Mustang

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Para un turco cejijunto de las serranías de Anatolia, no hay mayor desgracia que hacer un pleno de cinco hijas en cinco disparos seminales, y que las cinco, además, por esos designios insondables de Alá, sean de una belleza excepcional, o estén en la promesa de serlo.

    Mientras eran niñas, y en sus cuerpos no habían crecido las tentaciones, las cinco hermanas jugaban alegremente en las playas, en los campos, en la finca familiar, y lo hacían, incluso, con los otros niños del lugar, como si la Turquía profunda formara parte jovial de la Unión Europea. Pero una mala mañana de verano, ay, para celebrar el inicio de las vacaciones, las cinco hermanas se dan un chapuzón en la playa junto a sus compañeros de instituto, y aunque lo hacen vestidas con el uniforme escolar, y eluden cualquier contacto equívoco de las pieles o de los sexos, no pueden impedir que el agua traidora pegue sus camisas a los cuerpos, transparentándolos. Ni que una vecina ociosa, un carcamal de esos que aparecen en cualquier sitio para denunciar los usos de la juventud, lo mismo en Anatolia que en Palencia, le vaya al padre con el cuento de la ignominia. A partir de ahí, Mustang se transformará en un cuento de terror medieval, con damiselas encerradas en la torre que son ofrecidas en matrimonio al mejor postor de los contornos. Una trata de blancas en toda regla. O aún peor, de ganado.

    Uno pensaba, en su ignorancia antropológica, que esta práctica de los matrimonios forzosos ya sólo tenía lugar en la India, en el Asia profunda, o en las islas perdidas del Pacífico, y no aquí al lado, en el vecindario, al otro lado del Bósforo, donde juegan afamados futbolistas y se pasean turistas occidentales con cámaras al cuello, buscando las ruinas griegas, o las cimitarras de Solimán. Pero se ve que no, que en las montañas turcas las mujeres siguen valiendo lo mismo que las cabras o que las vacas, y que aún les queda mucho camino por recorrer, y por reivindicar. 

    Mustang, que como arte tiene un pase entretenido, y como documento un valor incalculable, continúa la larga tradición de películas que te quitan las ganas de viajar a Turquía. A Lawrence de Arabia le daban por el culo en la prisión; al estudiante americano de El expreso de medianoche lo torturaban; a los personajes de Nuri Bilge Ceylan les pueden las melancolías y los fracasos. A Ana Belén, en La pasión turca, también la daban por el culo, y por otros sitios, con tanta fuerza que terminaron desgarrándole el alma. Es ver una película ambientada en Turquía y prepararse uno para lo peor.



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