La gata sobre el tejado de zinc

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La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



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Tenemos que hablar de Kevin

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“¡Tenemos que hablar de Kevin!, grita Guillermo Giménez en las retransmisiones de la NBA cada vez que Kevin Durant encesta un triple distante o una canasta inverosímil. Y yo, mientras tanto, llevaba años preguntándome quién coño es ese Kevin, el de la película, el del chascarrillo repetido. 

    Ahora ya lo sé. Kevin es un auténtico bastardo, el hijo del demonio, la pesadilla de la maternidad. El niño que nació atravesando la carne y no apartándola. En la terminología antigua, heteropatriarcal, un auténtico hijo de puta. Uno al que no creo que las bofetadas soltadas a tiempo hubiesen reformado. Y eso que las está pidiendo durante toda la película, a gritos, como panes, Cimo aquellas que arreaba Bud Spencer con toda la palma y parte del antebrazo. Lo de Kevin es el desafío permanente. La maldad gratuita. La psicopatía en potencia, y luego en acto, que diría Aristóteles. 

    Quién es este demonio que me trajo la cigüeña de París, piensa, abrumada, la señora Khatchadourian. Pero ella es cachazuda, moderna, de las que prefiere el diálogo y el razonamiento, el tenemos que hablar y el dime cómo te sientes. Nada que ver con la señora Zapatilla, la madre de Zipi y Zape, que a las primeras de cambio ya aparecía en la viñeta con el rodillo de amasar, o con el sacudidor de las alfombras, persiguiendo a sus retoños. Cómo hemos cambiado…

    La señora Khatchadourian se cree su papel dialogante, buenrollista, de pedagoga del método correcto. Pero es que además se siente culpable de la situación. Ha leído en alguna página de internet, o en algún artículo de la revista, que las madres frías, distantes, de depresión postparto, pueden causar daños irreparables en la crianza del niño. Son, por supuesto, majaderías superadas, culpabilizaciones absurdas. Chorradas de la psicología antigua, y del oscurantismo doctrinal. Kevin no es fruto de nada. Simplemente es así, nació así. Un puro azar de las bases nitrogenadas. Y para estos chavales de la hélice dañada, del cable pelado, del cortocircuito neuronal, no existe solución homologada. A quien Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. No vale la terapia de los vendedores de crecepelo, ni aporrear el televisor a ver si la imagen se estabiliza. Eso, en realidad, nunca ha servido para cambiar a nadie.





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Bojack Horseman. Temporada 2

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Decía Ignatius Farray que a los veinte años, cuando cometía una gilipollez, se consolaba pensando que quizá él no era un gilipollas, sino sólo un hombre joven, impulsivo y desinformado. Y que vivió con esa duda hasta que cumplió los cuarenta, y se sorprendió cometiendo las mismas gilipolleces, u otras parecidas, y concluyó, para su decepción, pero también para su paz de espíritu, que realmente era un gilipollas. Uno más entre la vasta grey de los tipos que lo seguimos, y que lo jaleamos, y nos vemos reflejados en sus certidumbres, y ya hemos asumido que tal condición, llegados a estas alturas, no tiene mucho remedio, como la tontuna, o como la excelencia de los envidiados, que también nacen con ella y nunca les abandona, hay que joderse.

    Me he acordado de este pensamiento a medio camino del cachondeo y de la depresión mientras veía la segunda temporada de Bojack Horseman, porque su personaje principal, Bojack, la ex estrella equina de la televisión, llega a la misma conclusión que Ignatius Farray tras tanto meter la pata por la vida -en su caso hasta el corvejón, que es lo que tienen los caballos en lugar de rodillas. Pasan los episodios y Bojack no levanta cabeza. Enamorado de su amor imposible, Diana, que yace en zoofílica pasión con un perro labrador para escándalo de la familia Aznar-Botella, Bojack se entretiene con otras mujeres, o con otras animalas, a la espera del milagro. Por su cama pasan humanas y búhas, cervatillas y zorrones, pero ninguna es capaz de calmar la sed de su corazón. Y así, a la deriva, sin nadie que le ponga las riendas, Bojack piafa por delante, y cocea por detrás, y en cada episodio vuelve a caer en los mismos errores: el ego absurdo, y la droga prescindible, y el alcohol que sobraba, y la añoranza bobalicona de la juventud perdida. Y sobre todo, la fatalidad de unos genes centaúricos que tampoco ayudan gran cosa en la tarea de reconducirse.



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Muchos hijos, un mono y un castillo

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Julita Salmerón no me ha caído en gracia. Qué quieren que les diga. Soy así de raro y de particular. Me caía mejor la madre de Paco León, Carmina, en aquel otro experimento del hijo cineasta, aunque la señora andaluza se las trajera con algunas cosas de la trapacería.

