Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sandwich con dos rebanadas de pan sin nada por el medio. Entre las dos costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas, los desiertos casi africanos, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos o peligrosos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza. El reclamo ideal para los solitarios que venían de Europa, para los lunáticos, para los aventureros que buscaban nuevas emociones.  Ellos fueron abriendo los caminos y sembrando los campos. Matando a los oriundos y exterminando a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras estos depredadores, llegaron los empresarios a extraer el beneficio, los obreros a ganar el pan, los pastores a cuidar las almas, los camareros a servir el whisky, las lumis a bailar el cancán, los cowboys a medirse las pistolas... Y ya último, para proteger a todo este paisanaje,  el sheriff con su estrella, y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización completa.

    Eso que ahora llamamos la América Profunda la construyeron tipo -o tipejos- como este Daniel Plainview de Pozos de Ambición: hombres de pasta dura, de espíritu inquebrantable, y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato, o por la suerte, o a veces, incluso, por algún geólogo con cierta idea del asunto. Horadaban por aquí y por allá hasta que daban con un surtidor de oro negro y se convertían en auténticos capitalistas que se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para enseñar en las grandes ocasiones. 

    Leo en internet que Oil!, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con ideas de derechas y a su hijo de afinidades socialistas. Un drama griego que prometía grandes emociones para la película, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor, un hombre que desconoce el amor y desdeña las amistades porque su ego le sobra y le basta para vivir satisfecho. Pero el ego, no lo olvidemos, es un bicho carnívoro que crece en las entrañas y acaba devorando al ególatra que le dio de comer. No conoce la gratitud ni la clemencia. Y acaba convirtiendo a su portador en una cáscara vacía. 




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