El guateque

🌟🌟🌟🌟

En la teoría cinematográfica de Ignatius Farray -que sostiene que una película es buena si el contenido proporciona lo que el título promete- El guateque estaría cerca de ser una obra maestra porque en ella no hay más cera que la que arde: un guateque. Una fiesta pensada para que acudieran todos menos tú, como en la canción de Sabina: chicas guapas, tíos apuestos, caballeros con dinero. Actores que son y actrices que serán. Secretarias de los tipos importantes y esposas enjoyadas que sobrevuelan el panorama. La beautiful people congregada en la casa de diseño ostentoso, casi futurista, donde existen mil recovecos para el amor y la negociación, la aventurilla y el alcoholismo. Una fiesta de snobs, de arribistas, de adictos al sexo y buscones de la fama, a la que jamás seríamos invitados ni tú ni yo. 

    Ni, por supuesto, Hrundi V. Bakshi, el actor secundario con pinta de tolai que es el terror de los rodajes. Un metepatas legendario al que contratan para hacer de cipayo en las películas de la India colonial, pero al que nadie quiere ver cuando se guardan las claquetas y se apagan los focos para descansar.

     Pero Bakshi, en un error grafológico y garrafal, es incluido por error en la lista de invitados, y allí, en la fiesta de alto copete, será como el elefante hindú en la cacharrería. Como el tornado en la playa engalanada. El agente del caos. Peter Sellers renegrido de hindú es el protagonista absoluto de la película. Blake Edwards se limita a contemplarle con la cámara. Sellers no interpreta los gags: los hace suyos, los retuerce, les saca hasta la última gota de zumo. Nadie ha hecho el tonto como él en una pantalla de cine. El tonto absoluto. El vacío total. Ni Chaplin, ni Keaton, ni nadie. Ningún genio del cine mudo. Ellos eran más serios, más trascendentes, incluso en sus tonterías más inocentes. Sellers, lo mismo vestido del inspector Clouseau que de Bakshi el secundario, es capaz de interpretar al imbécil integral, al torpe inigualable. Al zopenco de récord mundial. Te hace reír al mismo tiempo que te pone de los nervios. 

Hay gente que no puede ver El guateque sin tomarse un tranquilizante. El tipo es irritante, inquietante, directamente asesinable. Yo me parto el culo con él.



Leer más...

Better Things

🌟🌟

Cuando supe que Louis C.K. y Pamela Adlon habían vuelto a reunirse para crear una serie de televisión, la alegría volvió a esta casa que estaba tan huérfana de buenas comedias. Louis y Pamela son inquilinos muy antiguos de este viejo televisor que nunca me decido a cambiar. Les sigo desde los primeros tiempos de Louie, que fue escuela de muchas sitcoms actuales, y más lejos todavía, desde Lucky Louie, esa serie de culto que fuer creada para los incultos que todavía nos reímos con chistes para adolescentes.

    Había leído, además, que Pamela Adlon no sólo iba a ser la actriz principal, sino la coguionista de muchos episodios, y la directora de otro puñadico igual, y uno ya se relamía de gusto imaginando a esta pareja de amigotes dando forma a sus ideas sobre la crianza de los hijos, el divorcio y la soledad, el sexo a los cuarenta y la depresión en el otoño. Las ganas locas de vivir y el reloj de arena que va soltando sus penúltimos granos. Louis C.K. y Pamela Adlon como en los viejos tiempos de sus comedias: ironías sobre el sexo, sobre el no sexo, sobre pechos que se descuelgan y pitos que ya no remontan el vuelo del deseo. Filosofías muy agudas sobre hijos que crecen a la buena de Dios sin que importen gran cosa nuestros esfuerzos. Cuarentones enfrentados a la última crisis de la juventud. Yo ardía en deseos de ver una serie así.


    Pero Better Things no funciona. Ni haciendo esfuerzos supremos de la voluntad. Hay frases geniales, sí, ideas sueltas, revelaciones dolorosas. Se ve la mano de Louie C.K. en algunas pinceladas, y Pamela Adlon es una actriz soberbia, crecida, que puede con todo. Ella es, además, demasiado sexy para obviarla. Tiene una voz rasposa que me remueve cosas por dentro. Presumo que en la vida real tiene que ser una mujer hipnótica, desarmante. Pero la serie no tiene rumbo. Va de la comedia a la melancolía -o a la astracanada- como un borracho caminando por la acera. Toca demasiados palos y sus episodios duran demasiado poco. Son tres hijas que cuidar, una madre que soportar, mil amigas que aconsejar, varios amantes que satisfacer, y todos ellos entran y salen de la función como en una mala obra escolar, al tuntún, desdibujados y torpes. 

    Lo más triste de todo es que ahora nos vamos a quedar con las ganas de saber si esto sólo ha sido un lapsus o un inicio de su decadencia. El amigo Louis está terminado para la industria. El mismo día que estrené Better Things en mi televisor -con la agenda despejada, dos cervezas en el frigorífico, y unas ganas locas de reírme de mi mismo- salió a la luz la curiosa afición de Louis por masturbarse delante de sus compañeras de trabajo. El tipo que nos había hecho reír de lo lindo con sus costumbres masturbatorias,  al final no resultó ser un hermano en el desconsuelo, ni un cofrade de la soledad. Sólo un pajillero indecente y descontrolado.



Leer más...

El doctor

🌟🌟🌟

 
Al final de Los caballeros de la mesa cuadrada, unos policías anacrónicos entran en escena para disolver la manifestación de tronados medievales a golpe de porra. La broma ha terminado, y ya es hora de que los personajes -y los espectadores que los seguían en sus tribulaciones- vuelvan a la realidad que les espera ahí fuera.