    Lo mío con Julita Salmerón deben de ser prejuicios, mandangas personales, porque la crítica especializada se ha descojonado con sus ocurrencias, y el público pagano se ha rendido con sus tontunas, y todo es unanimidad y buen rollo alrededor de esta señorona que dio a luz a los numerosos hermanos Salmerón. Pero a mí me ha caído gorda, doña Julia, desde la primera escena, con esa manera de masticar las galletas con la boca abierta haciendo todo el ruido posible, en una carta de presentación que ataca directamente el epicentro de mis neurosis. No lo soporto, ese regodeo de Gustavo Salmerón en filmar a su madre mientras mastica a mandíbula batiente las tostadas, los bocadillos, las jamonerías... Las croquetas de José Antonio. Es repugnante. Pero ya digo que son cosas mías, y además serían peccata minuta, como eso del síndrome de Diógenes, o lo del tenedor extensible, si luego la buena mujer despertara en mí otras simpatías, otras cordialidades. 

    Y a fe mía que al principio me esfuerzo, y hasta sonrío con dos o tres disparates salidos de su senilidad. Porque vengo a la película -o a lo que sea- con la recomendación encarecida de un par de amistades a las que tengo en alta estima. Pero a la media hora encallo, me aburro, me desintereso del esfuerzo. Empiezo a pensar que este documental lo podría haber rodado yo mismo con mi señora madre, allá en León, y no termino de verle el mérito. Pocos hijos, una gata y un piso cutre en el extrarradio. Un título menos elocuente y aristocrático que lo del mono y lo del castillo. Aunque luego resulte que el mono sólo sale en las fotografías.

    A mí lo que realmente me jode es lo del castillo, y lo que representa. Porque a fin de cuentas, la familia Salmerón -por muy graciosa, destartalada, original, mortadelofilemónica que nos la quieran presentar- no deja de ser una familia franquista a la vieja usanza, con su marido fachorro, su mamá falangista, sus muchos hijos destinados a repoblar la buena España. Quién cojones iba a vivir, si no, en un castillo de Castilla, y no en uno que haya precisamente que rehabilitar.



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Man on the Moon

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Andy Kaufman se fue en 1984 y todavía no ha vuelto. Los que afirmaban que regresaría después de treinta años para hacer el chiste más largo de su vida, ahora, pillados en el mal cálculo como miembros de una secta, afirman que la broma va a durar cuarenta años, y que la muerte y resurrección de Kaufman será la performance más famosa de la Historia. Después de aquella del año 33, claro, que va a ser difícil de igualar si llevan razón los evangelistas, y los Padres de la Iglesia, que no vieron nada, pero nunca dudaron de los testimonios.

    Pero no estamos huérfanos, ni tristes, mientras esperamos el regreso de Kaufman anunciado por los profetas. No al menos aquí, en el reino de los godos, porque tenemos a un guanche exiliado que se le parece mucho en las intenciones y en las chaladuras.  Nuestro héroe, nuestro lunático, nuestro man on the moon, es Ignatius Farray. El problema es que cuando Farray fallezca, o finja su fallecimiento, dentro de muchos años, a ver dónde encontramos un actor capaz de imitar su grito sordo y su chupeteo de pezones. De dónde vamos a sacar un Jim Carrey patrio con esa anatomía y esa idiosincrasia. Porque Farray, al igual que Kaufman, es alguien básicamente inimitable, con sello de autor, con trastorno de personalidad. Un humorista que no sabe contar chistes ni falta que le hace. Lo suyo es otro oficio. Otro menester. La provocación. El tocapelotismo de los escenarios, y de los estudios radiofónicos. Farray vino al mundo para hacer preguntas incómodas. Para buscarte las cosquillas, y mear fuera del tiesto.

     Kaufman y Farray no son comediantes, sino filósofos de la comedia. Profesores en la Facultad de la Risa. Dos teóricos del asunto, más que dos practicantes. Dos exploradores con salacot que se han aventurado en las selvas del humor para encontrar sus límites y sus fundamentos. Que se van abriendo camino a machetazos, entre la maleza, por caminos jamás hollados por el hombre, Ni por la mujer. Dos tipos que arriesgan, que se la juegan, que se prestan al escarnio e incluso a la denuncia con tal de ir un paso más allá, a ver dónde termina el humor y dónde comienza la falta de respeto, que es uno de los desafíos actuales de la ciencia.




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Molly's Game

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Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras. 

    Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.

    Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.

      Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio.  La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…





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Una mujer fantástica

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A veces, en los extravíos más tontos del pensamiento, me sorprendo a mí mismo imaginando cuántas personas asistirán a mi funeral. Quiénes, de los actuales, y quiénes, de los futuros... Espero que sean pocos, pero escogidos. Los cuatro gatos con pedigrí. No quiero a los paisanos con boina, ni a las beatas del pueblo. Ni a los familiares lejanos, y alejados. Sólo la carne magra de los afectos. Mi hijo, claro, y los dos amigos que me queden. Y mi última amante, por supuesto. Me pregunto si ella consentirá que las Otras, las Anteriores -tan escasas, pero tan escogidas- hagan presencia ante mi cuerpo presente. Si organizará una ceremonia privada o un concilio vaticano alrededor de mis carnes no resucitadas. Qué se dirán a mis espaldas, o a mis frontales, en caso de tal. Qué callarán o qué compartirán, las muy traviesas La descojonación de mis intimidades: lo del retrete, lo de los calzoncillos, lo del sonido gutural… Me gustaría que se rieran de lo lindo, de mis defectos, y de mis manías, y que reinara el buen humor en un sepelio prohibido para los curas.


