcher en los tiempos de las cargas policiales y los adoquines que volaban. Y eso, como se sabe, une para siempre, en lo afectivo, y a veces, también, en lo sexual. Enredos inextricables que los años y las décadas no terminan de dilucidar. 

    En The Party se respira un ambiente malsano cuando cesan las cortesías y los parabienes. Los silencios son incómodos. Una peste a engaño sale de la cocina mezclada con el humo del guiso arruinado. Como una versión light de la novela de Agatha Christie: siete negritos y negritas han sido confinados en la fiesta para que les vayan saliendo los cuernos de uno en uno.





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Narcos. Temporada 2

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La lucha contra el narcotráfico es una de esas labores que realmente no mejoran el mundo. Sólo lo mantienen como está. Como el oficio de barrer las calles, o de fregar los platos, o de podar los árboles. Necesarios, en verdad, porque si no viviríamos anegados por la mierda, o enredados en una selva, pero poco gratificantes en realidad, porque lo que se limpia, o lo que se poda, siempre termina por resurgir. Así es el oficio de estos agentes de la ley, americanos y colombianos, políticos y militares, que en la segunda temporada de Narcos siguen a la caza y captura de Pablo Escobar. Tan obcecados están, tan seguros se ven de obtener la victoria final (que ya sólo depende de dar con las transmisiones que el Innombrable emite desde su última covacha)- que por un momento llegan a olvidar que el trono del crimen lo ocupará al instante, sin transición, como un mosquito que sustituye al palmoteado, otro tipo sin los mismos escrúpulos. Uno que también vivirá rodeado de matones en su mansión de lujo, inalcanzable para la ley en sus comienzos, tan carnicero y tan despiadado como el orondo de Medellín, con las mismas aspiraciones de enterrarse vivo en billetes y poner en jaque al mismísimo gobierno de Colombia si no le dejan realizarse como el puto jefe de la mandanga.

    No sé ahora cómo andará  la cosa. En la cronología de la serie, el cártel de Cali acaba de sustituir al cártel de Medellín como epicentro del negocio, y en la tercera temporada, los mismos barrenderos de la hojarasca trasladarán sus bártulos y sus gafas de sol a la nueva ciudad del pecado. Ahora, mientras escribo esto, en el año del señor de 2018, tal vez sea el cártel de Bogotá, o el de Cartagena de Indias -o quíén sabe, incluso, si el de Macondo, mitad real y mitad mágico, y por tanto más difícil de combatir- el que corta el bacalao además de las papelinas. Da igual. Los tipos que persiguieron a Pablo Escobar durante dos temporadas completas ya viven retirados, o están a punto de, y me darían la razón en esto de que su oficio es como fumigar cucarachas que vuelven a reproducirse como brotadas de un averno.


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Sin amor

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Vivir sin amor, así, a secas, es lo más normal del mundo. Incluso en pareja. En los rescoldos de la pasión se forman otros pegamentos que sostienen el tinglado. Y el tinglado, a veces, dura años, en perfecta armonía, sin tirarse los trastos, juntando tripa con culo en las horas del dormir. Así es como llegan al final las parejas más longevas, y más envidiables, manteniendo una temperatura confortable, estable, que ya no es el volcán de la pasión, ni el hielo de la indiferencia. 

    El amor, en realidad, no hay quien lo aguante demasiado tiempo: no duermes, no comes, no vives, todo te sobreexcita o te sobresalta. Es como vivir enganchado a la cocaína. No hay cuerpo que lo soporte. No estamos diseñados para la dicha perpétua, para la felicidad sin tacha. Tarde o temprano hay que pisar el freno. Inhalar impurezas. Cortar la droga. Instalarse en otro ritmo, en otra respiración. Dejar de amarse hasta el paroxismo y firmar un nuevo contrato. El amor es un sentimiento muy volátil, y muy escaso, en realidad. No es casual que se siga declarando con anillos de oro o con diamantes engarzados: eso habla de su rareza, casi de su excentricidad. Todos hemos vivido el amor, incluso el gran amor, y por eso sabemos que cuanto más asciende a los cielos más probabilidades tiene de pincharse. 

    El amor es una cosa más propia de las películas que de la vida real. Lo que pasa es que nos hemos criado amorrados a la pantalla de cine, al televisor del salón, y a veces ya no distinguimos los sentimientos reales de los sentimientos que soñamos. El amor es un recurso escaso, esquivo, como el sol en las películas de Andrey Zvyagintsev. Y no es lo mismo vivir sin amor a orillas del mar, o en la campiña de las vides, como en un desencuentro de Eric Rohmer, que padecerlo en este Moscú desangelado de la película, entre edificios de hormigón que legaron los soviéticos. Aquí hay nieve, frío, una desolación poética y muy triste de la naturaleza. Como si el general Invierno se colara entre los abrigos y congelara los buenos sentimientos, y las buenas intenciones.






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