Único testigo

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A los dieciséis años, cuando los adolescentes ya se vuelven insoportables del todo y se masajean los genitales a escondidas del Triángulo que todo lo ve,  los amish les abren la puerta del redil para que se mezclen libremente con el mundo de los “ingleses” y experimenten las tentaciones de la carne y de la tecnología. Es el período vital llamado “rumspringa”, que no es el delantero centro del Bayern Leverkusen ni el alero triplista del Zalguiris de Kaunas.

Mientras los adolescentes viven su aventura en los territorios del pecado -que es como tomarse unas vacaciones con balconing en los hoteles de Magaluf-, y se toman su tiempo antes de decidir si se bautizarán en la fe de sus mayores,  éstos, en el lado virtuoso de los montes, dan gracias a su dios por la tranquilidad recobrada y vuelven a ordeñar las vacas y a construir los graneros sin la ayuda de los cachivaches modernos enchufados a la red o a las baterías.

    En Único testigo, Rachel es una lozana menonita que después de visitar el jardín de las delicias ha regresado a la fe de su comunidad. De su rumspringa juvenil solo le queda un brillo en los ojos, un donaire en el caminar. Una sonrisa involuntaria que aún tiene algo de lascivia y jugueteo. Rachel, tan guapetona, tan bien construida por la buena alimentación que le proporcionaron sus gentes en la adolescencia, con el grano de primera categoría y la leche de vaca sin adulterar, seguramente fue la reina sexual de muchas fiestas y muchos saraos allá en los lodazales de la lujuria. Pero terminó aburrida, o desencantada, harta de fornicar con tipejos atraídos por su belleza mientras esperaba al chico decente que nunca dio el paso de saludarla.  

    Así que un buen día decidió regresar a la vida tranquila del mundo decimonónico y agropecuario. Y tan feliz que andaba ella con su ora et labora hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada apareció en su vida el mismísimo Han Solo, que pasaba por la Via Láctea para repostar gasolina y víveres en el Halcón Milenario. Nada más verlo aparecer, tan bien hecho, tan seductoramente picaruelo, Rachel siente que las ascuas del deseo reverdecen –o mejor dicho, rerojecen- en sus entrañas guardadas en un frigorífico. Cuando ya estaba a punto de enterrarse en vida, Rachel se siente viva de nuevo. Es una inmensa alegría, pero también una tremanda putada. Único testigo es una película sobre el amor tormentoso e imposible. Lo del crimen y su testigo sólo es un mcguffin estirado. Una película de Hitchcock en toda regla, con rubia incluida.





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El árbol de la vida

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El árbol de la vida es una película sobre el misterio de la vida. Y como la vida, en realidad, desde que Watson y Crick descubrieran la estructura autorreplicante del ADN, ya no tiene gran misterio que contar, y todo se reduce al designio de las bases nitrogenadas ascendiendo por la espiral, Terrence Malick -que al parecer no se conforma con una explicación tan materialista de la existencia-se enreda en una metáfora sobre árboles y puentes que se parece mucho al discurso de la semillita cuando tratas de camuflarle a un niño el intríngulis fornicador de la concepción.  

     En su largo transitar por las trascendencias del Ser y de la Nada, la película se vuelve teológica, paulocoelhiana, muy pesadota, y termina siendo un floripondio visual muy del agrado de los creyentes, o de los que quisieran aferrarse a la creencia. Es una película inefable, confusa, tan difícil de entender como la poesía personal o como la homilía clerical. Aunque eso sí: hipnótica y fascinante. Las imágenes son bellísimas, casi tanto como la banda sonora,  o como Jessica Chastain, que no necesitaba la escena de la levitación para que todos entendiéramos que interpreta a un ángel del Señor descendido sobre Texas.

    Los ateos materialistas navegamos por El árbol de la vida sin asumir su discurso, pero maravillados por las formas. Esto es cine de la hostia, aunque sea así, en minúscula, sin consagrar, para nosotros los descreídos. Somos visitantes de un museo donde se expone el alma de Terrence Malick en varios cuadros de preciosa composición. Y árboles, muchos árboles, como metáforas continuas que atraviesan el metraje. ¿La vida que surge del barro bíblico y asciende a las alturas donde mora el Creador? ¿Los árboles como ejemplo de seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren a manos de un ser humano con económicas intenciones? Tal vez. Pero entonces nos hubiera dado igual La cucaracha de la vida, o incluso El césped de la vida, ése que el niño Jack O'Brien siega un día tras otro como un Sísifo con cortacésped. 

    Las pelusillas del ombligo son difíciles de interpretar, y El árbol de la vida es una gran pelusa que Terrence Malick se sacó de su ombligo artístico y muy particular. 