  Para nada lo que sucede en Una mujer fantástica, que a la pobre Marina no la dejan ni pisar el tanatorio. Marina lo era todo para Orlando, pero al mismo tiempo no era nadie. Sin papeles firmados que atestigüen el amor o la propiedad, da igual que Orlando lo hubiera dejado todo por ella, y que muriera en sus brazos en la mala hora del soponcio. Todo eso no otorga ningún privilegio para gestionar las cosas del muerto. La sangre de la sangre, comandada por la ex esposa humillada, toma las riendas de la burocracia y Marina es espantada como una mosca cojonera. Le echarían insecticida, o le zurrarían con el matamoscas, si pudieran. La arrojarían al infierno, incluso, los muy inquisidores, los muy católicos, porque ni siquiera tienen claro que ella sea Marina, o Marino, atrapado, o atrapada, todavía, en el cambio de sexo. Como si eso importara una mierda en estas cuestiones. Y en todas las demás.





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45 años

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Después de varios años leyendo libros y conversando con los parroquianos, uno tiene la fundada sospecha de que el ser humano, en cuestiones sexuales, no es más que un bonobo vestido con pantalones vaqueros. Un simio disimulado. El sexo es nuestro pensamiento único, nuestro runrún de fondo. Nuestro hilo musical. Érase una vez unos homínidos a unos genitales pegados. 

    Pero el fornicio, por supuesto, como enseñara el abuelo Sigmund, sería la carcoma de cualquier civilización si campara a sus anchas por los dormitorios y los asientos reclinables. Desde que el hombre inventó la convivencia sedentaria alrededor de la agricultura, el instinto del bonobo lucha contra la imposición de las costumbres. No desearás a la mujer de tu prójimo ni codiciarás los bienes ajenos. Los mandamientos no surgieron por casualidad. El Ello y el Superyo llevan diez mil años dándose de hostias en el interior de nuestras cabezas, y en medio de ellos, como un sparring al que le caen palos por todos los lados, se sostiene el Yo, pobrecico, tratando de buscar una tercera vía entre el desenfreno simiesco y el matrimonio para toda la vida.


    De ese pacto social entre los sindicatos orgiásticos y la patronal conservadora, surge esa práctica extraña, muy poco frecuente en la naturaleza, que es la monogamia sucesiva. A falta del pan selvático, buenas son las tortas de la ciudad. Uno se ennovia, se casa con la primera pareja convincente, se divorcia de ella cuando las cosas se tuercen y vuelve a empezar el ciclo del emparejamiento hasta que el cuerpo aguante. En este carrusel de sustituciones todos somos contingentes y ninguno necesario, salvo el alcalde, claro, en Amanece que no es poco. Sólo el primer amor es un producto original: el resto es un outlet, un mercadillo en el que vamos cambiando de cama con la humildad de quien se sabe el número tal en una lista de examantes y examados. Así son las cosas. Y no pasa nada por asumirlo. 

Pero hay gente, como el personaje de Charlotte Rampling en 45 años, que no terminan de aceptarlo. Ella se creía especial, única. El alfa y el omega de su marido. Pero un día, por culpa del cambio climático, y de su efecto sobre los glaciares alpinos, descubre que el honor de la letra alfa lo ostenta otra señorita que ahora es la Reina de los Hielos. Había otra, por tanto, antes que ella. Y no una cualquiera: una chica joven y guapa a la que sólo un resbalón retiró del camino. Charlotte no asume que su amor pueda ser fruto del azar. Ella quizá soñaba con Destinos, con Predestinaciones. La decepción le golpea con tanta fuerza que ya no quiere ser ni la letra omega de su marido. Y en medio de todo esto, la fiesta de aniversario… 45 primaveras, y la última sin flor.






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El año que vivimos peligrosamente

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Los occidentales tienen la extraña costumbre de enamorarse en ambientes exóticos y peligrosos. Mientras los oriundos del subdesarrollo se acechan en las junglas para llevar a casa un cuenco de arroz, los imperialistas que trabajan en las embajadas, o escriben mentiras para los periódicos, dedican su tiempo libre a los escarceos del amor. Los hemos visto en muchas películas, besándose bajo las lluvias torrenciales del monzón, mientras ahí fuera se matan los guerrilleros y los gubernamentales.

    Los amantes de las películas casi siempre se conocen en el cóctel del embajador, o en el baile del general, y les basta un cruce de miradas y un saludo protocolario para amarse con la locura arrebatada de los trópicos. Quizá confunden el calor del ambiente con el ardor de la sangre. La excitación de la adrenalina con la exaltación de la pasión. Quizá toman lo exógeno por lo endógeno, lo circunstancial por lo duradero. En sus tierras de origen todo es tranquilo y civilizado, y los corazones no están acostumbrados a latir más deprisa por culpa del peligro que se respira en el aire. Tal vez confunden la taquicardia del amenazado con la agitación del enamorado.

