Revolutionary Road

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Cuando su marido, el señor Wheeler, sale todas las mañanas a trabajar como un zombi con su sombrero y su maletín, ella, April, mientras limpia los cacharros del desayuno y prepara la comida del mediodía, piensa en un futuro muy diferente del que les aguarda en su barrio residencial. La vida acomodada, rutinaria... y vacía. April Wheeler sueña con una vida en Europa, en París, que es la ciudad del amor, ahora que el suyo se les está marchitando sin remedio. Y eso que todavía son jóvenes, y guapos, y despiertan la envidia en el vecindario de las otras parejas. Algunos, incluso, los desean sexualmente en el secreto... El señor Wheeler, de hecho, se está tirando a una secretaria hechizada por su gran parecido con el actor Leonardo DiCaprio, y April, aunque no lo sabe, y quizá no lo sospecha, es una mujer intuitiva que detecta el olor a podrido en el aire. 

    París es la solución. La revolución francesa. Empezar de nuevo, soñar, rehacerse. Allí podrían fingir que se conocen de nuevo en una tierra extraña, en un continente alejado, para que el amor brote como recién plantado verde y fresco. Un autoengaño gozoso.

    Pero el señor Wheeler, ay, es un hombre de los de antes -y de los de ahora, también, en algunos ecosistemas- y su orgullo masculino no le deja ver más allá de sus narices. Si él está a gusto, viene a decir, todos estamos a gusto. Para qué cambiar. Los demás son planetas que giran a su alrededor, como un sol que irradiara la autoridad y la decisión. Dónde vivir, cómo vivir, de cuántos hijos rodearse... El señor Wheeler no entiende que hay estrellas binarias que danzan una alrededor de la otra. Él es como el Rey Sol, solitario en su trono. Y April, a su lado en la cama, con los ojos abiertos, incapaz de dormir, rumia una revolución no armada de fusil, ni de hueso jamonero, como Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Solo una goma. Una valentía. Una verdadera sedición. 





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