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La gran evasión que ahora nos preocupa es la que perpetran en cada ejercicio fiscal los mangantes protegidos por la ley. Porque la ley cacarea mucho, pero pica poco, y ya no sabemos si fulano sigue en la cárcel o si está de vacaciones en la cubierta de su yate riéndose de todo el mundo, en su quinto o sexto recurso contra la sentencia.
La gran evasión que ahora nos preocupa es la que perpetran en cada ejercicio fiscal los mangantes protegidos por la ley. Porque la ley cacarea mucho, pero pica poco, y ya no sabemos si fulano sigue en la cárcel o si está de vacaciones en la cubierta de su yate riéndose de todo el mundo, en su quinto o sexto recurso contra la sentencia.
La otra gran evasión, que es mucho más banal y divertida, es esta película que cuenta cómo unos ingleses listísimos -y un americano más listo que nadie, of course- se escaparon del campo de concentración de Nosedóndesberg, cerca de la frontera Suiza. Se escaparon nada más que por tocar los cojones a los alemanes, porque Nosedóndeberg es más bien un retiro espiritual, un monasterio de militares que trabajan la huerta, destilan su alcohol, se reúnen en el claustro y vagan libremente por el recinto que custodian los demonios ametrallados. Un retiro dorado. No diré que el campamento parezca un balneario -como afirman las malas lenguas que critican la película- pero vamos, que casi.
Algunos días, en las fiestas del santo patrón, los reclusos juegan al béisbol, izan banderas, celebran cuchipandas, y podrían sodomizarse en alegre fraternidad sin que ningún oficial alemán les diera orden de recular. En La gran evasión ya se huele la derrota de los nazis, y el jefe del campamento, el tal Von Luger, sólo quiere que los prisioneros no le causen muchas molestias -fundamentalmente que no se escapen-, y poder presumir de estadísticas ante sus superiores en Berlín. No es que los alemanes parezcan idiotas, o poco espabilados, incapaces de adivinar que sus huéspedes están horadando no un túnel bajo sus pies, sino tres. Ocurre, simplemente, que los guardianes ya no están por la labor, y que del mismo modo que los ingleses desean regresar a Londres para abrazar a sus darling, ellos, que también tienen su corazoncito, también quieren volver cuanto antes a Berlín para achuchar a sus Braut.
Algunos días, en las fiestas del santo patrón, los reclusos juegan al béisbol, izan banderas, celebran cuchipandas, y podrían sodomizarse en alegre fraternidad sin que ningún oficial alemán les diera orden de recular. En La gran evasión ya se huele la derrota de los nazis, y el jefe del campamento, el tal Von Luger, sólo quiere que los prisioneros no le causen muchas molestias -fundamentalmente que no se escapen-, y poder presumir de estadísticas ante sus superiores en Berlín. No es que los alemanes parezcan idiotas, o poco espabilados, incapaces de adivinar que sus huéspedes están horadando no un túnel bajo sus pies, sino tres. Ocurre, simplemente, que los guardianes ya no están por la labor, y que del mismo modo que los ingleses desean regresar a Londres para abrazar a sus darling, ellos, que también tienen su corazoncito, también quieren volver cuanto antes a Berlín para achuchar a sus Braut.
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