Stranger Things. Temporada 2

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Finalmente he tenido que verla -entretenido con el móvil, pensando en otras cosas, añorando otras ficciones que esperan su turno- para reafirmar lo que ya intuía: que no era necesaria una segunda temporada de Stranger Things. La historia original -como las cucarachas que mataba Cucal aerosol- nacía, creía, se reproducía muy dignamente entre referencias ochenteras y músicas molonas, y luego moría como una gran señora rodeada de sus seres queridos, que éramos todos los espectadores que la respetábamos y admirábamos. El final estaba cerrado, los personajes explicados, el círculo completo. "Me olía que era una majadería y confirmado...", dice Carlos Boyero todas las semanas cuando intervinene en el programa de la radio.



    La segunda temporada olía a chicle estirado, a chamusquina comercial, a resurrección cutre de la cucaracha sacrificada. Stranger Things 1 fue una estrella de vida corta pero intensa. Duró justo lo que tenía que durar, ocho episodios de puro hidrógeno que se convertía en helio irradiando mucho calor, mucho misterio, muchas cuestiones inquietantes. Nos dejó un bonito cadáver, y un bonito recuerdo para las conversaciones con las amistades. Una miniserie original, molona, conclusiva, que no iba a robarnos más tiempo de vida con segundas partes que nada nuevo nos aportarían ¿Para qué, pues, este recauchutamiento? ¿Estos electrodos del doctor Frankenstein para que el muerto se convirtiera en zombi, el guiso en refrito, el recuerdo en pesadez, el enamoramiento en rutina, la simpatía en desgana? Para ganar más pasta, sí... Pero, ¿ para qué? Lo habían bordado en la primera entrega, los hermanos Duffer, quizá porque desconocían que su criatura iba a tener una nueva financiación, así que cerraron el círculo argumental de un modo elegante y bello. Sí, vale: el mal seguía por ahí, y sí, los chavales iban a quedar con heridas, y sí, Winona Ryder aún podía desorbitar más los ojos y los gestos... Pero bastaba con imaginar todo esto en la intimidad de nuestros salones.

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