Así es, también, un poco, la vida de todos nosotros: una película de los Monty Python mientras la enfermedad grave no irrumpe en el fotograma. Hay risas y llantos, amoríos y celos. Enredos de vodevil. Pequeñas tragedias que al final tienen una solución o se incorporan a la rutina como una molestia llevadera. La vida, mientras el cuerpo aguanta, y la mente responde, puede ser muy divertida si uno da con las compañías adecuadas, o con la bolsa del dinero. 

Una vida, por ejemplo, como la que lleva Jack MacKee en la película El doctor. MacKee es un cirujano de prestigio, jovial y adinerado, que de momento sólo conoce la existencia del otro lado del biombo, del perímetro laboral de la mesa de operaciones. Del lado correcto del escritorio donde los diagnósticos de enfermedad grave siempre le caen al otro en la cabeza.

    El doctor no es un mal tipo, pero trata a sus pacientes con una frialdad profesional que a veces roza el desacato. No es Gregory House, desde luego, pero la asignatura de deontología le quedó varias veces en la carrera. Guardar una distancia emocional con los pacientes es una práctica saludable, necesaria, pero sólo un paso, un gesto, un broma de mal gusto, separa la prudencia del cachondeo. Jack MacKee no es consciente de ello hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada siente un carraspeo en la garganta, acude a su médico de confianza y recibe, esta vez en el lado incorrecto del escritorio, la pedrada de un diagnóstico de cáncer. La broma ha terminado. La masa tumoral en sus cuerdas vocales ha entrado en escena para disolver la película de los Monty Python que se titulaba La vida de Jack, una comedia loca en la que había coches de alta gama, una casa de ensueño, una esposa amantísima y un prestigio profesional que nunca había sufrido una duda o una cornada.


Leer más...

La Zona

🌟🌟🌟

El carbón ya no alimenta el corazón de las centrales térmicas. El cambio climático ha secado los saltos de agua que movían las turbinas. Cuatro hijos de puta se llenan los bolsillos para que los aerogeneradores estén donde no deben o sean insuficientes para responder a la demanda. Un nuevo portaaviones de los americanos se ha plantado en el Golfo Pérsico para subir el precio del petróleo hasta precios inasumibles. Otra vez el barril de Brent por las nubes y otra vez que no nos explican quién coño era Brent, o dónde narices está Brent. 

Acogotado por la crisis energética, el gobierno español ha decidido desdecirse de sus promesas y se ha lanzado a la construcción de centrales nucleares que alimenten nuestros televisores y nuestros cargadores para los móviles, como los franceses y los finlandeses, que por otro lado parecen pueblos muy civilizados, muy razonables, para nada chapuceros como los soviéticos de Chernóbil. España, además, no ha visto un tsunami en su puta vida -lo más parecido la galerna del Cantábrico, o el encabritamiento de Gibraltar- así que el fantasma de Fukushima no asusta demasiado por estos lares del Mediterráneo.

    Hay, por supuesto, debate político, y protestas en la calle, y jóvenes que se encadenan a las verjas de las centrales, hasta que un día -porque esto es España, y no Francia ni Finlandia- alguien se deja el grifo abierto, o la grieta sin reparar, o escamotea la densidad del hormigón para ganarse un sobresueldo y llega el escape fatal en Fukushima de Onís, o en Chernóbil del Narcea, y se monta la de Dios es Cristo.  Y nos hacen una serie con la trama....

Cuando la radiación llega hasta la cueva de la Santina, algunos profetas anuncian el fin de los tiempos, o el regreso de los musulmanes reconquistados. Muchos kilómetros a la redonda se vuelven inhabitables para la fauna humana y animal, convirtiéndose en un agujero negro de Google Maps llamado La Zona. Pasado el primer susto, y acotado el primer perímetro, regresarán al ecosistema podrido las hienas y los buitres, pero no los bichos peludos, ni las aves emplumadas, sino los bípedos andantes que sacan tajada de cualquier desgracia que se presente: los mafiosos de la chatarra, los explotadores del jornal, los contratistas del gobierno, los políticos de la medalla… Demasiados enemigos para el inspector Uría, que no vive sus mejores días en lo personal, y que se arrastra con cara de muy mala hostia por los andurriales .



Leer más...

El nuevo caso del inspector Clouseau


🌟🌟🌟🌟

Por cada persona que va por la vida mejorando los entornos en los que vive -poniendo orden en el caos, raciocinio en la locura, belleza en la fealdad- hay otra, en el otro extremo de la campana de Gauss, que va haciendo justamente lo contrario. Es como un equilibrio de la naturaleza o de las matemáticas. Carlo Cipolla, en su libro inmortal, llamó a las primeras personas inteligentes y las colocó, dentro del eje de coordenadas, en el primer cuadrante de los actos positivos: los que mejoran el mundo al mismo tiempo que se mejoran a sí mismos. A las segundas, Cipolla las definió como estúpidas en el sentido clásico del término, y las colocó en el tercer cuadrante de los números negativos, pues ningún beneficio obtienen para la sociedad ni para sí mismas con sus conductas erráticas o directamente imbéciles.


    Allegro ma non troppo también hablaba de las personas malas, que obtienen su beneficio jodiendo a las demás, y de las personas incautas, que pierden lo suyo para ganancia del prójimo. Aunque el libro pretendía ser un tratado sobre la estupidez humana, Cipolla, al final, conseguía que sus lectores reflexionáramos sobre nuestro papel en la vida. ¿En cuál de los cuadrantes vivíamos nuestras fructíferas o improductivas existencias? ¿Y en cuál íbamos situando a las personas que vamos conociendo en el mundo real o en las películas de nuestras noches? En un análisis superficial, el inspector Clouseau vive en el cuadrante cipolliano de los estúpidos, y es como un Atila vestido de sombrero y gabardina que donde posa su mirada -o su lupa, o su tontuna- arrasa la hierba de cualquier caso a investigar. 