    La guerra civil todavía no ha estallado en Indonesia cuando Mel Gibson y Sigourney Weaver se conocen en un sarao típico de los anglosajones -el crocket, o el cricket, o el aniversario de la Reina. Pero es obvio que no queda mucho para que comiencen las hostilidades. Los barcos cargados de armas ya están llegando a los puertos, y los soldados indonesios tienen órdenes de limpiar sus fusiles. Hace mucho calor en las Indias Holandesas, y la pobreza es extrema, y el odio ya forma montañas inmensas de excrementos. La guerra civil va a ser sanguinaria como pocas, y las balas no van a distinguir a los nativos de los turistas. Gibson y Weaver tendrán que coger el avión en cualquier momento para salvar sus culos enamorados. Cuando esto suceda, en el aeropuerto de destino, el amor que ahora los envuelve no durará más allá de la cinta de equipajes. El frío y la seguridad de saberse vivos matarán el virus tropical en un santiamén.



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Narcos

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Lo primero que llama la atención de Narcos es que el personaje de Pablo Escobar habla muy mal el castellano. En los primeros episodios uno llega a pensar que tal vez sea así el acento de los antioqueños, y más si son antioqueños atravesados por la sociopatía, y por la megalomanía: defectos del espíritu que confieren al habla un extraño matiz entre nasal y desacompasado, como le sucedía al Dr. Strangelove en Teléfono Rojo

    Pero luego te das cuenta de que hay otros antioqueños rodeando al gran capo de la droga -amigos de la infancia, o mercenarios grasientos- y ninguno habla de manera tan forzada, tan masticada, como si estuviera recibiendo los textos de un apuntador emboscado tras la cámara. Es entonces cuando uno averigua que el actor que encarna a don Pablo es un brasileño con nombre de defensa central del Botafogo, Wagner Moura, y que, por tanto, los responsables de Narcos han sacrificado la verosimilitud del habla para clavar el aspecto físico, la dejadez barrigona, la mirada gélida del tiburón que nada en las aguas dulces de la selva.

    Lo cierto es que este Pablo Escobar, dejando aparte sus atragantamientos fonéticos en las frases un pelín largas -–“Vamos a… cargar…nos a esos hiiijos depu…ta malnasidos”- si non e vero, está bien trovato de cojones. Y a partir de ahí, como un casteller de colombianos que se sustentara en esa recreación que te encoge los huevecillos, Narcos se erige como una serie implacable, didáctica, casi documental, con un casting perfecto de policías y ladrones, de amantes y esposas, de políticos de Bogotá y  de agentes de la DEA. Una serie casi perfecta, brutal, sanguinaria, que no se pierde ni un solo segundo por las carreteras secundarias del amor, o de la prole, cuando hay tantos millones en juego. Y tantos muertos en las zanjas. Entericos, o trozeados, según las conveniencias del mercado.



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Weekend

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Hay amores de fin de mi vida y de fin de semana, como cantaba Javier Krahe. Y a veces, es curioso, los del fin de semana dejan una huella más profunda que los primeros. El amor no se mide en meses o en años, sino en centímetros cúbicos, que es el escombro que queda cuando se apaga. A veces el rescoldo de los amores eternos cabe en un simple recogedor de andar por casa, mientras que el amor fugaz puede dejar un volcán majestuoso tras su erupción. Donde antes sólo existía la placidez de las aguas y el aburrimiento de los peces nadando, de pronto, del fondo del mar, surge una isla que se queda para siempre en la geografía, y en la biografía.

    Hay amores, como éste que se cuenta en Weekend, que son imborrables aunque uno de los amantes tenga que partir al cabo de dos días. Como en el cuento de Cenicienta, pero sin zapatitos de cristal que concedan una segunda oportunidad. La putada, para Russell y para Glen, es que ellos lo sabían de antemano, y habían decidido, con buen tino, citarse solo para echar unos polvos y sobrellevar otro fin de semana aburrido en la lluviosa Nottingham. Pero tras el primer polvo surge la primera conversación, la primera intimidad, y quizá es en la tercera sonrisa, o en la cuarta complicidad, cuando comprenden que la han cagado de verdad, porque se han enamorado, y su amor nace con una esperanza de vida ridícula.

    Lo juicioso hubiera sido saltar de la cama en ese momento exacto de lucidez, vestirse a toda hostia y despedirse casi a la francesa. Cerrar los ojos y hacer todo lo posible por olvidar el rostro y el cuerpo. Abrir las ventanas de par en par para disipar los olores entremezclados. Que nada se fije en la memoria, que nada perdure. Pero Russell y Glen han nacido con la maldición de los hombres románticos, y en lugar de olvidarse el uno del otro, deciden conocerse mejor. Alargar la conversación, confesar nuevas intimidades, sondear más profundamente los recovecos de la anatomía. Deciden equivocarse.





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Todos los hombres del presidente

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Todos los hombres del presidente es una obra maestra. Pero no estoy seguro de que sea exactamente una película. Woodward y Bernstein son dos personajes sin contexto. Les conocemos aporreando la máquina de escribir y les despedimos mientras siguen aporreando la máquina de escribir. Nunca van a casa. Nunca toman un café para hablar sobre deportes o sobre mujeres. Nadie nos presenta a sus parejas, a sus hijos, a sus cuñados que votan al Partido Republicano... No sabemos dónde viven, qué estudiaron, cómo llegaron a la redacción del Washington Post.

