Las ovejas no pierden el tren

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Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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