En el otro extremo de la ficción, a la misma distancia del badajo de Gauss, estarían la eficacia superlativa de Perry Mason o de Jessica Fletcher, que además son personajes elegantes y mansedúmbricos. Pero ya digo que esto sólo es un análisis somero. Porque a pesar de todas sus gilipolleces, Clouseau siempre termina por resolver el caso, aunque sea involuntariamente, o de chiripa, y tal vez sea ése, justamente, su talento natural, su librillo de profesional. 






Leer más...

Lady Macbeth

🌟🌟🌟🌟

Cuando algunas mujeres, no hace demasiado tiempo, eran vendidas como ganado para sellar pactos entre los burgueses de la ciudad, o entre los terratenientes del campo, a nadie le importaba que la muchacha tuviera sus propios apetitos sexuales. Su mundo de anhelos valía tanto como el de una vaca lechera, o el de una oveja lanera. Si el marido  terminaba siendo un tipo agradable, y entre ambos nacía algo parecido al cariño o al respeto, la humillación podía sobrellevarse con algo más de alegría. Si el hombre, por contra, como le sucede a esta pobre chica llamada Katherine, era un fulano de mirada aviesa, trato denigrante y nulo deseo, la vida sin pasión, cercenada de raíz, quedaba confinada entre cuatro paredes hasta que la muerte de uno u otro llamara a la puerta. Y la muerte, en aquellos tiempos sin vacunas ni penicilina, era una dama que solía presentarse muy pronto a la cita, indiferente a las súplicas de un cuerpo que no tuvo la oportunidad de gozar ni de ser gozado.


    Katherine, que al principio de Lady Macbeth no es más que una niña arrancada de su hogar, se siente perpleja, y luego, ya directamente, desgraciada. Abandonada por su marido, vigilada por su servidumbre, sermoneada por el párroco que viene a tomar el té de las cinco, siente que todos estos hijos de puta le han robado la alegría de vivir. Pero un día, en las caballerizas, aprovechando la libertad de movimientos que le concede la indiferencia de su marido, Katherine conocerá a Sebastian, un criado mocetón y sucio, musculoso y altivo. Y entre ellos, en unos segundos cruciales que valdrán por una vida entera, nacerá el deseo sexual donde antes sólo había soledad y masturbación. Y el deseo, ya se sabe, por mucho que estemos en la Inglaterra decimonónica de los cuerpos encorsetados ,y de los espíritus constreñidos, es un mar que no conoce puertas. Un magma que abre grietas en el suelo para arrasarlo todo a su paso. El deseo tiene la fuerza inconcebible de una gota de agua aprisionada en una roca: cuando se congela de puro ardor es capaz de reventarla en cien pedazos. Ninguna religión, ninguna cultura, ninguna sublimación de los instintos pudo jamás combatir el deseo cuando éste nace tras la primera mirada. Desatado el primer neutrón, comenzará una reacción en cadena que ya sólo conocerá el estallido de gozo o la destrucción de los amantes.




Leer más...

Black Mirror: Hang the DJ

🌟🌟🌟🌟

En los tiempos en que busqué el amor por internet -porque la vida real era aún más fría que la vida virtual-, di con una afamada web en la que había que rellenar un cuestionario que te ocupaba dos mañanas enteras. Películas y músicas, manías y virtudes, deseos y renuncias… La casa ideal, la noche perfecta, el fin de semana soñado... Tu disposición ante los desafíos, ante las amarguras, ante las menudencias de la vida... El sexo ideal, el número de hijos, la renuncia futura o presente a tenerlos... Llegaba a ser entretenida, esta disección de uno mismo que duraba horas y horas. Pensabas en cosas en las que jamás habías reparado, y surgían inquietudes que llevaban años larvadas en tu interior. Había que desnudarse por completo ante la aplicación, más allá de la piel, hasta las vísceras, y hasta el alma incluso, en un proceso más vergonzoso que desnudarse ante la mujer desconocida.


    Después de este esfuerzo introspectivo, se suponía que un algoritmo muy sofisticado, con muchas letras algebraicas y muchas incógnitas despejadas, te emparejaba con las mujeres más afines de tu entorno cercano. Se suponía que más allá del 70% de correspondencia uno empezaba a sentir el prurito del amor, o al menos el pajarillo de su posibilidad. Luego, por supuesto, nadie contactaba, o si contactaba, se arrepentía en la segunda conversación, atenazada por la duda o por el miedo, y al final todo quedaba en un juego de adolescentes timoratos o gilipollas. 

Charlie Brooker, en Black Mirror: Hang the DJ, ha decidido subsanar este malfuncionamiento. En ese futuro suyo -que esta vez es utópico y no distópico- uno, para encontrar el amor, pone en juego su propia copia virtual: un tipo idéntico, calcado, con las mismas virtudes y los mismos pecados, solo que hecho de bits y no de carne. Mientras el ser humano real ronca su sueño, o cumple con su trabajo, o se entretiene con las películas, allí abajo, o allí arriba, en el mundo paradimensional de las simulaciones, tienen lugar verdaderas batallas afectivas y sexuales entre los usuarios de la aplicación. Los avatares follan, desfollan, se separan, se arrejuntan, se odian y se aman, y después de 1000 convivencias que duran un nanosegundo o un milenio completo, la aplicación elige a la persona con la que tienes altas probabilidades de terminar gozosamente. Pero sólo eso: probabilidades. La tecnología de Black Mirror sólo te facilita la primera cita. Luego todo depende del feeling, de la intuición, de conceptos muy escurridizos y poco manejables donde realmente te juegas las habichuelas del amor.





Leer más...

Todos queremos algo

🌟🌟🌟🌟🌟

Cualquier cosa que hacemos los hombres está encaminada a impresionar a una mujer, o a elevarse por encima de otro hombre para conseguirla. No hay nada más en la vida. Lo demás es guardar colas, tomar alimentos y dormir lo suficiente. 