     A Todos los hombres del presidente se la soplan tales minucias. Su guión va a saco, sin cuartel, la meollo de la investigación. Y todo lo demás es estorbo y despiste. La película es el relato implacable de una persecución, de una caza. Un documental, en definitiva. Un episodio de El hombre y la tierra en el que dos lobos de instinto afilado deciden colaborar para seguir el rastro de un tal Howard Hunt que aparece en las agendas de los intrusos del Watergate. Dos lobos ambiciosos, infatigables, todavía jóvenes, que poseen una jeta de hormigón armado que lo mismo les sirve para dar el coñazo al redactor jefe que para sonsacar información a las mujeres que les abren tímidamente la puerta. Dos tipos metódicos que huelen la sangre de los políticos y de sus fontaneros a kilómetros de distancia, y que no se conforman con las piezas de menor importancia, sino que prefieren beber litros y litros de café a la espera de que caiga el ejemplar más nutritivo de la manada, un ciervo alfa llamado Richard Nixon que pace muy confiado en los jardines de la Casa Blanca.



    Uno se imagina la película narrada por la voz en off de Félix Rodríguez de la Fuente en un audiocomentario del DVD y la cosa no parece muy disparatada. Washington como un bosque del ecosistema ibérico donde tiene lugar la caza silenciosa del presidente de los Estados Unidos. Y el propio Félix, o alguno de su colaboradores, haciendo el papel de Garganta Profunda, guiando a los lobos por el bosque cuando parecen haber perdido la pista, y se quedan confusos ante el arroyo, o ante la tierra removida.




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Nader y Simin, una separación

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"Nader y Simin" podría haber sido la versión iraní de una película de Azcona y Berlanga. Aquí todo el mundo también va a lo suyo, a su rollo... Los personajes no paran de dar po’l culo para defender sus razones, sus intereses, sus pequeñas o grandes mezquindades. Hasta la puesta en escena tiene un cierto parecido con la de Berlanga: cuando unos personajes se tiran los trastos en primer término, otros, impacientes, siguen con sus monsergas en segundo plano, dando su opinión, lanzando su pedrada, defendiendo su libro, que es a lo que todo el mundo ha venido a esta película. Unos a divorciarse, otros a impedir el divorcio, otros a sacar tajada y otros a purificarse el alma en los textos del Corán.

    Al fin y al cabo, sabemos que esto es Teherán porque las mujeres no se apean el pañuelo, y porque los hombres lucen una perilla al estilo Jerjes. Pero por lo demás, el piso de Nader y Simin podría haber sido una corrala de Lavapiés, o un quinto sin ascensor de Moratalaz. Y en esos ambientes tan castizos, tan de vecinas en la escalera y de parados de larga duración, con esas comisarías atestadas y esos hospitales que huelen a lejía, Azcona y Berlanga habrían hecho maravillas costumbristas, descojonatorias, cargadas de un humor vitriólico y también algo misántropo. 

    Farhadi, en cambio, que se gasta otra mala baba, ha optado por el drama y ha rodado una obra maestra en las antípodas de lo azconaberlanguiano. No hay buenos ni malos en su película: sólo gente que busca una vida mejor, una salvaguarda para el honor, una justicia para la ofensa recibida. No hay maniqueísmos. No puedes tomar partido. El espectador, poco acostumbrado a estos desafíos, no encuentra ningún personaje al que poder insultar para quedarse a gusto. Ninguno del que poder reírse para aliviar la tensión. Nada. Farhadi no construye ningún refugio, ninguna escapatoria. No puedes juzgar, pero no puedes dejar de mirar. Y la desazón te va anegando poco a poco las entrañas.


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En realidad, nunca estuviste aquí

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El que nunca estuvo allí, en la película insoportable, fui yo, el espectador. Sí estuvo mi cuerpo, repantigado en el sofá, pero no mi espíritu, ingrávido y protestón, que a los pocos minutos de metraje emprendió un viaje astral hacia el infinito y más allá, harto de intentar comprender las andanzas justicieras de este émulo de Thor.

    Así escindido, he ido viendo sin ver, como esos ciegos de la neurología. Quien se quedó a ver la película fue mi becario neuronal, mi yo interino, mi piloto automático. El suplente al que pago un buen dinero para que el sofá no se quede vacío, como en la gala de los Oscar, cuando una superestrella se levanta para entregar un premio o vaciar la vejiga. Y yo, al menos en este reino de mi salón, soy la superestrella que abandona mentalmente el sofá cuando una película insufrible, incognoscible, se cuela entre las recomendaciones que tanto miro y remiro. 

Podría, por supueso, dejar la peli a medias, poner otra, olvidarme de que una vez fuimos presentados. Pero como soy un cinéfilo obtuso y cabezón, insisto en ella y me doy de hostias contra el muro, como si cumpliera penitencia por el pecado gordísimo de haberme dejado liar, o de haber entendido mal las críticas de los expertos. Luego me fallan las fuerzas, maldigo mi suerte, y al final llamo al doble que dormitaba su sueño debajo de mi cama, en la vaina alienígena. Y yo, felizmente suplantado, me piro por esos mundos virtuales a dormitar sueños y a hacer cábalas sobre mi vida.

