Black Mirror: 15 millones de méritos

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En la distopía de Black Mirror: 15 millones de méritos, las clases obreras sólo tienen dos destinos en la vida: pedalear continuamente sobre bicicletas estáticas para producir la electricidad que mueve el mundo, o aparecer en las pantallas que entretienen a esos mismos pedaleantes, cantando, bailando o protagonizando shows televisivos de lo cutre. En los pabellones donde viven los artistas, los alimentos son naturales, las habitaciones más espaciosas, y los paisajes tras las ventanas verdaderos bosques y montañas. Previo pago de quince millones de créditos, que son muchos meses de esfuerzo sobre el sillín, quienes desean escapar del sudor y alcanzar esa vida más digna se presentan al casting de Hot Shot para ser evaluados por un tribunal tan exigente como recoñón, en una parodia de Operación Triunfo que casi no necesita caricatura, ni exageración.

    Parece una distopía terrible, ésta que propone Black Mirror en su segunda entrega, pero en realidad el asunto nos resulta terriblemente familiar. No hay mucha diferencia entre levantarse a las seis de la mañana para servir desayunos o limpiar los retretes (que es el quehacer cotidiano de nuestras clases humildes) o cabalgar en esas bicicletas generatrices como hacen los infortunados del futuro. En un mundo como el nuestro, que ha convertido la educación en una broma de mal gusto, y le ha quitado cualquier propósito de realización personal, o de mérito para ascender en el escalafón, nuestros vecinos también viven esclavizados por sus trabajos, y embrutecidos por su des-formación. Cuando a las diez de la noche se derrumban ante la tele para soñar, la única alternativa que encuentran es el éxito instantáneo, la fama vacía. Ya no hay caminos intermedios ni honorables. El todo o la nada. El ganador o el perdedor. O entretener a los galeotes, o remar junto a ellos. Los americanos han ganado la guerra, y su Black Mirror -ésste muy real y cercano- da mucho más miedo que el británico de la ficción.




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