Para dilucidar estas oposiciones sexuales nos hemos inventado juegos, deportes, desafios, destrezas artísticas. Sentidos del humor. Un medirse las pollas que jamás conoce descanso. Los que saquen la plaza accederán a las mujeres más deseadas; los demás, habrán de ocupar puestos de interinidad y esperar su turno en el banquillo. O conformarse con lo que venga. Entre los hombres - incluso entre la pandilla de amigos más unidos-  todo es una competición soterrada, solapada, que no suele terminar en agresión porque vivimos en sociedad y hay unos señores vestidos de policías que te enchironan si te cabreas. Cuando alguien con más méritos nos birla a la señorita que añorábamos, solo nos queda la envidia, la frustración, la rabia del secundario, y hay quien convierte esto en una neurosis incapacitante o en una obra maestra de la literatura, según el talento de cada cual.

Todos queremos algo viene a ser la segunda parte no confesa de Boyhood. ¿Qué sería del muchacho Mason -nos preguntábamos- cuando llegara a la universidad y se viera rodeado de una caterva de compañeros que sólo piensan en follar? Pues que se perdería en la locura de los primeros días, claro, como todo hijo de vecino, Llevado por las malas compañías frecuentaría los baretos universitarios, los pisos de estudiantas, los descampados de frenética actividad. Aprovecharía los últimos días del verano para conocer los andurriales, repartirse los dormitorios, y sobre todo, medirse la polla con los demás. Y cuando uno dice medirse la polla, el abanico de actividades se hace casi infinito. Esta pandilla de hormonados que rodea a Mason -aquí llamado Jake- probará todos las variantes en apenas dos horas de metraje: desde las más elevadas como la práctica del béisbol o la erudición musical, hasta las más bajas como la ingesta alcohólica o la emulación de Tarzán en los bosques del contorno. 

Todos queremos algo es un episodio de National Geographic sobre la fauna universitaria que se golpeaba el pecho y gritaba sus ardores allá por la era geológica de 1980.



Leer más...

Black Mirror: Cocodrilo

🌟🌟🌟

La privacidad fue asesinada por el teléfono móvil. O más bien por el teléfono móvil con cámara. Porque sí: hubo un tiempo infeliz, pero tolerable, en el que los móviles daban por el culo con sus sintonías horribles y sus usuarios pelmazos, pero no tenían una cámara que recogía los pecados o pecadillos cotidianos. Podías ir distraído por la vida sin correr peligro, como cantaba Serrat, y sacarte un moco en la vía pública o mearte en la esquina de los borrachos, y era tu palabra contra la del testigo. Que yo le he visto, gamberro, y yo le digo que usted me confunde, señor mío. 

Sólo las cámaras de la tele, o de la sucursal bancaria, o la foto tomada de casualidad por un turista japonés, podía pillarte in fraganti con el gesto retorcido. Todo lo demás se quedaba en un careo de voces peatonales. Quedaba la memoria, sí, el archivo mental de lo que jurábamos haber visto por la gloria de mi madre, pero la memoria es flaca, caduca, deformable. Las emociones pintan los recuerdos de colorines o los degradan en una escala de grises. Las emociones aportan datos inventados o sustraen hechos fundamentales. La memoria no es fidedigna, y siempre que la traducimos al lenguaje se convierte en literatura de ficción.

    En Black Mirror: Cocodrilo, los humanos ya viven la época de la post-transcripción de la memoria. Durante unos años que suponemos muy duros en la lucha contra el crimen, la policía aplicaba un electrodo en tu cerebro y extraía del disco duro la imagen borrosa de un recuerdo decisivo. Si habías visto al terrorista, al asesino, al ciudadano que no recogía las cacotas de su perro, tu testimonio tenía valor de prueba y con eso los jueces tiraban para adelante. Pero todo aquello quedó en agua de borrajas. La memoria seguía siendo traidora, influenciable, y con el tiempo perdió su carácter de prueba indiscutible. Ahora, en Black Mirror, la maquinita de extraer imágenes ya sólo la usan las compañías aseguradoras para indemnizar o no a quien asegura haber sufrido el accidente que lo hará millonario. Se buscan testigos de la escena y se les aplica el electrodo de marras.  El problema surge cuando el testigo tiene algo horrible que ocultar, y en el visor del cachivache aparecen recuerdos que no pertenecen al asunto de la aseguradora: ciclistas atropellados, tipos estrangulados, sangre goteando de las manos…







Leer más...

Verónica

🌟🌟

Verónica cuenta dos historias de terror. Y la más aburrida, para mi mal, es la que se lleva gran parte del metraje. La que protagoniza propiamente Verónica, la chica de los gritos y las contorsiones. La chica que huye de los espíritus malignos, de la monja con glaucoma, de las sombras del pasillo. Lo archisabido, vamos. Y eso que esta vez, para variar, no se trata de una casa encantada, ni de una cabaña en el bosque, sino de un piso obrero de Vallecas con fantasmas de muy poca alcurnia y apellidos muy de andar por casa. Verónica es una película de terror al cuadrado porque además transcurre en habitaciones minúsculas, con sofás de escay, baños con orines y suelos que necesitan dos manos de amoníaco para recuperar el brillo de la primera pisada.

    La historia que da verdadero pavor es jusgtamente esa: la pobreza, la precariedad, la esclavitud de los pobres, y no la mandanga de los poltergeists y los sustos de los cojones. Lo que da canguelo es la vida de Ana, la madre de Verónica, esa mujer con cuatro hijos que nunca está en casa, y que cuando está, sólo lo hace para dormir, y para sobrellevar los dolores de cabeza. Ana trabaja a destajo en un bareto de mala muerte, con horarios imposibles y descansos inexistentes. Se ha quedado avejentada, jodida por su marido ausente, y ha delegado las labores del hogar en Verónica, su hija mayor, a la que explota con todo el dolor de su corazón. Ana es una currante de manos callosas y ojeras como mochilas que no se entera de nada hasta el penúltimo fotograma de la película, tan cansada como va, tan derrotada como viene. 