    Dos horas más tarde, con cuatro cosas que el becario me cuenta, me pongo a escribir estas críticas que suelen salirse –a la fuerza- por la tangente, para disimular mi deserción y mi bostezo. Que no entran en el meollo de la película porque la película, en realidad, tampoco tiene meollo alguno. Sólo una sarta de imágenes violentas que pretenden epatar al espectador moderno, cuando el espectador moderno ya está hasta los huevos de estos cosquilleos, de estos jugueteos de la adolescencia, y sólo desea que le cuenten algo coherente, bien construido, al estilo de los viejos y denostados clásicos.



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El hombre de Alcatraz

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“Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos”.

    En el trasiego de sus viajes laborales, o de sus ocios vacacionales, el protagonista de Ampliación del campo de batalla echaba de menos una vida entregada a la lectura, lejos del ruido y de las gentes. Yo estoy con él, a ratos, a rachas, en los momentos más bajos del espíritu. ¿Pero quién tiene tiempo, hoy en día, para leer? Y cuando digo leer, digo leer de verdad, profundizar en las tramas y en los conocimientos. Ahondar, abismarse, sumergirse, y no esto que hacemos la mayoría de nosotros cuando se acerca la noche, que es pasear los ojos entre las líneas, un breve rato, pensativos de otras cosas, hasta que el cansancio nos rinde, y el sueño nos releva. Leer se ha convertido en un ocio de lujo, como jugar al golf o navegar en el yate.

   Se nos va la vida en trabajar, en acarrear niños, en buscar aparcamientos. Hay que cocinar, que comer, que fregar los platos. Hacer colas, rellenar papeles, clasificar la basura. Soportar a mucha gente que preferiríamos no ver o ver más espaciadamente. Apenas queda tiempo para leer. Sólo los barones en sus castillos, o las duquesas en sus palacios, tienen tiempo para eso. O los presos, sí, en sus horas de celda, o de biblioteca, apartados del mundanal ruido por imperativo de la ley. Sólo ellos, en su desgracia, gozan del privilegio de la despreocupación. 

    Superada la depresión de los primeros meses, en los que quizá sólo fijaban la mirada en los barrotes, o en los desconchones de la pared, deciden transformar las horas muertas en horas vivas, productivas. Lectoras. Los hay que se sacan carreras, que retoman vocaciones, que se zambullen en las obras completas de Agatha Christie. Los hay, también, como Robert Sproud, el birdman de Alcatraz, que se convierten en ornitólogos reconocidos en el mundo entero. Para cuidar al pobre gorrión que se cayó del árbol, Sproud consultó libros, amplió conocimientos, se convirtió poco a poco en un experto en la materia. Se zambulló en la investigación y en la lectura. Montó su pajarería, su clínica veterinaria, su centro de peregrinación, todo ello sin salir de la celda. Escribió sus libros. Encontró el camino. No le envidio la suerte -54 años en una celda de aislamiento- pero en algún momento de la película pienso que Robert Sproud encontró al menos un placer que aquí fuera ya no se consigue. El  tiempo infinito, diáfano, imperturbado, de la lectura.




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No habrá paz para los malvados

🌟🌟🌟🌟

José Luis Torrente dejaba de tomar chupitos de whisky DYC justo antes de entrar en servicio. Santos Trinidad no. A Santos Trinidad se la soplan las convenciones alcohólicas del Cuerpo de Policía. Él necesita el cubata con dos dedos de Coca-Cola para seguir funcionando en las labores de la noche. Y también en las del día. Le pasa como a Romario -otro rebelde de pelo ensortijado, otro artista de la ejecución en los metros finales- que necesitaba acostarse con mujeres la noche anterior a un partido trascendental. Lo que a otros les incapacita para su trabajo, a otros, como a Santos Trinidad, les aporta la energía. Y también la anestesia, y la perrería, y el punto final de mala hostia que le protege de cualquier arrepentimiento. Su mismo apellido, Trinidad, tan caribeño, tan de sol y de playa, nos hace pensar que Santos y el ron, el ron y Santos, forman una unidad indisoluble en lo policial. Litros de alcohol corren por sus venas, como cantaba Ramoncín, y eso es lo que todavía le mantiene en pie, y ojo avizor.

    A José Luis Torrente le movían altos ideales en su apatrulle de la ciudad -acojonar a los negratas, amedrentar a las prostitutas, atropellar a los rojos- y el alcohol en sangre, si superaba cierta densidad crítica, le impedía concentrarse en tan nostálgica y patriótica labor. A Santos Trinidad, en cambio, se la soplan los ideales, si es que alguna vez los tuvo. No se ve ninguna bandera de España en ese Citroën con el que apatrulla sus propias venganzas. Ningún pin rojigualda adorna la solapa de su chupa barriobajera. El alcohol no le impide consagrarse a tareas santificadas por Dios, o por los hombres. En tiempos mejores, Santos Trinidad fue un policía eficiente y condecorado, capacitado para prestar servicios muy exclusivos al Estado que le paga. Pero ahora –no sabemos si el alcohol fue la gallina o el huevo de su decadencia- se dedica a husmear el rastro de chicas desaparecidas, y para esa sabuesa labor lleva el cubata colgado del cuello como un perro San Bernardo acarrea su barrilete.