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Los amores de una rubia

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A los dirigentes del Partido Comunista de Checoslovaquia les gustaban mucho las películas de obreros y soldados trabajando por el bien común del pueblo. Películas soviéticas, en sentido estricto. Así que cuando supieron que Milos Forman rodaba una historia sobre las trabajadoras de una fábrica y los soldados que acampaban por las cercanías, se imaginaron que el intelectual de ideas sospechosas, el bohemio –también en sentido estricto- que había estudiado herejías en la Escuela de Cine de Praga, volvía al redil de las películas patrióticas, con valores muy elevados sobre el ideal sacrificado de los comunistas.

    Pero a Milos Forman seguían sin interesarle estas propagandas políticas. Y lo deja muy claro desde el principio, desde el título mismo, para que nadie se imagine al proletariado armado y desarmado desfilando juntos hacia el amanecer, castamente, cogidos de una mano mientras con la otra agitan las banderitas rojas de la revolución. No hay ninguna intención platónica o castrense en estos tipos que pretenden a Andula, la chica más guapa de su sección en la fábrica de zapatos. Tipejos que flirtean con ella para llevársela al huerto improductivo del sexo sin matrimonio, de donde no saldrá ningún pequeñín rubicundo que interprete La Internacional agitando el sonajero en su cunita.


     Los amores de una rubia tiene aires de comedia, a veces de comedia chusca incluso, pero en realidad es una película lasciva, triste, con un personaje central desdichado que atrae a los babosos como la miel a las moscas. Ya escribió una vez Michel Houellebecq que…

    “Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.



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Hannibal

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Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
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El hilo invisible

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Hay películas que no se pueden ver en un día laborable, a las once de la noche, con el sueño agazapado tras la primera esquina para asestar la puñalada. Hay películas como El hilo invisible que no se merecen esa desidia de la cinefilia. Esa descortesía. Esa cabeza sin despejar que a la media hora de metraje cae sobre el pecho y a los pocos minutos se repone de un sobresalto, avergonzada, perdido el hilo de la trama -el hilo invisible, como el del título-. A esas horas ya no hay empeño de la voluntad ni cafeína en la taza que pueda combatir ese cansancio de derrota, ese evaporarse uno entero el jueves por la noche.

    El hilo invisible es una película para días festivos, para fin de semana, con el sueño recuperado, con el ánimo renovado en el espíritu. No para estos trotes del proletariado mal dormido. Una burla intolerable para el artista, y para su obra maestra. Un descortesía para Paul Thomas Anderson, que además se prodiga tan poco, y para Daniel Day-Lewis, que también se muestra tan esquivo, y al que ahora ha vuelto a darle la tontaca de hacer los zapatos... Pegar estas cabezadas, ante gente tan ilustre, es como dormirse en mitad de un concierto, o de un pase de modelos, mismamente uno del señor Reynolds Woodcok, que se lo tomaría como una ofensa imperdonable, y con toda la razón del mundo.  

La garrulada de hoy a sido impropia de esta cinefilia tan autoalabada. Tan presuntuosa, en ocasiones, cuando alguna damisela ronda las cercanías… La cinefilia es el último muro que me separa de la barbarie, pero ya veo que puede ser derribada por un simple soplido de Morfeo, como las casas de los cerditos en el cuento.

    Con otras películas da un poco igual. Puedes ver un rato por la noche y otro al día siguiente, en el rato libre, para dar de comer a este puto blog que se ha convertido en un tragaldabas de comida diaria. Hay películas fraccionables, aplazables, que se pueden ver sin el viejo ceremonial de las salas de cine. Pero no ésta, El hilo invisible, de la que tendría que decir algo para que no se note la trampa, la vergonzosa circunvalación de sus meollos. Pero es que tengo que confesar que no la he entendido, o no del todo, aunque me declare fascinado por su propuesta, por su estilazo, por su música bellísima. Una obra maestra. Reconocible aun entre las brumas de la somnolencia. Y de las limitaciones de mi simplicidad. 



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Los archivos del Pentágono

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Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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El cuento de la criada. Temporada 1

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Ahora que ya no tenemos que cazar el mamut, ni que subir bombonas de butano, ni que abrir los tarros que antes necesitaban diez dedos rocosos y un gemido de poderío, el papel diferencial de los hombres ha quedado reducido a la nada. Matar arañas, quizá, de esas que corretean por los cuartos de baño y todavía asustan a algunas damiselas. Para todo lo demás ya no somos necesarios. La tecnología ha terminado con la necesidad de la fuerza bruta. Y los hombres, la verdad, somos poco más que fuerza bruta. La musculación ya sólo nos sirve para fardar. Y quien la tenga, claro. Pura inanidad. 