Verónica, su hija, no se vuelve tarumba porque el espíritu del mal se haya colado por la rendija de la ouija, ni porque su primera regla le esté poniendo el sistema hormonal patas arriba. Verónica es una víctima colateral de la explotación de la clase obrera, que ahí sigue, recrudecida, desde los tiempos del bisabuelo Karl. La chavala, simplemente, ya no puede abarcar más: tres hermanos que cuidar, unos estudios que cumplir, unas amigas que contentar… Sin un minuto libre, al límite de su exuberante energía. Una olla a presión que dejará salir el vapor por el lado torcido de la realidad. O de la irrealidad...




Leer más...

Black Mirror: Arkangel

🌟🌟🌟

Hay padres y madres que confunden su oficio de progenitores con el otro más peliculero, y mucho más especializado, de detective privado. De algún modo irracional y exagerado, salen del paritorio con la convicción de que, junto a los papeles necesarios para la inscripción en el Registro, viene expedida una licencia para ejercer la profesión de metomentodo. Quieren saberlo todo, verlo todo, no perderse ni un ápice de la experiencia. Algo comprensible cuando el niño es un bebé, una monada sonrosada que precisa toda nuestra atención. Pero un trastorno obsesivo, o una manía persecutoria, cuando pasan los años y quieren convertirse en su Gran Padre o en su Gran Madre al estilo del Gran Hermano de Orwell. E incluso al estilo del Gran Hermano de Mercedes Milá. Son gente insegura y maniática hasta el ridículo. A veces les puede más el miedo que la vergüenza. Desde que Madeleine McCan desapareciera hace once años en el Algarve de Portugal, estos casos se han multiplicado como los panes y los peces a orillas del Tiberíades.


    Cuando sus hijos empiezan a explorar el entorno, y a perderse de vista en los rincones y en los laberintos de los parques infantiles -y ya no te digo nada cuando empiezan a salir con los amigos o a participar en excursiones escolares- estos padres sueñan con disponer de un invento tecnológico como el que se describe en Arkangel, el episodio 4x03 de Black Mirror según la nomenclatura internacional. A día de hoy, para conseguir resultados parecidos, y saber constantemente que está haciendo nuestro hijo, habría que estamparles un teléfono móvil en la frente, sujetarlo con fuerza para que no se cayera ni se girara el ángulo de grabación, y amenazar a su portador con las penas del infierno si osara desprenderse de él o tapar el objetivo con un chicle mascado, para que nosotros, en otro monitor, podamos seguirle y calmar nuestra ansiedad de padres ausentes. 

    En el futuro maravilloso pero terrible de Black Mirror, basta con implantar un microchip en el cerebro, de un modo indoloro e instantáneo -casi como se hace con el microchip de los perretes- y recoger toda la información visual en una app antológica para la tablet. Una grabación continua de 24 horas al día. Muy simpático, el invento, cuando el retoño juega al escondite o hace sus caquitas en el orinal. Mucho más problemático, y mucho más jodido de soportar, cuando el chaval -o la chavala- empieza a hacerse pajas antes de dormir o se acuesta con su primer noviete -o novieta- de la adolescencia. 





Leer más...

Perdida

🌟🌟🌟🌟

Acabo de ver la primera temporada de Mindhunter y he caído en la cuenta de que David Fincher ha empleado la mitad de su filmografía en retratar a psicópatas cometiendo sus tropelías, o disimulando que las cometían. O, como en este caso, confesándoselas a los investigadores del FBI. 

En Seven, John Doe perpetraba un asesinato por cada pecado capital que los primeros cristianos consignaron como tales, y menos mal que dejaron la lista en sólo siete, con la cantidad de vicios que corren por el mundo. Zodiac, en la película del mismo nombre, permaneció para siempre en el limbo de los anónimos, quizá porque era muy listo, o muy afortunado, o un imbécil integral tan errático como una mosca cojonera. En la primera temporada de House of Cards, Frank Underwood se miró ante el espejo con aires de megalomanía y se conjuró para ser presidente de los Estados Unidos costara lo que costara, cayese quien cayese. Y en Millenium, para completar esta plantilla de psicópatas ilustres, Martin Vanger, el extranjero en este equipo de galácticos, confiesa ante el periodista Blomkvist sus glorias asesinas por los campos nevados de Suecia.

Y no para ahí la cosa: tres años antes de recaer en Mindhunter para dirigir tres episodios y ejercer de productor ejecutivo, David Fincher, quizá para completar su tesis doctoral, retrató la personalidad de una mujer llamada Amy Dunne que aporta nuevos matices y nuevas enjundias a esta orla de licenciados en psicopatía. Casada con un panoli de la América Profunda que tiene ínfulas de escritor, la señorita Amy, que iba para gran dama en Nueva York y se quedó en clase media de Missouri, vive la vida mediocre de un matrimonio que se desgasta entre la ruina de los sueños y la rutina de lo cotidiano. Y los escarceos infieles del señor Dunne, claro, que ahora prefiere a una señorita más joven y de pechos más impetuosos. Hasta el momento de descubrir el affaire, Amy Dunne sólo era una niña malcriada de Nueva York, una pija canónica de mucho cuidado, pero a partir de entonces, un cable en su cerebro hará conexión con la zona muy oscura de los instintos criminales.





Leer más...

Mindhunter. Temporada 1.

