Black Mirror: Black Museum

🌟🌟🌟

La idea vertebral que recorre las cuatro temporadas de Black Mirror es que cualquier tecnología inventada por los seres humanos tiene doble filo. Esto es así desde que un cromagnon de la sabana ideó la primera herramienta para sobrevivir: el fuego ha servido para calentar comida y para quemar herejes; la rueda, para transportar alimentos y acarrear cañones; el cuchillo, para cortar filetes y asesinar inocentes; el balón de fútbol, para entretener a las masas e idiotizarlas por completo. El cine bendito que nos regalaron los hermanos Lumière, para vivir otras vidas y renunciar a las nuestras. Todo tiene su buen uso y su mal uso. El Zyklon B era un pesticida usado contra las ratas; la dinamita simplificaba el trabajo a los mineros; la tele nació para instruir al ciudadano. El yin y el yang, supongo.

    Todos los gadgets que aparecen en Black Mirror –que en realidad son variantes de dos o tres cacharros fundamentales- se inventarán dentro de unos años con el fin de hacernos las cosas más fáciles. De ahorrar tiempo y de comunicarnos mejor. De disfrutar más de la vida. Alcanzar la mortalidad, incluso, aunque sea virtual y vivamos en el Torremolinos tórrido de San Junípero. 

    Pero al final, salvo en dos episodios optimistas, todo se tuerce en las tramas de Charlie Brooker. La tecnología –la cultura, en general- viaja muy por delante de la evolución humana. Resumidos en una caricatura, los humanos somos un mono con dos pistolas. La ciencia nos sobrepasa. Hacemos experimentos tecnológicos que luego se nos van de las manos.

    Leo en los foros que Black Mirror -guste más o guste menos- es una cosa original y nunca vista. Pero no es cierto. Hace varias décadas que esta serie aparece como subtrama en las andanzas de Mortadelo y Filemón. Los inventos del profesor Bacterio son muy blackmirronianos, muy charliebrookeros. Bacterio es un genio, un adelantado a la ciencia de su época, y sólo quiere contribuir al buen desempeño de las misiones. Pero sus inventos siempre terminan por joderlo todo. Los  gadgets de este último episodio son muy del profesor Bacterio. Un “lector de sensaciones” que empieza siendo cojonudo para la labor médica, para experimentar los síntomas del paciente como si fueran nuestros,  y que luego se convierte en la versión portátil del orgasmatrón que soñara Woody Allen, y más tarde termina siendo un cacharro autodestructivo porque el placer, y el dolor, son drogas que no conocen la moderación ni el descanso.



No hay comentarios:

Publicar un comentario