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El escándalo de Larry Flynt

🌟🌟🌟

El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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R.A.F. Facción del Ejército Rojo

🌟🌟🌟🌟

El personaje más interesante de la Fracción del Ejército Rojo es sin duda Ulrike Meinhof. Sus compañeros de armas, los fundadores del grupo terrorista, eran unos guerrilleros vocacionales, casi diría que genéticos, que tomaron las armas sin pensárselo dos veces. Ya les conocemos de otras películas y de otras movidas. Los actores están muy bien escogidos porque ya tienen algo de partisanos en el gesto hosco y en la mirada desafiante. Su expresión resuelta está más allá de la democracia de las urnas, de la pintada callejera, de la soflama en las octavillas. Son hombres y mujeres de acción. Unos rojos muy combativos que sólo esperaban el chispazo de una reyerta para entrar en combustión, y que la encontraron en 1967, en el asesinato de un manifestante que protestaba contra la visita del Sah de Persia. El grupo primigenio de Baader y Esslin cogió el petate, se echó al monte simbólico de Alemania –pues quitando los Alpes de Baviera hay poca orografía donde esconderse- y empezó su campaña contra todo lo que oliera a presencia norteamericana, a juez encastillado, a empresario con sombrero de copa y puro de Montecristo.

    Pero Ulrike Meinhof, al menos en teoría, estaba hecha de otra pasta. Ella era una persona “respetable”, madre de dos hijas, y periodista de prestigio. Roja, muy roja, pero de prestigio. Tanto, que hoy solo podría escribir en alguna gacetilla perdida de internet, sujeta a la amenaza continua de la fiscalía, y de la policía. Pero en aquellos tiempos -más libres y democráticos que los de ahora- Ulrike sí podía escribir artículos incendiarios, protestones, provocativos incluso, como los que ahora perpetra Jiménez Losantos al otro lado de las trincheras. Ulrike era imprescindible en la refriega de las ideas, en la esgrima de las razones. En esas labores de inteligencia que son necesarias para ganar cualquier guerra de las importantes. 

Ulrike no necesitaba un kalashnikov para ser partícipe de la movida, pero le pudo el ideal romántico, como al Che Guevara. O quizá sintió un prurito de vergüenza al ver cómo otros tomaban las armas mientras ella se parapetaba tras la máquina de escribir. Pero las máquinas de escribir también son necesarias para derrotar al enemigo de clase. Lo sabían bien los primeros bolcheviques, y antes que ellos, los primeros marxistas. Ulrike equivocó el camino, subestimó su papel, y murió, o la mataron, donde menos falta nos hacía.





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Ana, mon amour

🌟🌟

Ana y Toma son dos universitarios rumanos que todavía no se conocen bíblicamente. En la primera escena ellos hablan y hablan sobre la filosofía de Nietzsche mientras al otro lado del tabique, en el piso contiguo, los vecinos de Toma echan el polvo del siglo ajenos a la cuestión de si el Superhombre anunciado por Zaratustra está relacionado con el ario nazi que echaba gas Zyklon en el tejadillo de las duchas. Ana y Toma preferirían abandonar la cháchara improductiva sobre Nietzsche y su hermana Elizabeth -que sólo es un pavoneo intelectual, un matarratos de mesa de cafetería- y lanzarse directamente al beso en la yugular, al manoseo en los genitales, y emular a esos vecinos que jamás desfallecen y gritan pletóricamente sus orgasmos. Pero Ana y Toma se tienen a sí mismos por seres intelectuales, educados, de amplias y variadas lecturas, y antes de desnudarse y de descubrirse monos al fin y al cabo, prefieren fingir durante varias citas que pertenecen a una estirpe superior que se bajó del árbol para buscar una librería abierta en mitad de la sabana.




    Ana y Toma, como puede deducirse fácilmente, son dos románticos incurables. Carne de tragedia. No tardarán mucho en follar, claro está, porque son jóvenes y atractivos, y pertenecen a esa muchachada moderna que ya no se anda con gilipolleces ni con crucifijos sobre la cama. Pero incluso sus primeros polvos ya vaticinan que algo no va a salir bien. Se follan con demasiada desesperación, con demasiado dramatismo. Como si siempre fuera la última vez. Nada que ver con la alegría bonóbica de suss vecinos tan sandungueros. Ana sufre algo así como un trastorno bipolar, como un quiero y no puedo de la vida, y en su desorientación ha encontrado un faro llamado Toma que siempre le indica dónde está la tierra firme. En la cama se agarra a él y a su verga con la desesperación de una náufraga a punto de ahogarse. Toma, por su parte, siente la imperiosa necesidad de ser necesitado, y alguna parte de su cerebro confunde este apremio del orgullo con el amor. Así que él también, en el navegar del lecho, se agarra a Ana como si ella fuera una tabla de salvación en mitad de la tormenta.