🌟🌟🌟🌟

Como la serie está basada en un libro que no parece demasiado gordo ni tiene segunda parte conocida, empecé a ver Mindhunter creyendo que sólo constaba de una temporada. Una cosa de agradecer en estos tiempos de ficciones que se estiran  sin que uno encuentre el tiempo ni las ganas de terminarlas. Pero me equivoqué... Lo que cuentan en Mindhunter es demasiado complejo, demasiado perturbador, y sus creadores, con diez horas de metraje, casi no tienen tiempo ni para exponer las primeras liturgias. asesinas. Así que habrá una segunda temporada, y posiblemente una tercera, porque el bicho del horror -como el xenoformo de Ridley Scott- crece en cada episodio como una criatura de pesadilla.

    Pero uno, en lugar de bufar de fastidio, y de maldecir la hora en que tomó este barco que abandona aguas territoriales, aplaude con regocijo de espectador satisfecho, de teleadicto cautivado, y no le importa añadir Mindhunter a la lista de series que habrá que guardar en la carpeta otras veces cansina de Continuará...

     Holden Ford, el agente del FBI que decidió abrir los melones de los asesinos en serie a ver qué había allí dentro, tal vez pensaba que su trabajo iba a consistir en sentarse frente a unos cuantos convictos, cotejar datos sobre su infancia traumática o su adolescencia perturbada, y crear una ciencia predictiva sobre cómo se forman -o se deforman más bien- estas mentes criminales. Pero en Mindhunter cada psychokiller es hijo de su madre y de su padre, y mata por motivaciones muy diferentes, y con artesanías muy variopintas. Hay tantos perfiles criminales como criminales esperando su entrevista. No parece haber un patrón, un hilo conductor, una ecuación válida que despeje la incógnita del horror. A esta nueva ciencia de los asesinos le van a hacer falta muchas entrevistas por hacer, muchas discusiones por abordar. Mucha reflexión profunda sobre si el psicópata homicida nace o se hace. Si se cuece a fuego lento o si se abrasa en un golpe de fogón. Si la culpa es del metabolismo de los genes o del mundo que me hizo así... 

Para dilucidar todo esto van a hacer falta un montón de episodios que ya tengo presentes en mis oraciones, para que los demiurgos de esta ficción no tarden mucho en pergeñarlos.


Leer más...

La guerra de los Rose

🌟🌟🌟

Donde ha crecido la pasión luego no puede crecer la indiferencia. En el jardín de los amantes, las flores destilan un veneno perfumado, casi imperceptible, que se filtra en la tierra con cada lluvia de primavera. Cuando las flores se marchitan, en ese campo, como en los campos que asolaban los hunos, ya nunca vuelve a crecer la hierba. Tras el paso del amor podría quedar eso: una pradera verde, insustancial, en la que no crece nada bonito pero tampoco se retuercen los espinos ni se acumulan las cenizas. Pero el veneno que fluía al mismo tiempo con el sudor y las secreciones vuelve el campo negro, improductivo, como en las tierras oscuras de Mordor. Y cuando los ex-amantes vuelven a cruzarse sólo encuentran un yermo con muchos cardos y muchas piedras para arrojarse.

    El matrimonio de los Rose se quiso tanto en los años de bienaventuranza -tan anglosajónicos ellos, tan rubios, tan atractivos- que ahora, en el toque de retirada, se odian con saña de bestias para compensarlo. La pasión ardiente se les tornó odio cejijunto. O sucede, simplemente, que el sexo disimulaba las pequeñas hogueras que se iban encendiendo cada día. Una pequeña contrariedad, una manía insoportable, un desprecio que nunca se olvidó... La vida en pareja, en definitiva. La sagrada institución del matrimonio. Al lado de ese gran sol que se encendía sobre la cama nada más llegar la noche, todos los pequeños incendios palidecían y quedaban relegados. El sexo de los Rose era una fragua de Vulcano, un alto horno de la siderurgia, y cuando un día se quedó sin carbón y terminó por apagarse, dejó tras de sí una montaña sucia de escombros. Una masa informe de reproches y cuentas pendientes. 

 Fue así como empezaron un divorcio en el que ninguno de los dos podía ganar...



Leer más...

Los últimos Jedi

🌟🌟🌟

Los últimos Jedi es una gran sandez. Y que me perdonen mis hermanos de la iglesia.... El universo de Star Wars tanmbién es mi infancia, mi nostalgia, mi felicidad pura de espectador acrítico y embobado. Antes de que me suplantara un adolescente con ínfulas de opinador, un cultureta con aires de intelectual -antes, incluso, de que llegaran estas gafas a dibujarme un rostro que en verdad no me pertenece- existió un niño que se sentaba en las plateas y se teletransportaba a la galaxia muy lejana con los pelicos erizados de la emoción, y la boca abierta del pasmo interestelar. 

Star Wars sigue siendo mi pequeña patria, mi otro universo, mi recreo escolar. Mi ritual de cada año, o de cada dos años, según como administren el cuentagotas los dueños del tinglado. Condenado por la neurosis y por la pereza, apoltronado en el sofá de prevejestorio achacoso, ya sólo piso los cines para volver a ser un niño feliz, enajenado, viajero del tiempo y del espacio, gilipollas perdido y a mucha honra además.


   Termin la película y yo vuelvo a mi vida de mayor. Pero el niño se queda allí, en la butaca, esperando la próxima entraga o el próximo spin-off , y es el adulto quien se sienta ante este teclado para emitir su opinión. Y lo cierto es -para qué engañarnos- que nunca fue una gran noticia que Disney comprara la sagrada franquicia. Todo se ha simplificado, infantilizado, banalizado... Diluido. Cualquier día de estos un X- Wing aterrizará en la selva donde Baloo y Mowgli sobreviven comiendo los plátanos. El rey Louie y su corte de macacos serán los próximos encargados de destrozar los AT-T tambaleantes.  Se suceden las pantallas de videojuego donde hay que derribar la nave, matar al malo, salir pitando, pilotar un cascajo, enfrentarse a duelo, armar un motín, destruir un caza, encontrar la isla desierta..., y poco importan las transiciones o las explicaciones. Todo sucede porque sí, porque mola, o porque ya toca, o porque los targets comerciales así lo demandan. Lo más triste de todo es que a los veteranos de las Guerras Clon nos regalan dos guiños y dos nostalgias de las viejas películas y salimos del cine tan contentos, prestos a volver. Somos así de poco exigentes, o de mucho románticos. 



