Lugares comunes

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Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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