    Metidos como estamos en plena posmodernidad, lo único que ya nos diferencia de las mujeres es el pene. Ese aditamento ridículo que tiene el software más simple de la naturaleza. Un único bit de información que pone el 0 o el 1 según los aguijonazos del deseo o la presión de la vejiga al despertar. La selección sexual, siempre tan económica, irá eliminando poco a poco las otras diferencias biológicas, que dejarán de ser significativas. En la época de Google Maps ya no vamos a impresionar a las mujeres con esa brújula interior que nos orienta por las carreteras.

    Todo esto, por supuesto, es anatema y escándalo para los fundamentalistas religiosos. Los monoteístas, sobre todo. Agarrados a unas escritos que vienen de periplos muy antiguos por el desierto, los sacerdotes de los libros sagrados, si las sociedades civiles les dejaran, darían marcha atrás a los relojes para que todo volviera a ser como antes. Reinventarían la bombona de butano si hiciera falta, con tal de devolver al hombre a su posición hegemónica. Jurassic Park no era más que una tapadera del gobierno para devolver al mamut a las praderas, y darnos trabajo de verdad, sudoroso y machote, a los hombres que nos hemos decantado por la silla del ordenador.

    Lo más triste es que en gran parte del mundo la sociedad civil no existe, o no ha existido nunca, por mucho que la Ilustración prometiera lo contrario. No es necesario ver una distopía como El cuento de la criada para saber hasta dónde pueden llegar estos fanáticos que se toman los libros sagrados al pie de la letra. El cuento de la criada nos asusta porque sucede en Estados Unidos, en un contexto social muy parecido al nuestro, y porque los tiparracos que sustentan el tinglado visten como ejecutivos muy atildados y respetables, y no con turbantes ni máscaras de chamán.  

    Algunos arzobispos españoles, que ven la HBO gracias al pago de nuestros diezmos, babean de gusto cuando ven a la mujer reprogramada en “santuario de la procreación”. Ojo con ellos, que sólo están esperando su oportunidad. Hay que permanecer muy vigilantes.





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Antes que el diablo sepa que has muerto

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Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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The Square

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Lo cierto es que casi todos ellos son unos falsarios de tomo y lomo. Hablo de los artistas modernos, y de los galeristas, y de los críticos, y de los compradores del producto: la fauna completa que sale tan malparada en esta película de ocurrencias tan geniales como deslavazadas. Una película de squetchs, de situaciones sueltas. Y por tanto, no una película, sino otra cosa. Una gran broma sobre el mundo del postureo que a veces aburre y a veces deslumbra. Una cosa fallida pero muy estimulante. 

    En el fondo, más allá del mcguffin del arte moderno, un estudio antropológico sobre la distancia que separa lo que somos y lo que pretendemos ser. Que esa es, en esencia, la brecha que nos define. La lucha que nos ocupa. Y el terreno que trata de acortar el arte. Domeñar al mono, disimular la carencia, barnizar la ignorancia... Aparentar. Disimular. Vender un producto a través de su envoltorio. Engañar, y ser engañados, civilizadamente. Pararse pensativos ante el cuadro abstracto y asentir como si entendiéramos. La metáfora perfecta. ¿O se decía símil? ¿Quién se acuerda ya de las clases de lengua y literatura?

    Pero no saquemos tan rápido el dedo acusador, los espectadores. Nosotros también tenemos lo nuestro, aunque vivamos en provincias muy alejadas de la Suecia neurálgica. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, o que saque el primer moco cuando nadie le vea. Porque también nos hemos vuelto muy tontos, muy artistazos, los cinéfilos del pelotón. Muy estupendos. Hace treinta años, cuando los idiomas sólo eran cosa de las azafatas de vuelo y de los empresarios que viajaban, esta película la hubiésemos llamado El cuadrado, sin complicarnos la vida, y no The Square, como decimos ahora, presumiendo de inglés simplón de 2º de Primaria. The square, the circle, the triangle y…. ¿el rombo? ¿The romb? Nos recreamos en decir the square como unos políglotas de postín, de escueeer, y seguramente lo pronunciamos mal. En inglés hay la hostia de vocales, muchas más que en castellano, y es muy difícil acertar con la requerida en cada ocasión. Podría ser de escuear, o de escuier, o cualquier otra pronunciación desconcertante. Un charco fonético que pisamos sin necesidad, a lo bobo, por dárnoslas de europeos civilizados. Con lo esquemáticas y rotundas que son nuestras aes, y nuestras oes. Tan campechanas ellas.




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