Bojack Horseman. Temporada 2

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Decía Ignatius Farray que a los veinte años, cuando cometía una gilipollez, se consolaba pensando que quizá él no era un gilipollas, sino sólo un hombre joven, impulsivo y desinformado. Y que vivió con esa duda hasta que cumplió los cuarenta, y se sorprendió cometiendo las mismas gilipolleces, u otras parecidas, y concluyó, para su decepción, pero también para su paz de espíritu, que realmente era un gilipollas. Uno más entre la vasta grey de los tipos que lo seguimos, y que lo jaleamos, y nos vemos reflejados en sus certidumbres, y ya hemos asumido que tal condición, llegados a estas alturas, no tiene mucho remedio, como la tontuna, o como la excelencia de los envidiados, que también nacen con ella y nunca les abandona, hay que joderse.

    Me he acordado de este pensamiento a medio camino del cachondeo y de la depresión mientras veía la segunda temporada de Bojack Horseman, porque su personaje principal, Bojack, la ex estrella equina de la televisión, llega a la misma conclusión que Ignatius Farray tras tanto meter la pata por la vida -en su caso hasta el corvejón, que es lo que tienen los caballos en lugar de rodillas. Pasan los episodios y Bojack no levanta cabeza. Enamorado de su amor imposible, Diana, que yace en zoofílica pasión con un perro labrador para escándalo de la familia Aznar-Botella, Bojack se entretiene con otras mujeres, o con otras animalas, a la espera del milagro. Por su cama pasan humanas y búhas, cervatillas y zorrones, pero ninguna es capaz de calmar la sed de su corazón. Y así, a la deriva, sin nadie que le ponga las riendas, Bojack piafa por delante, y cocea por detrás, y en cada episodio vuelve a caer en los mismos errores: el ego absurdo, y la droga prescindible, y el alcohol que sobraba, y la añoranza bobalicona de la juventud perdida. Y sobre todo, la fatalidad de unos genes centaúricos que tampoco ayudan gran cosa en la tarea de reconducirse.