    Luego, en la película, pasan los años, se caen los cabellos, nacen los hijos, llegan los rencores… y aparecen los psicoanalistas que tratan de explicarles todo esto que yo les cuento. Todo muy interesante y aburrido al mismo tiempo. Necesario y plomizo, como un día de lluvia en Bucarest.


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The disaster artist

🌟🌟🌟🌟

Hace años yo formaba parte del jurado de un premio literario, aquí en la provincia. Era un certamen modesto, poco internacional, que buscaba nuevos valores en este páramo de las letras. A veces se presentaba gente original, competente, mucho mejor que uno mismo cuando escribía. Pero la mayoría de los que concursaban eran unos disaster artists de las letras: gente que apenas sabía redactar, que contaba unos rollos insufribles. Que cometía unas faltas de ortografía tan tremendas que era imposible concentrarse en las andanzas de los personajes. Leías nueve o diez páginas de aquellos empeños imposibles y rápidamente pasabas al siguiente relato que esperaba turno en el montón. Aquella gente se lanzaba a la escritura a tumba abierta, sin sospechar que carecía del menor talento para juntar letras e ideas, igual que otros nos lanzamos al bloguerismo pensando que tenemos algo deslumbrante y bien trabado que contar.

    Me he acordado de aquellos escritores tan voluntariosos como escasos de aptitudes mientras veía "The disaster artist". Ahora que ha pasado el tiempo, Tommy Wiseau -el disaster artist por antonomasia de las artes cinematográficas, desaparecido ya para siempre Ed Wood en el outer space- se ríe abiertamente de sí mismo y de su obra, y promociona su infrapelícula The Room como una divertida broma que le costó seis millones de dólares rascados de su propio bolsillo. El capricho de quien una vez quiso jugar a cineasta y tuvo el dinero necesario para pagarse los equipamientos. Pero Tommy Wiseau, al principio de la aventura, se tomaba muy en serio su película –o lo que sea eso-, y quizá pensó que con The Room estaba rodando la nueva Ciudadano Kane que dejaría epatados a los críticos. 

    Wiseau, como muchos de aquellos no-escritores que yo descartaba en la primera criba del certamen, ni siquiera conocía los rudimentos de su arte. Tenía una historia que contar, sí, como todos nosotros, porque quién no ha vivido amores y desamores, amistades y traiciones, sueños rotos y sueños cumplidos... El problema es que él no tenía ni puta idea de contarla. The Room es la película de alguien que no aprovechó las enseñanzas de Sócrates y nunca se conoció a sí mismo, o lo hizo demasiado tarde. James Franco, por el contrario, parece tener la cosas muy claras. Que el oráculo de Delfos le sigua guiando por el buen camino.



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Todo el dinero del mundo


🌟🌟🌟

De niño leí muchas aventuras del tío Gilito en la revista Don Miki, siempre acompañado de su sobrino el pato Donald y de sus sobrinos-nietos Jorgito, Jaimito y Juanito. Pero a pesar de ser un millonetis con extensa y palmípeda parentela, no recuerdo que alguna vez tuviera que pagar unos cuantos millones de dólares por el rescate de algún familiar. Presumo que se quejaría amargamente, que pasaría una noche en vela abrazado a sus monedas relucientes en el silo, y que luego, a la mañana siguiente -porque al final el tío Gilito tenía su pequeño corazoncito- daría su autorización para que unos cuantos camiones salieran cargados en dirección al punto indicado por los Golfos Apandadores, que solían ser los malos de la función.

    En Todo el dinero del mundo, J. Paul Getty  -el hombre más rico del mundo por aquellos días gracias a la crisis del petróleo- también clama al cielo cuando se entera del secuestro de su nieto en Italia: J. Paul Getty III, Getty de su Getty, sangre de su sangre, aunque ya un poco desleída por la molicie vital y por el apellido de la madre. Pero a diferencia del tío Gilito, J. Paul Getty apenas guarda dinero en efectivo en su mansión británica un poco a lo Xanadú, un poco al palacete del señor Burns en Los Simpson -con el que Christopher Plummer guarda un curioso e inquietante parecido físico. Así que decide abrazarse a sus numerosas obras de arte en las que ha invertido gran parte de sus legales e ilegales latrocinios.

    Si el magnate hubiera tenido el corazón del tío Gilito, nos habríamos quedado sin película, y sin hecho real en el que basarla, y yo no estaría aquí intentando salir del atolladero de mi escasa imaginación. El secuestro de J. Paul Getty III se hubiera resuelto como tantos otros nada peliculeros: un pago y una entrega. Y punto pelota. Pero Paul Getty, ensimismado en la belleza de sus posesiones, temeroso de que sus nietos fueran secuestrados uno a uno hasta desangrarle, prefirió quedarse allí, abrazado a sus cuadros y a sus esculturas, impertérrito al sufrimiento y a las exigencias. Un corazón de pedernal, el del abuelete, con el que Ridley Scott ha cincelado una película correcta, entretenida, sin mucho fu y tampoco demasiado fa. Solo para engrosar la filmografía, y para que nosotros pasemos un rato muy entretenido en internet, buscando la true story de esta familia tan rica y tan retorcida. El oxímoron.


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