Leer más...

A Ghost Story

🌟🌟

Si hacemos caso de lo que nos cuentan en las películas, los fantasmas parecen más apegados a sus hogares que a sus parejas. Les tira más lo inmobiliario que lo romántico. Lo hipotecario que lo amatorio. No sé qué hacen los espectros verdaderos del folklore, pero desde luego, en el mundo del cine, si el amante que permanece vivo se muda a otra vivienda, el fantasma prefiere hacer nesting en lugar de acompañarle en la mudanza como un ángel guardián, o como un amante que no ceja en su empeño. Es una querencia curiosa e inexplicada. Jerry Seinfeld diría que con lo que cuesta encontrar un apartamento en Manhattan, ni siquiera los muertos están dispuestos a dejarlos así como así. Y quizá tenga razón: las casas encantadas, por lo general, son casas cojonudas, de alto valor inmobiliario, caserones decimonónicos o palacetes de aristócratas, nunca un cuarto piso sin ascensor en Vallecas, o la covacha del tío Anselmo en los Ancares. En los barrios pobres no existen los fantasmas y quizá por eso yo nunca he visto ninguno.

    En un episodio de Seinfeld, Jerry y sus amigos se pateaban los funerales de la zona para preguntar, fingiendo ser familiares o allegados, si el muerto dejaba tras de sí un apartamento apetecible, antes de que lo anunciaran en los periódicos y alguien más rápido se lo birlara. Lo que no sabían Jerry y sus secuaces es que el muerto, por muy muerto que estuviera, no iba a irse realmente del apartamento, y que en caso de conseguirlo iban a tener que convivir con una sábana blanca que les acecharía por las noches. Y quien dice un apartamento en Manhattan dice una casa como ésta que habitan Rooney Mara y Casey Affleck en A Ghost Story, que es una monada de vivienda, de planta única, en las afueras de la ciudad, ideal para una pareja de jóvenes fornicadores que buscan el retiro espiritual para componer sus músicas y sus artes. 

Cuando empieza la película, uno piensa que el espíritu ya está allí en forma de Rooney Mara, porque Rooney es verdaderamente un ángel caído del cielo, una mujer demasiado hermosa para ser verdad. Pero no: es su novio quien muere en un accidente de tráfico, y decide, una vez revestido con la sábana mortuoria, en aberrante pero tradicional decisión, dejar que su pareja se vaya lejos mientras él se instala en el salón a contemplar el paso de la no-vida: los nuevos inquilinos, la ruina del tiempo, el vacío de los eones... 




Leer más...

El cochecito

🌟🌟🌟🌟

Todas las mañanas de escuela, cuando saco a mi perro Eddie para mear, me encuentro con una vecina que lleva su hijo al colegio. En coche. Sólo trescientos metros separan su domicilio del centro escolar, y el chaval, ya crecidito, no padece ninguna minusvalía física que yo sepa, ni ningún sentido trágico de la desorientación. El primer día que los vi pensé: "Será que está buena mujer va a trabajar a la misma hora, o que el colegio le pilla justo de paso para hacer los recados..." Pero no hay tal caso. A los cinco minutos exactos, ella, invariablemente, sin más propósito que haber hecho el recorrido escolar, ya está de vuelta en su portal. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que esa familia es un poco disfuncional, muy poco ecológica, y que lo del coche es un vicio adquirido como cualquier otro. Siempre que los veo subirse al coche, gravemente, como si fueran a emprender un largo viaje hacia las Chimbambas, me acuerdo de aquella frase que escribió Bukowski en sus diarios cuando conoció las escaleras mecánicas en unos grandes almacenes:

    "Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo..."


    Esta noche, viendo El cochecito, me he acordado de mis vecinos motorizados, a los que mañana volveré a encontrar cuando Eddie levante la patita. En El cochecito, que es la segunda película que firmaron juntos Azcona y Ferreri, don Anselmo es un jubilado que teme quedarse sin amigos porque su íntimo compadre, ahora impedido, se mueve por Madrid con un cochecito de minusválido, y se ha juntado con otros "ángeles del infierno" para ir de correrías por la Casa de Campo. Don Anselmo, al que da vida el impagable Pepe Isbert, está más sano que una manzana, y sus familiares, con buen criterio, no ven la necesidad de gastarse un pastón en el capricho. Le advierten que si deja de caminar se le van a anquilosar las piernas, pero el vendedor de los cochecitos, un ortopedista que se está forrando con el invento, le convence de que ahora lo moderno es ir a todos los sitios sin caminar, y que en el año 2000 ya nadie va a necesitar las piernas para nada. Azcona y Bukowski, tan lúcidos, ya habían anunciado al nuevo hombre en sus escritos.




Leer más...

El pisito

🌟🌟🌟🌟

A finales de los años 50, en Madrid, cuando todavía no habían desembarcado las suecas para sonrojar a los biempensantes, se cruzaron los periplos vitales de Rafael Azcona, exiliado de Logroño, y Marco Ferreri, exiliado italiano que vendía objetivos fotográficos. Azcona y Ferreri se conocieron en los cafés literarios, en los mundillos de la cultura, y rápidamente se descubrieron como personalidades afines, proclives al humor negro y al retrato vitriólico. Entre que Azcona buscaba nuevas formas de expresarse, y que Ferreri siempre tuvo interés en hacer cine,  los dos amigos -uno que jamás había escrito un guión y otro que jamás había dirigido una película- eligieron un relato del propio Azcona y lo convirtieron en El pisito, que es una película que parece del neorrealismo italiano pero que está filmada en Madrid, y que contiene una carga de mala leche que hubiera espantado a los mismísimos Rossellini o De Sica.


