Cosmos

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Yo de niño quería ser astrónomo. Vivir en lo alto de una montaña, dos mil metros por encima del mundo y de los hombres, como Nietzsche soñaba vivir en Sils Maria. Yo quería estar en este mundo sin estar en él, como los monjes en el monasterio, o los fareros en el faro. Vivir más pendiente de las estrellas que de las personas, porque yo, de niño, a las personas ya las intuía desconcertantes y poco propicias. Yo quería ser astrónomo para vivir en el observatorio, encaramado al telescopio, entregado a la persecución de las trayectorias y los mundos. Yo, que antes había querido ser soldado inmortal, y futbolista de poca brega, y ayudante de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando conocí a Carl Sagan en la tele decidí que ése tipo era mi futuro, mi vocación, mi escapatoria feliz de la vida. Yo quería saber las mismas cosas que él, y explicarlas con el mismo entusiasmo pedagógico. Con él tuve la certeza, ya nunca desarraigada, de que los secretos del Universo son los únicos que importan, porque todos somos, en el fondo, Universo, átomos de estrellas que se recombinaron en nuestros cuerpos y que dentro de varios eones, cuando el sol se apague y la tierra se convierta en cenizas, regresarán al vacío interestelar para formar parte de algo nuevo. He aquí la verdadera reencarnación, y la verdadera promesa de un más allá.




    En los tiempos de Cosmos, nuestro televisor era en blanco y negro, y en él el espacio se veía gris y aburrido, y las galaxias blancas y monótonas. Pero me daba igual. En las enciclopedias del colegio recuperaba los colores que la tecnología catódica nos hurtaba, y así, repintado con Plastidecor, el universo era un mundo fascinante en el que yo deseaba perderme para encontrarme. Yo ya no quería salir a la naturaleza con Félix Rodríguez de la Fuente, con tanto bicho peligroso que andaba suelto, ni viajar a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, que sólo de pensarlo ya casi me mareaba, yo que potaba en todos los autocares cuando íbamos a Gijón en los veranos. No. Yo con diez años quería ser astrónomo, y con una convicción apabullante respondía a los adultos que se interesaban en mi porvenir. Pero hubo un día maldito en el que olvidé por completo mi cometido, y en la adolescencia estúpida perdí de vista el sueño de la astronomía, y erré el camino de la felicidad. Seguí un sendero tortuoso, improductivo, básicamente vacío, que me ha conducido hasta aquí, hasta este ordenador que es mi confesionario y mi pañuelo de lágrimas. Cada vez que vuelvo a ver Cosmos ya no veo a Carl Sagan didáctico y vehemente, sino el reflejo, fantasmal, de un tipo fondón y triste que ya no tiene perdón ni remedio. 


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