Operación Pacífico

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Pocos días después del ataque a Pearl Harbor, a los valientes marineros del Sea Tiger les quema el ardor guerrero en el pecho. El alto mando, sin embargo, ha determinado que su submarino, que hace aguas por los cuatro costados, sea convertido en chatarra para mejor aprovechamiento de su metalamen. De pronto, estos hombres que ya soñaban con hundir barcos llenos de amarillos se han visto reducidos a meros espectadores de la gran guerra que comienza. 

    La película terminaría justo ahí, a los 2 minutos de empezar, si no fuera porque su comandante rezuma carisma por todos los poros, y porque se parece mucho a un actor de Hollywood llamado Cary Grant. El comandante Sherman, tirando de labia y de presencia, conseguirá que sus superiores autoricen la reparación de su sumergible, aunque uno sospecha que los gerifaltes -en absoluto secreto, of course- han condescendido porque anhelan que un caza japonés lo hunda de un bombazo y les ahorre los costes del desguace.


    Sea como sea, el Sea Tiger se hace a la mar y emprende sus aventuras bélicas más bien poco lustrosas, porque los japoneses andan ocupados invadiendo otros atolones. La verdadera batalla cotidiana consiste en mantener la tartana a flote -o a subflote, según las circunstancias- robando repuestos por aquí y por allá. Todo es hombría a bordo del Sea Tiger -herramientas y grasa, hacinamiento y cartas de novias, algún porculamiento clandestino en los recovecos de la maquinaria- hasta que un buen día, haciendo escala en la isla del Quinto Pino, la marinería recoge a unas miembras del ejército que habían quedado abandonadas. Las damas -porque esto es una película de Hollywood- son todas de rompe y rasga, rubísimas y esbeltas, y aunque la que menos tiene el grado de sargento, y podría hacer uso de sus galones, a la hora de la verdad -porque esto sigue siendo una película de Hollywood, recordemos-, cualquier marinero raso puede piropearlas o frotarles la cebolleta en el pasillo angosto sin ser castigado a pelar patatas, o a fregar los suelos con el cepillo de dientes.

    Desguazada la disciplina militar, los otrora aguerridos marineros se convierten en una banda de rijosos que se matan a pajas por los rincones, descuidan el mantenimiento elemental de la maquinaria, y yerran disparos como niños con una escopeta de feria. Y ya finalmente, en el paroxismo del sexo reprimido, pintan el Sea Tiger de color rosa para hazmerreír de toda la flota del Pacífico, e indignación mayúscula de los gerifaltes anteriormente mencionados, que ahora sí, fingiendo confundirlo con un submarino japonés, deciden aplazar la guerra por un rato y dedicar todos los recursos disponibles para hundir ese cachondeo flotante que se ha convertido en Priscilla, la reina de los mares.


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