    Petrita y Rodolfo, a punto de cumplir los cuarenta años, son novios desde tiempos inmemoriales, pero jamás han tenido el dinero necesario para comprarse un piso. La censura de la época nos impide conocer su vida sexual, que suponemos escasa y atribulada, practicada de estraperlo en picaderos apartados o en pisos que quizá les presta un amigo del trabajo, como hacía Jack Lemmon en El apartamento. Así las cosas, desesperados ya del magreo clandestino, y de la vergüenza social de los solteros, ambos deciden que Rodolfo se case con doña Martina, la inquilina del piso donde éste malvive de realquilado. De este modo, cuando Martina muera - y la pobre ya es una anciana con un pie y medio en la tumba-  Rodolfo heredará su contrato de inquilinato y Petrita verá cumplido su sueño de convertirse en ama de casa.

    Pero ay, de los pobres. que siempre fracasan en sus planes enrevesados y algo malévolos, porque doña Martina, rejuvenecida por el matrimonio, se resiste a abandonar este cochino mundo, y ese decadente piso, y Petrita y Rodolfo, resignados a su perra suerte, tendrán que seguir contando los días en el calendario mientras se vuelven más viejos y más gordos, más feos y más tristes, y el antiguo amor empieza a evaporarse siguiendo las rigurosas leyes de la edad.





Leer más...

Somewhere

🌟🌟🌟🌟

Intuyo que Sofía Coppola sabe muy bien de lo que habla en Somewhere. Pero sólo lo sé yo, al parecer, y otros tres gatos que maullamos en el callejón de sus admiradores. Donde otros espectadores sólo han visto un ejercicio de estilo, un vacío de argumentos, una pedantería de niña pija que cuenta los ambientes del pijerío, yo, que a lo mejor tengo una sensibilidad especial con ella, o que simplemente veo intenciones donde no las hay, he visto en Somewhere una película muy sentida y muy personal.

    Supongo que hay algo de Sofía Coppola en esa niña que viaja con su padre por los festivales del ancho mundo, y que también sufrió los temblores de un matrimonio muy mal avenido. Supongo, también, que Sofía ha conocido -o incluso padecido en sus propias carnes- a tipos muy parecidos al Johnny Marco de Somewhere, el actor divorciado y abúlico que malgasta su tiempo libre en vicios que no le conducen a ninguna parte. Dijo una vez George Best: “Gasté mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo malgasté”. Y como él, Johnny Marco frecuenta mujeres de infarto, vive agarrado a la botella y dilapida sus millones en la compra de automóviles de alta gama, aunque en la película siempre le veamos conduciendo el mismo Ferrari de color negro. Un coche que viene a ser la metáfora automovilística de su vida, pues todos sus viajes, aunque el motor brame impetuoso y joven, terminan siendo erráticos y circulares.

    Pero a medio metraje, cuando la película ya nos ha mostrado su vida decadente y desnortada, aparece el personaje de su hija para rescatarle del vacío existencial. Del desenfreno sin sentido. Pero claro: con una niña así es mucho más fácil disfrazarse de padre responsable y molón durante mcuhos días. Cleo es una hija pluscuamperfecta que estudia sus asignaturas, lee novelas de vampiros y prepara sofisticados desayunos en la cocina. Patina como los ángeles, se desenvuelve en sociedad, es inteligente y perspicaz, educada y limpia. Jamás saldrá en Supernanny llamando hijoputa a su padre porque le ha quitado el móvil mientras cenaba, o estrellando los platos contra el suelo cada vez que tocaba comer verdura. 



Leer más...

Black Mirror: USS Callister

🌟🌟🌟

¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas. 

    Uno, que fue de Ciencias en el instituto, y materialista dialéctico a la vieja usanza de don Karl, está por suscribir la teoría del filete andante y prescindir por completo de la idea del alma, y de cualquier insidia teológica que la susurre. Pero la misma ciencia que nos lleva por ese camino es incapaz de decidir qué demonios es la carne, y la materia incluso, pues el átomo, con sus electrones y sus protones, sus neutrones y sus subpartículas, no es más que una recreación simbólica para hacernos entender. En el fondo de la sustancia sólo hay "energías" y "campos energéticos" que nos devuelven la peligrosa idea del espíritu.

    En este enredo de teólogos y físicos, de carnívoros y espiritistas, Watson y Crick, allá por 1953, descubrieron la estructura del ADN y abrieron una vía de investigación más promisoria que el viejo debate del dualismo. La estructura helicoidal del ADN no era carne ni pescado: eran bases nitrogenadas ordenadas de un modo sacramental, casi divino, en forma de escalera que ascendía hacia lo sublime. El ADN que conforma el cuerpo y define el carácter era, finalmente, información pura. La síntesis inesperada de los viejos conceptos. 

    Las bases nitrogenadas son bits que pueden ser almacenados en los núcleos de las células, pero también, por qué no, en el disco duro de un ordenador. La información es etérea, conceptual, y puede ser transcrita en muchos códigos y soportes. Podemos tener un yo a esta lado cárnico -o carnicero- de la realidad y otro yo, idéntico, con los mismos atributos genéticos, en el mundo virtual de los chips electrónicos. Preguntarse, dentro de unos años, cuál será el más auténtico de los dos, si el que caga materia en descomposición o bits con forma de mojón, será una cuestión peliaguda que habrán de abordar los filósofos de la época. 


Leer más...